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LA TIERRA ES DEL VIENTO |
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Sucede en estos días de viento que cuando sopla con fuerza y me atiza con saña es cuando en su inconsciente soplido me produce un molesto lagrimeo; tal, que me hiela el rostro, tanto en cuanto se esparce por mi cara.
Si “la tierra es del viento” ¡ah! pues que quieren que les diga, de inmediato lo que pienso es que el suelo donde pisamos está en muy malas manos y con cierto peligro. No hay nada más ingrato, pues, que sufrirlo como una mosca borriquera caminando por la ciudad y más en los días gélidos, y que por muy dueño que sea él de la tierra, lo mejor es que se vaya allá por donde ha venido y que nos deje en paz.
Prefiero, por supuesto, la brisa. Esa brisa musical, alegre, sensual, en ocasiones lasciva, por lo que de encanto tiene el placer de sentir su caricia en el suave amanecer, o bien en las horas del crepúsculo, gozándola en mis cerrados ojos y en éxtasis placentero, junto al cercano galán de noche, generoso siempre de aromas.
Pero fuera de mis preferencias, qué remedio nos queda, sino que sufrirlo, pues es lo que toca. Así que lo mejor es aceptar sus latigazos invernales, siempre amenazantes.
Y por otra parte esperar al goce del estío, en cuando llegue la hora de la brisa, fresca y tierna, y que por tener nombre de mujer, es dulce como la miel, suave como la seda y seductora como el azahar.
Nada que ver con la tosquedad de lo rudo, del zarpazo inesperado, o del canalón asesino sobre la acera caído a mis pies pocos segundos antes de que llegara a su encuentro, tal y como si volviera a nacer; quizá gracias a la proverbial ayuda de un ángel cercano, al que le correspondí con mi gratitud. Marzo 2010
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