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Recuerdo, entre aromas de verduras y de especias, ante bodegones de frutas de colores relucientes, y de cestas de pescado sobre el frío mármol regado por las pescaderas chillonas y alegres, cuando en los primeros años de la década de los sesenta, en aquellos tiempos del panecillo de una peseta comprado en el horno del barrio, crujiente y caliente por recién hecho, cuando iba al Mercado Central próximo a mi casa y le pedía al dueño del puesto que lo llenara de “mezcla”. Lo recuerdo con su mano izquierda presionando el pan sobre el tajadero, y con la diestra hincándole su cuchillo, fino y afilado, y lo abría aliviándole su tripa de migas para llenarlo después con atún, más unas pocas aceitunas sin hueso rellenas de anchoas. Terminado el encargo, lo envolvía con papel de estraza en el que aparecían manchas aceitosas que evitabas impregnaran tus ropas, cogiéndolo con sumo cuidado y deseando comerlo. Esa era una opción en solitario, porque si éramos dos los deseosos de compartir la hora del almuerzo, en ocasiones, comprábamos una lata de sardinas, deliciosas las de en escabeche, y con el abridor “el explorador”, tan resbaladizo como peligroso, descubríamos su habitáculo repleto hasta el techo de aquellos débiles cuerpecillo descabezados, prensados unos a otros y cubiertos de una piel plateada, suave y frágil, que dejaba desnuda a la sardina sólo con tocarla. ¡Las famosas sardinas en aceite! que pese a los años pasados, siguen de actualidad, como si estos no corrieran anclados en el pasado. Y hasta ocupan las columnas de los periódicos como algo extravagante, cuando cada vez es más común saber de ellas en las calles de cualquier ciudad, igual en sus zonas céntricas que en las de los extrarradios.
La lata de sardinas que les hablo tiene setenta metros cuadrados y en ella habitan más de setenta inmigrantes arracimados a voluntad propia, aunque obligados por la miseria de la que huyen. Y en ella, ocupan algo menos de un metro cuadrado, suficiente para estar cada uno de pie, porque tumbados, unos forman el colchón de otros, próximos a la frialdad del vacío vecinal y con el baño aceitoso que los oprime. Jamás tantas sardinas juntas ocuparon tan pequeño palacio, en un salón sin cortinas, sucio y maloliente -como lo fuera la lata podrida victima de un poro inesperado- a instancias de unas paternales mafias que se enriquecen a su costa, dejándoles abandonados en su camino, y no solo al abrigo de su curtida piel, sino muchas veces sin cabeza, como las mismas sardinas dentro de su propia lata en aceite que les lleva a la muerte. Los imagino entrando por un escaso pasillo alfombrado de cuerpos callados, con sus caras envueltas de sombras, escuálidas y febriles, de barbas enmarañadas y de ojos blanquecinos, fijos, que como pilotos indicadores, anuncian su presencia, prietos y estrujados, con sus rodillas en los riñones del vecino desconocido, protegiéndose del frío invernal, cara a la Navidad, y con la ayuda del brik de vino rancio y peleón principalmente.
Llegarán las fiestas navideñas y las celebrarán apiñados, deambulando durante el día por las calles buscando el hueco libre en la calzada que les facilite unas monedas conseguidas de quienes desean aparcar, o dedicándose al pluriempleo incontrolado que les permita cenar la nochebuena con “el cordero pascual” de una hogaza de pan, aunque sea con sardinas.
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