LA FUENTE Y LAS PALOMAS
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Ya en el atardecer, cuando el calor pierde su brío y una ligera brisa mece los árboles, me fui a dar un paseo por las callejuelas que desde el centro histórico llegan al gran jardín del que fuera un río, convertido hoy en un gran parque que se ofrece a mi ciudad.
Y a lento caminar me encontré con una plaza que por estar en un extremo, ya de salida al cauce y poco transitable, parece ser como una plaza que está siempre sola, algo abandonada, a diferencia de otras que por su acceso más directo al centro, están siempre acompañadas.
Y llegado a su encuentro me detuve ante ella. Es de planta cuadrangular, tranquila, pese a las cuatro calles que allí concurren, pero que debido al poco tráfico, tanto rodado como peatonal, resulta algo extraña, pero no por ello exenta de cierto encanto.
Destaca la plaza por lo muy coqueta, por su fuente central al cobijo de cuatro cipreses que le dan sombra, dos de ellos ya de muchos años, altos y esbeltos, frente a dos más pequeños producto quizá de alguna enfermedad que obligaron a talar a quienes les antecedieron ocupando sus lugares; al igual que por un banco de piedra que, junto a unos macetones repletos de flores y formando un arco a uno de sus lados, dispone al descanso.
Allí sentado, destaca entre los cipreses una taza de la que nace en su centro una fuente en un conjunto todo de piedra. Fuente que forma una copa de dos metros al suelo y de contorno octogonal, tanto en su columna que la sostiene como en el vaso que cima se abre y del que manan hilillos de agua por cuatro de sus lados remansando la alberca; en los otros restantes y dañadas por el tiempo, cuatro panoplias con la flor de lis y las cuatro barras, repetidas éstas dos veces, al mismo tiempo que la decoran, igualmente la ennoblecen.
Desde el banco escuché su ligero murmullo: muy débil, por el escaso chorrillo de sus caños, pero que por el silencio reinante, el repique sobre el agua embargaba con suave dulzura el resto de la plaza.
Fijándome en la fuente me hice la pregunta de si sería maciza o hueca, sin que ningún detalle me diera la respuesta. La ausencia de gente en la plaza y con todas sus puertas cerradas hacía imposible la aclaración a mi incipiente curiosidad, por más que fuera efímero e irrelevante el alcance de mi duda.
Y en tal curioseo, vi que abriéndose camino entre los cipreses, dos palomas se posaban sobre uno de los lados del alto copón. Fue en aquel mismo instante en que fijé en ellas mi mirada, el momento en que me devolvieron las suyas. Y dejándose caer en su oquedad, desaparecieron de mi vista. Al poco, brincaron desde el fondo al canto de piedra, y desviando hacia mí la mirada tras estar unos segundos quietas, elevaron su vuelo, perdiéndose arriba la plaza.
-¡Gracias palomas! – les dije una vez aclarado mi dilema sobre aquella copa de piedra.
Que bueno sería si todos fuéramos como las palomas, que al igual que vuelan, por lo visto, escuchan.
Septiembre 2009
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