(sobre este tema se dará próximamente una entrevista-coloquio que se anunciará con antelación)

 

Por oscuras escaleras

a Poe Prose Poem
 

Sebastián Ariel Freijomil Viña

 

               Luego de vengar y vengarse, inflamado de triunfo y liberación, Hop-Frog[1] anunció, casi como un presagio, “esta es mi última broma”. Y era verdad. Edgar Allan Poe lo escribió en 1849 y en 1849, solo y andrajoso en un hospital de Baltimore, murió. ¿De qué? Como le corresponde a un mito, y más a un mito estadounidense, las conjeturas varían: epilepsia, infarto, diabetes, envenenamiento con monóxido de carbono y hasta rabia (contagiada por un gato), pasando por la hipoglucemia y la congestión cerebral. Finalmente, ha prosperado la teoría de que murió como consecuencia de una paliza (beating), luego de ser utilizado como votante –era día de elecciones– en varios lugares, con distinta ropa y con distintos nombres.

            Pero aunque esto no hubiera ocurrido, aunque Poe hubiese dejado la bebida (demonio cínico retratado con ironía en The Angel of the Odd y descrito con dramatismo en The Black Cat) y aunque su salud se hubiera fortalecido, su alma hecha jirones habría estallado de todos modos. En verdad, Poe no murió: se dejó morir. Su figura es el verdadero ejemplo, sin demagogias, del genial escritor atormentado por el destino y por la mala suerte. Dice Jorge Luis Borges

Detrás de Poe (como detrás de Swift, de Carlyle, de Almafuerte), hay una neurosis. Interpretar su obra en función de esa anomalía puede ser abusivo o legítimo. Es abusivo cuando alega la neurosis para invalidar o negar la obra; es legítimo cuando se busca en la neurosis un medio para entender su génesis.

Según Marie Bonaparte, discípula de Freud, este trastorno sería fruto de la presencia del pequeño Poe en el lecho mortal de su madre, conjugada esta presencia con los acontecimientos dramáticos que le sucederían después. Si bien esta hipótesis en particular fue rechazada con énfasis por algunos, nadie podrá rechazar el trastorno en general. Es innegable que Poe describe con minuciosidad la psicología de sus personajes porque refleja en ellos el conocimiento de su propio diagnóstico. Quizá el más rotundo ejemplo lo encontramos en Berenice, uno de sus primeros cuentos:

Meditar infatigablemente durante largas horas, con mi atención fija en algún frívolo dibujo sobre el margen o en el texto de un libro; permanecer absorto la mayor parte de un día de verano en una curiosa sombra cayendo oblicuamente sobre el tapiz o sobre el suelo; olvidarme de mí mismo durante una noche entera, espiando la firme llama de una lámpara; soñar toda una jornada con el perfume de una flor; repetir monótonamente alguna palabra vulgar, hasta que el sonido, a causa de las frecuentes repeticiones, cesara de ofrecer una idea cualquiera a la mente; perder todo sentido de movimiento o de existencia física por medio de una absoluta inmovilidad corporal, larga y persistentemente mantenida: tales eran algunas de las más comunes y de las menos perniciosas fantasías promovidas por el estado de mis facultades mentales, que no son, por supuesto, únicas, pero que desafían en verdad todo género de análisis o explicación. 

            Sin apartarnos un grado de la realidad, podríamos armar, textualmente, el rompecabezas mental de Poe uniendo las piezas que él mismo esparció a lo largo de su obra.

            Hay algo categórico en Poe que lo eleva: en veintidós años de existencia literaria, escribió, aparte de su novela, sus ensayos y sus poemas, poco más de cincuenta cuentos. Guy de Maupassant, que nació un año después de morir Poe, escribió durante casi el mismo tiempo doscientos quince. Esta frugal producción contrasta con el enorme impacto que sus letras producirían después. No hay escritor decimonónico que haya influido tanto como él en las plumas posteriores y a él se debe que la literatura se haya enriquecido y haya cambiado. Naturalmente, si Edgar Allan Poe no hubiese existido la literatura se hubiera desarrollado de todas maneras, pero sin duda de un modo mucho más lento.

Una vez más en su honor, casi en agradecimiento, Borges le escribió:

Pompas del mármol, negra anatomía

que ultrajan los gusanos sepulcrales,

del triunfo de la muerte los glaciales

símbolos congregó. No los temía.

Temía la otra sombra, la amorosa,

las comunes venturas de la gente;

no lo cegó el metal resplandeciente

ni el mármol sepulcral sino la rosa.

Como del otro lado del espejo

se entregó solitario a su complejo

destino de inventor de pesadillas.

Quizá, del otro lado de la muerte,

siga erigiendo solitario y fuerte

espléndidas y atroces maravillas[2].

            Edgar Allan Poe inventó el relato policial, no sólo instaurando un nuevo paradigma de héroe detectivesco, sino construyendo las bases de pensamiento y representación que luego explotarían con mayor trascendencia Chesterton o Conan Doyle. Porque no sólo Auguste Dupin es el mentor directo de Sherlock Holmes o del Padre Brown, sino que también las deducciones y la lógica de estos últimos fue prefigurada con todo detalle por el primero. Sorprende hasta tal punto la claridad con que Poe dotó la figura del investigador francés, que pareciera querer fundar una nueva narrativa con toda convicción. De hecho, se podría hacer una extensa lista de personajes que han sido inventados, con mayor o menor fortuna, a directa semejanza de Dupin. Leer en orden la trilogía detectivesca de Poe (esto es, The murders in the Rue Morgue, 1841; The mystery of Marie Rogêt, 1842; The purloined letter, 1844) nos posibilita hacer el seguimiento del singular personaje y maravillarnos con la coherencia y la inteligencia que demuestra en sus análisis, siendo fiel a sus dos premisas: que “la verdad no siempre se encuentra en el fondo de un pozo” y preguntarse “qué ha ocurrido que no había ocurrido antes”.

            El interés de Poe por el raciocinio siempre estuvo vigente. La publicación de su ensayo Eureka en 1848 (pero escrito en 1847) fue la culminación de una curiosidad que lo desveló toda su vida. Asegura Julio Cortázar, experto en el escritor norteamericano, que “la obra parece haber sido escrita rápidamente, obedeciendo a un impulso incontenible”. Esto se asume del todo cierto cuando uno observa que Poe no separó en capítulos un escrito de más de cien carillas, repleto de cifras, cálculos y hasta diagramas explicativos. Al concluirlo, Poe creyó tener en sus manos algo nuevo, algo que develaba una realidad nunca antes descubierta. Se lo dedicó con inequívoca humildad (con esa misma humildad con la cual Cervantes escribió sus propios sonetos laudatorios al inicio del Quijote) y “con profundo respeto” al científico alemán Alexander Von Humboldt y, según dicen, Von Humboldt lo desdeñó, como desdeñan la simplicidad de la belleza los preocupados por las matemáticas.

            El antecedente inequívoco a este famoso ensayo fue el relato de 1835 The Unparalleled Adventure of one Hans Pfaall, historia sobre un hombre que se evade de su cruda realidad aventurándose en un globo aerostático hacia lo desconocido, con el cual asegura, tras su vuelta, haber llegado hasta la luna. Aquí el autor expondría datos astronómicos que desarrollaría con más plenitud en Eureka. Al final,  Poe incluye una conveniente y extensa nota donde explica que todo, a pesar de basarse en datos racionales, es inverosímil y advierte a los lectores la igual cualidad de otro escrito de la época. Claramente, todo ha sido un pretexto de Poe para poder reflexionar libremente sobre el cosmos y por el entonces actual tema de discusión del viaje a nuestro satélite. Como vemos, la imaginación de Julio Verne (que había nacido cuando Poe publicaba sus primeros poemas en Tamerlane) se vio anticipada desde el otro lado del Atlántico.

            Pero, amén de estos giros cientificistas, Poe nunca dejó de admirar la belleza porque era esencialmente poeta. Sin ir más lejos, su ensayo se llama “Eureka. A Prose Poem” (Eureka. Un poema en prosa), y él mismo lo confirma en el prólogo:

Presento esta composición sólo como un Producto de Arte, como una Novela o, si no es una pretensión demasiado elevada, como un Poema.

Para luego acabar rotundamente:

Sólo como poema deseo que sea juzgada esta obra después de mi muerte.

Incursionó en las letras (como tantos escritores que luego serían recordados por la prosa) de la mano dulce y bohemia de los versos. No obstante, el símbolo inolvidable de su producción en rima lo escribiría un año antes de su muerte: El Cuervo (The Raven, 1848). Este ave, propia de Europa, le pareció a Poe “más digna que un loro”, plumífero sí de América del Norte. Aparte de que era mucho más eficaz asociarlo con la tenebrosidad y la muerte, este personaje no haría otra cosa que repetir el lacónico y lacerante “Nunca más” (Never More), y eso en boca de un papagayo no hubiese provocado otra cosa que un corte de atmósfera[3]. Sólo en Poe, heredero de la gótica inglesa y conversor magistral de todas las fantasmagorías anteriores en alta literatura, podemos observar un cuervo, con su pasmosa negrura, con su afán cegador a instancias de la Biblia y los refranes populares, devenido en el mensajero de la desesperación y la locura.

            Desesperación y locura que fueron las materias primas, asimismo, para que conformara el modelo del cuento moderno. ¿De qué manera? Veamos.

            Si bien el miedo ha sido el primer estímulo de la literatura, su aceptación general como trama y corazón de un escrito se dio a partir de Horace Walpole y la novela gótica inglesa. Como toda fórmula de éxito, prosperó en numerosos libros que, salvo escasos ejemplos, cometían monótonas variaciones sobre lo mismo contribuyendo a la rápida decadencia del género. Devino su atmósfera y sus preceptos en ideas naïf, aunque íntimamente lo hayan sido siempre. Poe retomó, años después, las riendas de la gótica con maestría, desterrando los ambages e inaugurando una nueva etapa en la literatura fantástica que la modificaría para siempre. Imbricando la belleza romántica netamente poética con la crónica descarnada de lo insidioso y traumático, concibió una nueva clase de horror de enormes magnitudes. Enfrentó al lector cara a cara con la muerte, pero no la metafórica, sino la cercana, la omnisciente. Atreverse a perturbar sin miramientos con relatos como El entierro prematuro (The Premature Burial, 1844), donde describe con pavorosa serenidad la desesperante agonía de los enterrados vivos, tiene como consecuencia una acogida tan cálida como hostil. Explica Juan Perucho que

Poe prefirió el sufrimiento al placer, la decadencia a la plenitud, el espanto a la serenidad. Estos son sentimientos generalmente rechazados en su valoración por la gran mayoría de la gente o son, en el mejor de los casos, simplemente indiferentes, sobre todo a los que se sienten ligados a las motivaciones tradicionales del género humano: salud, seguridad económica y social, funciones reproductoras de la especie.

            Este negrísimo tinte es por el cual muchos lo han eternizado convirtiéndolo en figura de culto, sobre todo las diferentes sub-culturas urbanas tipo dark o gothic; adoración que sin duda se encuentra acentuada por la desgraciada vida que llevó el escritor de Boston. Es por esto que figuras exitosas o altaneras como por ejemplo Oscar Wilde, que también fue hacedor de macabras ficciones, no podrían jamás convertirse en estandartes del pesimismo e inconformismo burgués acomodado y sí almas en pena como Howard Lovecraft, según algunos, el justo sucesor de Poe.

            En definitiva, una obra tan rica en géneros y secretos no puede menos que explorarse con la mayor inquietud. Quien ya lo haya hecho, sabrá que en ningún momento Poe disminuye el clima y que la tensión siempre esta ahí, al acecho. Y para quien no lo haya hecho aún, lo invito, amablemente, a que tome aire y se adentre en sus misterios. Al volver, ya me contará cómo le ha ido.


[1] Hop-Frog, último relato de Poe, cuenta la historia de un enano bufón que, tras años de humillaciones por parte del Rey y su corte, decide vengarse y alcanzar la libertad.
[2] Titulado Edgar Allan Poe y extractado de El otro, el mismo (1964).
[3] No sólo los anónimos han denostado la obra de Poe. “¿Fue Edgar Allan Poe un gran poeta? Con toda certeza, jamás se le ocurriría a ningún crítico de habla inglesa afirmar tal cosa.” La cita es de Aldous Huxley.
 

           

 

 

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