El misterio del portal. Por Mirtha Rodríguez

Qué raro y oscuro secreto

se encierra, tras el portal?

la gente, sabe la historia

pero nadie, se atreve a hablar.

Evitan, pasar por delante

escuchan, sus rejas chirriar

si hasta los más fantasiosos

dicen ver, unos ojos mirar.

Mucho misterio, allí se siente

historias de fantasía, o de verdad?

el portal, se mueve solo

inquietando, al que al pasar

curiosamente se acerca

para mirar, qué hay detrás.

Por la intriga que despiertan

muchos quisieron traspasar

las grandes rejas, herrumbradas

pero el temor que despiertan

logran, no poder descifrar

el fantasmal secreto que se encierra

por años, tras del portal.

Asociación Canal Literatura

Mirtha Rodríguez
Argentina

El reino de este mundo. Por Maite Diloy (Brisne)

«Sólo un tabique de madera separaba ambos mostradores, y Ti Noel se divertía pensando que, al lado de las cabezas descoloridas de los terneros, se servían cabezas de blancos señores en el mantel de la misma mesa»

Cuando uno se enfrenta a Alejo Carpentier por primera vez al menos le sorprende; sobre todo su lenguaje, su forma de contarnos una historia, de meternos dentro de una cultura hasta que la sentimos rozándonos la piel.
En el Reino de este mundo Alejo Carpentier nos sumerge en una historia fascinante, la revolución haitiana, una revolución que fue capaz en 1804 de echar a los blancos de la isla y abolir la esclavitud. Han leído bien, 1804. Fue el primer país que abolió la esclavitud, seguido de México en 1810, Chile en 1811 y las provincias del río de la Plata en 1813. Portugal abolió la esclavitud en 1869, Francia en 1848, Reino Unido en 1833, EEUU en 1863, España en 1865. Así que la revolución haitiana fue un momento histórico importante y relativamente poco conocido. Una revolución que hunde sus raíces en una religión, entre 1791 y 1804 e inspirados por los hougan (hechiceros o sacerdotes vudús) Dutty Boukman y François Makandal, os cabecillas François Dominique Toussaint-Loverture y Jean Jacques Dessalines lideraron la revolución contra el sistema esclavista instaurado en la isla. Estos hougan aparecen en la novela con sus nombres y sirven para que Ti Noel, el protagonista que nos conduce de la mano a lo largo de la novela, nos explique que es el vudú y como influye en su vida. Y esa parte, la de la magia creando vida, la del contacto con la naturaleza, la de una religión desconocida es lo que más me ha gustado. Es dónde me he encontrado con lo desconocido y me he quedado prendada de lo que Carpentier nos ofrece. Mirando desde nuestra insulsa cultura europea me he encontrado con un mundo nuevo, de contacto con una naturaleza que forma parte de la vida. Una religión que lo impregna todo, que llena la novela, que te impulsa a seguir leyendo a Carpentier, pese a sus términos caribeños, pese a que a veces no entiendes todo, es una sensación maravillosamente llevada a sus páginas que nos traslada a un mundo desconocido pero que nos enamora.

El reino está en este mundo. Dentro de él, en sus árboles, en sus raíces machacadas, en las conversaciones con los animales. Y ahí es dónde he pensado que quizá nosotros, más alejados de la naturaleza, nos hemos perdido esa parte, la hemos dejado a un lado y nos perdemos una parte de la vida.
Es un libro, que como todos los grandes, permite varias lecturas, pero a mi me ha dejado esa sensación de pérdida, esa magia desconocida que llena la novela y que yo no he vivido.
Fue la obra que inició el boom de la literatura hispanoamericana, que luego hemos disfrutado en García Márquez y otros, un realismo mágico que llenó el siglo XX. ¿Van a tener el valor de perdérselo?

Maite Diloy (Brisne)
Colaboradora de Canal Literatura en la sección “Brisne Entre Libros
Blog de la autora

En la luz de la tarde. Por José María Araus

    El último quilómetro para llegar al pueblo, hubo de hacerlo a pie. El acceso a la población, que fue abandonada veinte años atrás, estaba cortado por desprendimientos del terreno. Había decidido emprender este viaje con la sensación de que ahora, a los cincuenta años, iba a ser la última vez que viera su antigua casa. Caminaba por la senda de tierra tratando de recordar los huertos, ya baldíos, llenos de zarzas y de maleza. A medida que avanzaba, por la curva, iban apareciendo las casas, aún a distancia, y el recuerdo de la vida pasada en cada lugar del pueblo que iba volviendo a él. Hasta los ocho años allí había sido feliz. Luego la ciudad, la vida.

   De pronto a unos cien metros le pareció ver a un niño parado junto a la tapia de un viejo corral junto al camino. Pensó, que quizá hubiera venido alguna familia de extranjeros a criar ganado. Últimamente se oían cosas así.

    El niño estaba parado y le miraba quieto, con las manos caídas a lo largo del cuerpo.

   A medida que se acercaba, su cara le parecía familiar, y el lugar en que estaba era el sitio donde, a los ocho años, él se había caído del muro. El pequeño llevaba una gran herida en la frente. Estaban ya a unos diez metros y de pronto se reconoció en aquel niño. Sin darse cuenta, el hombre se llevó la mano a la cicatriz de la cabeza.

   El día del accidente, todos le dieron por muerto, y sólo las oraciones de sus familiares hicieron que se recuperara.

   Se quedó paralizado mirándole.

   El niño, muy despacio, se echó en el suelo y fue tomando una postura desmadejada, pero sus ojos abiertos no dejaban de mirarle. Se le veía mover los labios y el hombre oyó una voz como ajena al chico, que le preguntaba:

   —“¿Mereció la pena…? ¿Mereció la pena..? Mereció la pena..?”

   Después de unos momentos, poco a poco, el pequeño fue cerrando los ojos.

   De repente aparecieron corriendo su madre, su abuela y varias vecinas llorando y abrazaron al niño entre gritos de dolor. Luego llegó el médico y, después de reconocerlo, movió la cabeza de izquierda a derecha.

   —Está muerto —dijo con una voz apagada.

   La imagen del hombre se fue desvaneciendo en la luz de la tarde.

 

José María Araus

Luz. Por Ángel Sánchez Sánchez

Soy el rayo de luz que atraviesa tu córnea con esa caricia espectral de lo inmutable, rasgando la barrera de lo intangible; recorro tu iris cristalino componiendo su color, y plasmo en tu imaginación mi realidad intelectiva; al penetrar tu pupila nos encontramos, tú que pugnas por unir tu ser al todo y yo que enlazo el todo a tu ser; así nos conocimos, nos amamos y nos odiamos por ser como realmente somos, imposibles de existir por separado al carecer de sentido; y es que no rechazas mi introspección en tí sino que desentrañas tu ser en mí. Y Así te acecho y, como la chispa de una mecha prende el axión de tus neuronas hasta fundirse en tus somas, me propago; y allí me apago cual luz sin rayo, diseminada en un golpe de efecto; así me arrastra tu sangre hasta el pecho que me sirve de lecho… y el golpe supremo que me destruye… a su vez explosiona mi esencia en tí, expandiéndote hacia el todo.
Todos, a mis ojos, somos luz.

Asociación Canal Literatura

Ángel Sánchez Sánchez

Punto de no retorno. Por María

Después de tantos años aún recuerdo, como si lo estuviera viviendo, el momento en el que Marta, mi amiga, despegó las puntas de los pies del filo de la ventana y, mirándome, como si estuviera jugando, saltó al vacío. Siempre he tenido la sensación de que me hubiera dado tiempo de sujetarla, pero me atrapó una parálisis, el vértigo, el estupor… No sé lo que fue, pero algo, con la inexorable obstinación de un instrumento del destino, me impidió llegar hasta ella.

Creo que estaba un poco loca, pero nunca pensé que llegaría a la gran locura de saltar desde la ventana del piso decimocuarto, mientras mirábamos al sol bajar lento por detrás de los edificios de enfrente y apostábamos por lo que podría durar una caída nuestra, si más o menos que la del sol, y qué cosas daría tiempo a pensar entretanto.

Marta alineó los pies al borde del alféizar de la ventana mirando al sol; luego, en un giro elegantísimo, me sonrió y la vi despegar entre un revuelo de brazos, piernas y falda.

Cuando me asomé a verla caer pensé que a ella le iba pasando toda su vida por delante, como dicen que pasa cuando uno va a morir y lo sabe y, claro, Marta sabía que no tenía manera de volver de nuevo al alféizar de la ventana y posar allí sus pies y luego bajar al suelo y seguir hablando conmigo tranquilamente del tramo que le quedaba al sol para ponerse tras aquellos edificios.

Mientras la miraba caer fui con ella recorriendo su vida, que conocía como propia. Me vi siendo Marta en el parque infantil tirándome a la cara gravilla con una pala de plástico, luego me vi siendo Marta resbalando por el tobogán hasta donde yo la esperaba en el suelo. Pasaba ella ante el piso undécimo y yo me vi siendo Marta en la escuela con sus cuadernos por estrenar y con los que ya estaban llenos de borrones; me vi Marta jugando en el recreo y Marta en la pizarra sufriendo agonía de tiza entre los dedos. Ya por el piso noveno, me vi Marta enamorada de un compañero del instituto algo estrábico, cuya mirada a ella la volvía loca; me vi siendo Marta contándome que lo besó en un pasillo entre dos clases, Marta ruborizada y con los dedos electrizados que me pusieron de punta los vellos de mi antebrazo. Cuando ya iba por el piso quinto, creo, me vi Marta roneando en la discoteca, Marta dejando corazones rotos entre cubatas de hielo derretido, Marta pintándose de nuevo los labios de rosa para seguir besando al tipo rubio de la barra que me sacaba una cuarta. Seguía ella cayendo y yo era Marta, ya por el tercero, viendo que la vida era pura tontería que se iba al garete por mucho que una quisiera atraparla; me vi Marta preparando oposiciones, compitiendo, abandonando. Por el segundo piso, era ya Marta diciéndome que se sentía vieja con veintinueve años y que estaba cansada de este carrusel, que si se paraba un momento le pasaban por delante el coche de bomberos, el caballito marrón, el barco amarillo con timón de madera, y que le aburría estar allí viendo ese desfile interminable. Por el primer piso, me vi Marta que me preguntaba cuánto tardaría el sol de esa tarde en desaparecer por detrás de aquellos edificios tan altos que tenemos enfrente, y yo contestando que lo que todos los días: cuatro minutos desde donde estaba hasta el filo de aquel techo rojo, y Marta preguntando cuánto tardaría ella en caer los catorce pisos y si llegaría al suelo antes que el sol al techo rojo, y yo que eso no podríamos saberlo nunca, y Marta subiéndose a la ventana, poniendo en ella sus pies juntos y abriendo los brazos mirando al frente y, ya digo, un momentito de sonrisa elegante en mi dirección antes de despegar las puntas de los pies del alféizar de la ventana.

 Asociación Canal Literatura

María
Blog de la autora

El horizonte. Por Maria Luisa Mora Alameda

De mi libro Busca y Captura, Premio Adonais 1993

 

 

ME marcharé en abril, pero no en primavera:
cuando los astros fríos se cubran de nubes
y los corazones de las amapolas
cesen de abrir sus pétalos más rojos.

Será en abril y lloverá temprano.
No cesará de llover en todo el día
hasta que, de repente,
alguien que me recuerde con tristeza
lea unos versos míos
sobre la tumba blanca.
Entonces, una muchacha extraña
que nunca conocía cuando existía,
sentirá pena por mí.
Y será un instante.
Pasado ese momento
todos regresaran hasta sus casas;
dirán: qué hermosa fue de joven.

Alguien que me ha querido muchas veces
extenderá su mano sobre el lecho vacío
y se preguntará : qué es lo que hace ahora.
Y será un instante.
Pasado ese momento
descansará profundamente.
Y otro día,
al levantarse de la cama,
alzará sus ojos, como contemplando el horizonte,
pensará: qué hermosa madrugada ( el sol: brillante)
Y llegará la primavera.

 

Maria Luisa Mora Alameda
Blog de la autora

Feliz verano. Por Almudena Grandes

 Almudena Grandes (calicultural.net)

«Hay muchas cosas buenas que salen gratis. Pasear por la mañana temprano, cuando el sol es tierno, tímido como la brisa que coquetea con las hojas de los árboles. Caminar de madrugada por calles tan llenas de gente como en los mediodías del invierno, para asombrarse de la euforia silenciosa de las parejas que se besan en los bancos, o apoyadas en los pilares de las plazas porticadas. Los que viven cerca del mar lo tienen fácil, pero también es una fiesta meter en una tartera la comida prevista para consumir en casa, despacharla sobre una manta, en la hierba de algún parque, y tumbarse después a la sombra. Asistir a los conciertos de las bandas que suelen tocar en quioscos de parques y plazas mayores los domingos por la mañana. Y frecuentar las bibliotecas públicas, mientras duren.

Hay muchas cosas buenas que salen muy baratas. Una botella de vino para beberla despacio, en casa, al atardecer y entre amigos. Un buen libro de bolsillo, que proporciona una emoción que dura más que el vino y cuesta casi lo mismo. Un cine de verano, el lugar ideal para hacer manitas. Una ración de ensaladilla rusa y dos cañas, en la terraza de un bar cualquiera, antes o después del cine de verano. Enamorarse es un milagro todavía más barato, tan caro que, sin embargo, no se puede fabricar.

El verano es el tiempo de la felicidad. Apúrenlo y no piensen en el invierno que nos espera. Porque nuestros abuelos lo tuvieron muchísimo peor que nosotros y si no hubieran vivido, si no hubieran sabido disfrutar de la vida, si no se hubieran enamorado en tiempos atroces, nosotros no estaríamos aquí. Si existe una cosa que sabemos hacer bien los españoles es ser pobres. Lo hemos sido casi siempre, pero eso no nos ha hecho más desgraciados, ni más tristes que los demás. Recuérdenlo y sean felices, porque la felicidad también es una forma de resistir.»

Asociación Canal Literatura

Almudena Grandes

Fuente: Diario El País, 9 de julio de 2012