Pedrito el piruleta. Por Isidro R. Ayestarán

A Pedrito le llamaban “el piruleta” desde los tiempos del colegio. Siempre estaba dispuesto a ser el primero en caer de rodillas a cambio de unas monedas para comprarse algo durante los recreos. Y no se le daba nada mal. Claro, que en el terreno de la inexperiencia de entonces, el más listo siempre cabalgaba sobre el tonto de turno. Luego, con el devenir de su vida, a Pedrito le rompieron el culo y el alma en prisión, donde fue a parar tras una carrera de fondo donde competía con otros similares en eso de viajar a la deriva en las autopistas sin asfaltar del mapa de la vida.
Pedrito salió a la calle con cuarenta años. Y el espejo ya no le devolvía ninguna imagen suya. Ni tan siquiera algo desvirtuada. Le dio la espalda como todos aquellos a los que conoció a lo largo de su corta vida. Escasa, sí, pero intensa en decepciones, mala fortuna y bofetadas constantes. La primera se la llevó por amanerado. La última, por morder cuando un cliente andaba despistado. Y entre ambas, las de siempre de su padre, sus hermanos, sus enemigos y sus compañeros de celda.
A Pedrito “el piruleta” siempre le llamaron usando el diminutivo, por eso de la semejanza con su propia persona y el papel que desempeñaba desde que salía el sol hasta que la luna le mandaba a hacer puñetas. Siempre se le podía ver en las escaleras de la iglesia San Francisco, aprovechando los días de mercado en la Esperanza para vender pañuelos de papel que robaba previamente en el supermercado de la esquina. Más tarde, al anochecer, era ornato clásico en la horizontal de Sotoliva, donde los coches pasaban de turno ante la hilera de chaperos desvencijados incapaces de satisfacerse siquiera a sí mismos.
Un día, Pedrito “el piruleta” oyó hablar de las noches de sexo furtivo en Piquio, entre palmeras, luces verdes y el mar como banda sonora a los suspiros con que la brisa y la marea deleitaban a los invitados nocturnos. Y para allá que cambió su itinerario laboral. Pero le duró poco, porque a los que son como “el piruleta”, el infortunio les persigue con guadaña y malos augurios de futuro.
Una noche, Pedrito “el piruleta” durmió la vida sobre las rocas de un acantilado, tras un palizón propinado por tres “anónimos” de los que se identifican cuando piden colaboración ciudadana. Y es que siempre se rumoreó que el pobre desgraciado, en uno de sus constantes intentos por zafarse de la mala suerte, se hizo amante y confidente del otro lado de la ley. Aquel donde se sigue ninguneando a los que, como Pedrito “el piruleta”, son deshechos de la sociedad caciquista que impera aún entre nosotros por mucho que las encuestas hablan de modernidad y tolerancia.
Nadie se hizo eco de aquello, y ni tan siquiera pudo descansar para siempre como mandan los cánones porque nadie reclamó el cadáver. Sólo alguien que le conocía escribió unas breves líneas que el periódico local se negó a publicar en la sección de necrológicas.
Al cabo del tiempo, una persona anónima trajo al recuerdo la imagen de Pedrito “el piruleta”. Un joven lloroso, de espaldas a la vida y al objetivo de una cámara fotográfica, se encontraba en el estanque del Retiro. Aturdido y confundido por lo desvirtuado de su presente, se dejó inmortalizar en sepia para evocar a alguien que fue tan desgraciado como él.
Y al igual que Pedrito “el piruleta”, cuando los pensamientos dejaron de hacer juego con sus interrogantes sobre la vida, se levantó lentamente para reanudar su rumbo hacia ninguna parte.
“Adiós, Pedrito”, le dije.
Pero no me oyó. Los aviones militares que poblaban el cielo madrileño aquel doce de octubre ensordecieron aquel momento de evocación, aquel necesario paréntesis en el que un cruce de miradas trajo una sonrisa cómplice para constatar, por suerte, que hasta los desgraciados tienen su bocanada de aliento compañero aunque sea en la distancia


© Isidro R. Ayestarán, 2007
www.isidrorayestaran.blogspot.com – NOCTURNOS

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Un comentario

  1. que hermosa historia
    siempre los nadies los ninguneados
    los verdaderos protagonistas de la historia y el arte
    la sensibilidad en este «mundo moderno de tolerancia» nos hace a todos los sensibles un poco nadies
    por eso brindo
    los nadies
    nosotros

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