MISTERIO GALÉNICO. Por Rafael Borrás Aviñó

En cuanto hubo aliviado el urgente requerimiento de la próstata, don Atilano Rocamora se aprestó a comenzar la jornada del lunes. Puntual, como cada mañana: a las nueve y quince minutos. Escogió una llave enganchada en la leontina que colgaba de unos tirantes combados por la barriga obispal. Con ella le dio cuatro vueltas al cerrojo de la puerta.

Cuando encendió la luz, el desconcierto le puso los ojos como huevos de paloma.

—Pero…, pero… ¿Qué es esto…? ¡Por todos los demonios del infierno!

En la pared, su bisabuelo, el primer Atilano Rocamora, le miraba serenamente desde un óleo en el que, con bata blanca, monóculo y pajarita, apoyaba la mano en su reconocida obra «Influencia del botánico malagueño Ibn al-Baytar en el desarrollo de la Galénica moderna. Formulario y principios activos». Sin embargo, el motivo del asombro de su biznieto no era que el cuadro estuviera algo escorado en la pared, sino el paisaje de desorden que se extendía por suelo y bancadas. Matraces, pipetas y embudos desparramados aquí y allá. En la pila, erlenmeyers con restos de líquidos coloreados. Las puertas de la nevera y la estufa entreabiertas; polvos, papel de filtro, legajos de recetarios dispersos hoja a hoja, liberados de balduques. Unos intrusos se habían atrevido a violar el laboratorio de formulación magistral de la farmacia con más solera de la ciudad.

Con el sobresalto a don Atilano se le escurrió la botella de brandy que llevaba en una bolsa, y el licor se extendió rápidamente por toda la rebotica como una alfombra etílica que perfumó la atmósfera en segundos.

— ¿Líquidos de colores? ¿Qué clase de líquidos? —El comisario Eugenio Pernales le interrogaba de pie, las manos en los bolsillos.

—En los recipientes, en la pila, Eugenio, pegajosos… Los olí: zumos de naranja, de plátano…, y apestaban a alcohol. Han arrasado la nevera, se han comido la fruta, bebido los licores…, —don Atilano elevaba el tono de voz, al borde del gimoteo— han arrasado los estantes, han…, han…, —titubeaba— vertido el agua destilada, los disolventes… ¡Sinvergüenzas! ¡Vándalos! ¡Cafres!—Enfebrecido, prorrumpió en una letanía de maldiciones, alguna fuera de lugar en un farmacéutico de su reconocida compostura.

—Tranquilízate, Ati. Y dices que tú…, ¿tomas licores allí? —relajado, el veterano policía contuvo un gesto de incredulidad socarrona por debajo del mostacho.

—Con moderación, sí… Las guardias son muy largas. Un culín de coñac o de orujo con el café, alguna dosis de jerez como bajativo de la cena, el anís con agua para los gases… Los guardo en un armario.

—Ya, ya. Entiendo. —Continuó—: Y, otra cosa, ¿qué hay de tu personal? ¿Confías en ellos? Porque, según cuentas, ni rastro de violencia en los accesos, no te falta nada —ahora paseaba por el despacho dándole vueltas entre los dedos a un bolígrafo con propaganda de una empresa de pompas fúnebres—. Sorprendente, ¿no te parece?

—Bueno, faltar, faltar…, me falta fruta de la nevera. Y licores. Han roto algún albarelo.

—Me parece, Ati, que no estás al día, que pasas demasiado tiempo encerrado entre tus potingues. Escucha las noticias y entérate de las calamidades que suceden por el mundo.

— ¿Entonces? ¿Qué hacemos, Eugenio?

—Mira, tengo la comisaría hasta el techo con asuntos de fuste: asesinatos, drogas, tráficos ilegales, reyertas entre auténticos salvajes. Entenderás que, por muy amigos que seamos, no puedo mandar a mis muchachos para que investiguen un revoltijo en el interior de una farmacia, cuando no ha habido ni sangre, ni grandes daños, y ni siquiera se han llevado algo de cierto valor. Y, ¿sabes lo que pienso?

—Dímelo, por favor. Lo que sea.

—Pues que alguien que conoce tus horarios se ha corrido una juerguecilla a tu costa. Se ha bebido tu coñac, y, de paso, ha aprovechado el alcohol del laboratorio para fabricarse combinados de fruta y agarrar una buena curda. La borrachera obnubila el entendimiento, como sabes; lo de tirar cacharros y ensuciar el escenario forma parte del sarao. Hazme caso, empieza por revisar a tu gente y luego hablamos.

Don Atilano salió de la comisaría hondamente acongojado. Circunspecto en sus cavilaciones. Eugenio tenía razón; debía investigar primero dentro de casa. Nada más regresar a la farmacia sentó enfrente a Bernardo, su mancebo de confianza. Le miró a los ojos para intentar descubrir la insidia de una mentira.

—Yo le juro a usted, don Atilano…

—No hace falta que me jures —le interrumpió, severo—; cuéntame la verdad y seré comprensivo. Sólo tú sabes donde está escondida la única copia de la llave del laboratorio.

No había ninguna mentira que descubrir. Bernardo aportó una coartada redonda. Que había pasado el fin de semana en el pueblo con la familia, que esta mañana salió de su domicilio a las ocho cuarenta para abrir la botica a las nueve en punto, que don Atilano no tenía más que telefonear a casa de Bernardo y que su mujer se lo confirmaría todo.

Trabajaban también en la farmacia dos mancebos muy jóvenes, con mayor disposición, supuso el boticario, para convertirse en hipotéticos gamberros. Los interrogatorios tuvieron en esencia el mismo resultado. Nulo. «Ante todo prudencia, Ati», le había advertido el comisario, «no acuses a un empleado sin pruebas sólidas. Los sindicatos se te echarían encima. Denuncias, el juzgado, te verías metido en un buen follón…». Don Atilano tuvo que zamparse ración doble de ansiolíticos; no estaba habituado a semejantes contingencias.

La placidez de los objetos en el entorno de su laboratorio, ya reordenado con pulcritud, le devolvió en parte el sosiego; los quehaceres cotidianos interpusieron en su mente una sólida barrera al recuerdo de pasadas perturbaciones. No le dio más vueltas al asunto, incluso por encima de la idea, que llegó a rumiar durante sus horas de insomnio, de que aquel lance insólito acaso pudiera tener un origen inescrutable, ajeno a lo natural, como un prodigio. Pese a ello, era evidente que el suceso había inaugurado una nueva etapa en su flemático subconsciente, una en la que las píldoras trataban de compensar más mal que bien recelos y miedos.

A partir de entonces extremó sus cautelas. Puso un cerrojo nuevo y metió la copia de la llave dentro de una caja vacía de aspirinas, en el altillo furtivo y casi inaccesible de un archivador. No le dijo nada de esto a Bernardo. Vigilaba todo y a todos. Le dio por levantarse más temprano y adelantar su llegada a la farmacia, antes de que lo hicieran sus empleados y se abriera al público. Aprovechaba ese rato para estudiar nuevas fórmulas con sustancias de nombres enrevesados.

Como había marcado el nivel del líquido en las botellas, al poco pudo comprobar con sumo disgusto que seguía disminuyendo debido a bocas extrañas. También echó a faltar alguna pieza de fruta, y volaba el alcohol de las garrafas. No había duda: continuaban montándose a sus espaldas discretas francachelas nocturnas. Así que un buen día hizo instalar una caja fuerte en un rincón de la rebotica y en ella guardó, bajo un sistema de apertura sofisticado, los licores y el alcohol a granel; se le había acabado el chollo a quienquiera que se atrevía a robarle delante de sus narices.

Para su sorpresa, al entrar la mañana siguiente en la farmacia aún desierta, se topó con los rateros metidos en faena.

Antes de llegar al mostrador descubrió el fulgor amarillento proyectándose desde el quicio de la puerta del laboratorio. Hizo acopio de arrojo y, dispuesto a acabar de una vez por todas con el problema, alargó la mano para armarse con la barra de hierro ganchuda con la que elevaban la persiana. Avanzó, despacio. Al aproximarse, pudo escuchar el sonido de unas leves pisadas en el interior. Un segundo antes de meter la llave en la cerradura, se hizo la oscuridad total por entre las rendijas. El temblequeo incontrolable que le recorría de los tirantes para abajo hacía ondear la pernera del pantalón. Le costó acertar con la llave, luego una suave presión a la hoja de la puerta, la suficiente para asomar la cabeza mientras mantenía prieto en el puño cerrado el gancho de la persiana. Cuando su cuello estirado llegó a la altura del umbral, alguien le sujetó firme por las solapas y, antes de permitirle reaccionar, le arreó una bofetada brutal que le hizo tambalearse, y que le hubiera hecho caer de espaldas de no haber conseguido apoyarse en una estantería.

Al penetrar en el laboratorio, aturdido pero rabioso, lo encontró todo en orden, como lo había dejado la tarde anterior. Sus ojos quedaron paralizados en el cuadro del bisabuelo, el único objeto que llamaba la atención: torcido y columpiándose levemente. Observó algo raro. Hubiera jurado por todos los muertos de la familia que el pintor lo había retratado apoyando en su famosa obra científica la mano derecha. Ahora, en cambio, el conspicuo boticario le miraba con la mano izquierda sobre el lomo del libro, mientras que la derecha, abierta por completo, reposaba sobre el faldón de la bata, como descansando. También era palmario que la sempiterna bondad de su mirada había virado hacia una dureza gélida que se añadía al gesto reprobatorio, al ceño fruncido, al enfado en la curvatura de los labios.

A don Atilano le quedó por un largo tiempo, y pese a las pomadas, la huella carmesí de una mano con cinco dedos largos marcada en la mejilla; mejilla que desde entonces le escuece, sin una razón orgánica, cada vez que se fija en el retrato del bisabuelo Rocamora.


Rafael Borrás Aviñó
Colaborador de Canal Literatura en la sección « Desde mi sillín»

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8 comentarios

  1. Hola,
    he estado leyendo «canal-literatura.com» y me ha encantado, enhorabuena!
    Me gustaría poderme poner en contacto con vosotros.
    Os agradecería si me pudierais escribir un e-mail para facilitarme una dirección de correo electrónico.
    Muchas gracias de antemano y un saludo,
    Cecilia

  2. Rafael Borrás Aviñó

    Cecilia,
    yo soy un simple colaborador de Canal Literatura.
    En la parte inferior de la página principal de la web consta el correo electrónico del webmaster.
    Bienvenida.

    Rafael

  3. Me parece una excelente lectura. Una delicia para el lector. Un relato con tu agradable prosa que se detiene en detalles entrañables, ese jerez o el anís con agua, los tirantes… y luego ironía del temor a los sindicatos y otros mil detalles. Sobretodo la mirada reprobatoria del bisabuelo. Y un excelente argumento.
    Lo dicho, para perderse una y otra vez en su lectura.
    Me gusta mucho.

  4. Es que mi compi Rafael sabe muy bien como ‘engancharnos’ con su narrativa 😉 Gracias, he pasado un rato estupendo; creo que me tomaré otro cafelito y releeré…

    Besotes.

  5. ¡Vaya!, termino de leer el relato, durante unos momentos intento ordenar en mi mente las palabras del que será mi comentario, ¡y al leer el comentario de 81 descubro que se me ha adelantado en todo!, ¡mecachis! ;-D
    Se me ha vuelto a hacer corto…

  6. Pero qué bien escribes, Rafael. Este cuento tiene un clima muy misterioso. Nos hace vivir en el tiempo actual, pero también retroceder a otras épocas. El enigma rodea a esta historia.

    Me ha encantado y enganchado, como siempre.

    Un abrazo
    Ana

  7. José Luis González

    Caramba con el bisabuelo. Así que en las farmacias se guardan licores para entretener el tiempo. O ahora ya son más serias. Como todos tus relatos, fácil de leer, quizá demasiado. Ya sabes que en esto es bueno hacer que el lector ponga algo de su parte, que piense, vamos. Por cierto, menos mal que era yo el que usaba “palabrejas” y términos científicos. Pues ya me dirás qué quieren decir por ejemplo “erlenmeyer” o “albarelo”, porque no los he podido encontrar en el diccionario on line que utilizo en Internet. Habrá que rebuscar en otro de más categoría. Además de “balduque”, “matraz”, “leontina” o el “bajativo” ese que es fácil deducir en el contexto, pero que si te lo endiñan por libre, puede ser cualquier cosa.

    En fin Rafa, un relato para después de la siesta, en ese tiempo entre una y otra bacanal con sabor a verano. O quizá mejor, para combatir los imprevisibles sobresaltos que sólo buscan disminuir la nómina de jubilados.

    Un abrazo
    José Luis

  8. Rafael Borrás Aviñó

    A las puertas de la siguiente colaboración, gracias a los que me han regalado su tiempo para leer este relato. Mi mejor sonrisa para 81, Mar, Lola, Ana y José Luis, que se han manifestado. También a los lectores ocultos, los que leen pero no comentan; igualmente agradecido a ellos por fijarse en mis voluntariosos párrafos (ay, estos anónimos cómplices de quienes escribimos; yo a un lector desconocido lo considero como un enigma, y los enigmas son uno de los pilares de la volandera fantasía literaria).
    José Luis, palabra que se busca en el diccionario, palabra que no se olvida. Reconozco que con este cuento me estiré con el vocabulario, pero porque jugaba en casa. Otro abrazo.

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