Reverbero en este pálido moverme de pies juntillas
que forma las cruces de las sonrisas,
la mutación de los quebrantos,
el aliciente de los desquicios.
La llama coronada de mis anhelos
revierte la lenta proliferación de los abrazos,
o ese incesante batir de manos que me envuelve.
El sudor de las exhalaciones
intrépidamente enlaza la conciencia
–falso entramado de siempre falsas palabras–,
y extiende un fétido aliento de manos cansadas
la voluntad que ya no pretende alcanzar nada.
Un salto y luego otro,
el temblor de los ahogos ante malos pasos,
las voces que cuestionan, hielan y fragmentan;
cadenas que se llaman músculos y huesos,
mientras los estertores de libertad son olvidados
al entrar en el aire carrasposo de lo único posible.
El mutable vericueto de las horas en silencio
se ha hecho el camino de las voces que comandan,
de las manos que se baten como tras un golpe,
de los pies que nunca se desgastan contra el suelo.
Mi garganta corroída de tanto andar,
las alas desplumadas se repliegan
desde el día en que me hicieron tropezar,
abandonar el todo desatado,
para empezar a ser estos pies que andan
y estas piernas que ya no hablan.