Sobre la cima del acantilado
donde los rizos de la niebla pesan
como mantos de olvido que no cesan
de investir el paisaje desolado,
se alza el hogar del hombre enamorado:
un castillo de aspecto ensombrecido
que guarda bajo llave los latidos
y el dolor de un corazón atormentado.
Que es dueño de riquezas, lo ha olvidado.
Pues el amor conoce las razones
para hacer caso omiso de blasones
e igualar a los mortales a su lado.
Se hace noche en el sórdido poblado.
Un concierto de búhos lo tortura.
Bebe su copa de ron con Angostura
de la torre en la penumbra cobijado.
Del robledal que despabila su boato
sale en fuga una estela luminosa
que ábrese paso en la breña tenebrosa
trepando desde el pie del escarpado.
Convertida en un hálito encantado
que arrastra entre sus hebras un suspiro.
En el silencio del crepúsculo emitido,
de un hada entre los labios escapado.
Ella espía con ojos fascinados
creyendo que él es una estrella.
Sabiéndose tan sólo una plebeya,
acalla su clamor desesperado.
Ni nobles ni vasallos se han salvado,
ni hadas ni humanos son inmunes.
Ni en lo alto ni en lo bajo sale impune
el amante, pues no hay privilegiados.