VIII Certamen de Narrativa Breve 2011

149- Ciento cinco. Por Vyridia

Ciento cinco eran exactamente las ovejas que le daba tiempo a contar antes de que la morfina hiciera su efecto.

K.O.

Era perfecta hasta en esa cama fría y solitaria de hospital. Su pelo negro y liso se deslizaba como lluvia sobre sus pequeños hombros y cada centímetro de su cuerpo mantenía el brillo intenso que había robado al Sol este verano.  Pero su cara era sin duda lo más bonito, aún con las marcadas ojeras que brotaban debajo de sus tristes ojos, su boca, ahora prácticamente sin color, recorría su rostro como lo haría un pincel sobre un lienzo a manos de su artista, suave y delicadamente. Nadie podría no estar de acuerdo, sus facciones no eran sino pura poesía, versos cortos escritos con fuerza y valentía, que en conjunto nos ofrecían carácter, orgullo y, a su vez, dulzura.

Yacía dormida sobre la cama, una cama que no le pertenecía más allá del tiempo que continuara con vida, una cama que no le ofrecía más que desesperanza y destrucción, una cama  convertida en su cárcel, acompañada de unas esposas en forma de vía de hospital, que gota a gota contaban los segundos de su condena.

Toc, toc.

– Muchas felicidades Isabel, aquí tienes el desayuno, ¡con trozo de tarta y todo!- La ilusión de la enfermera ponía en relieve las pocas ganas de celebraciones que tenía Isabel.

¿Por qué narices llamarán siempre a la puerta si no esperan a que contestes? Era una de las miles de cosas que no aguantaba de estar en el hospital.

Abrió la bandeja del desayuno y comenzó a llorar, y a una lágrima le seguía otra sin motivo aparente, pero  no podía parar. Miraba la triste tarta de hospital, pensando en la de trozos que sólo hoy habrán repartido entre la dolorosa cantidad de enfermos de esa cárcel y se le erizaba la piel.

Unas fuertes pisadas en el pasillo distrajeron su atención, y pocos segundos más tarde la puerta se abrió dejando pasar a toda la tropa que venía cargada de todo cuanto a ella le hacía falta para disfrutar del que quizás fuera el último cumpleaños de su vida.

-Mamáaaaaaaaaaa- Guillermo recorrió la distancia que separaba la puerta de la cama en un abrir y cerrar de ojos. Mientras, Isabel apartaba disimuladamente la cabeza para secarse las lágrimas. Saltó encima de ella y todo el desayuno quedó repartido por la habitación de manera irregular, la tarta quedó encajada en uno de los bordes del sofá que se presta para el acompañante, la leche se vertió entera (ni una gota quedó dentro del vaso) encima de las aburridas sábanas de hospital y el zumo fue a parar al vestido de los domingos de Sofía, que no hacía más que reír a carcajadas.

En otras circunstancias la bronca habría sido enorme, el castigo espectacular y los llantos desconsolados. Pero ahora cualquier cosa que motivara las risas de los niños era algo que guardar, algo que observar y retener en la memoria hasta que ésta, como todo, dejara de funcionar.

Los regalos cubrieron la cama en el mismo tiempo en el que el desayuno fue recogido. Todos estaban allí, era como una bonita estampa, un álbum de recuerdos, toda su vida. Estaban sus padres, acompañados de las tardes de paseos por Madrid, de las excusas baratas ante los deseos cambiantes de Isabel: el teatro, el ballet, la escritura, el patinaje; de las enormes bolsas de chucherías cada vez que se torcía algo, de las bobas discusiones por esto y por lo otro, estaban acompañados de su casa, de su habitación y de sus años más lejanos.

También había venido Javier, toda una sorpresa, cargado de tantos buenos y malos recuerdos. Del día que se perdieron en el campo haciendo caso a la buena orientación de su acompañante, de la primera noche sin dormir, de los biberones y también de las fiestas, del mar y de la montaña, de los besos y los tortazos. Venía repleto de primeras veces.

Su amiga María, que se mantenía a una distancia prudencial, como quien piensa que no pinta nada en una reunión familiar. Si ella supiera todo lo que pintaba allí, pintaba confesiones en lo alto de un tejado, botellas de Brugal a pares, apuestas idiotas en mitad de la noche, taxis desenfrenados, viajes al fin del mundo, noches surrealistas y otras demasiado realistas. Pero pintaba desde luego todos los claroscuros del cuadro.

Y Carlos, con el que hacía tiempo que no hablaba, ¿qué hacía allí?, y empezó a comprender también su presencia. Él representaba todo su deseo, sus llamadas en mitad de la noche, sus locuras de mediodía, sus escenas indecentes en la vía pública, lo irracional de las traiciones a sus principios, lo más  hondo de su disonancia cognitiva, sus vísceras como ser humano, su cuerpo. Sí, era todo lo humano de Isabel lo que él representaba.

Los regalos fueron fantásticos, aunque no muy prácticos, pero a esas alturas ya daba lo mismo. Lo mejor de la tarde fue la esperanza que de todos ellos pudo ir absorbiendo Isabel, de su día a día y de todas las anécdotas interesantes que se originaban fuera de esas cuatro paredes.

Uno a uno se fueron marchando al final del día. Los niños, sin embargo, se habían quedado dormidos uno a cada lado de su madre, que los abrazaba como si quisiera fusionarlos con su propio cuerpo.

-Déjamelos un rato- suplicaba Isabel a su ex marido. ¿Quién se lo iba a decir? Ella pidiendo algo en su vida, y además pidiéndolo desde el corazón, sin orgullo, sin vergüenza. Porque daba absolutamente igual el parecer algo, el dejar de ser fuerte. Por una vez en su vida lo único que importaba es lo que quería, y no le quedaba nada que perder.

– Un rato, que nos han dicho que debes descansar-

-Venga hombre Javier… No iba a cambiar nada el que yo descanse ahora, tú lo sabes. Ya descansaré cuando llegue el momento-

-Joder Isa, no. Claro que no lo sé, y tú tampoco.-

Isabel se quedó en silencio observando cómo sus blancas manos se enredaban en el cabello de su hija, mientras pensaba cómo había llegado hasta ahí. Había pasado toda su vida leyendo que fumar acorta la vida, y por eso no fumó, que las drogas mataban neuronas, y por eso nunca consumió, que comer bien era comer sano, y así lo hizo siempre, que el deporte era salud, bueno, es cierto, nunca practicó en exceso ningún deporte en particular.

Pero quizás no es eso lo que le ha llevado allí, sino ellos. Todos ellos… Toda su vida.

Estaba allí por el susto de muerte que le dio su padre cuando apareció en casa con un peluche enorme de unos dibujos feísimos que había ganado en un concurso.

Estaba allí por la de veces que había tenido que comerse las judías con la nariz tapada y aguantando las arcadas a expensas de ganarse un tortazo.

Estaba allí por el partido de baloncesto en 1º de EGB, aquel en el que se rompió esos dos dientes que ahora palpa con la lengua.

Estaba allí por su primer suspenso a manos de la profesora suplente que no había llegado a entender que ella nunca, NUNCA suspendía.

Estaba allí por su primer beso, y los nervios que viajaban con ella durante todo el trayecto hacia él.

Estaba allí por el examen de conducir, el de entrada a la universidad, el de la oposición, el del cabrón de sociología…

Estaba allí por el día en el que se casó y aún más por el día en que se divorció.

Estaba allí por sus dos partos.

Estaba allí por el día en que Sofía hizo de su pared una bonita galería de arte abstracto a la nueva técnica de rotulador.

Estaba allí por todas y cada una de las veces que les había puesto la mano encima.

Estaba allí por la primera vez que consiguió un trabajo.

Estaba allí por todos y cada uno de sus secretos inconfesables, para los que había tenido que gastar una gran cantidad de energía por no revelarlos.

Estaba allí por sus deseos, por su constante lucha con la moral.

Estaba allí por sus alegrías y por sus penas, por sus éxitos y por sus fracasos, por los días soleados y los lluviosos, por el té y la cafeína, por la montaña y por la playa…. Estaba allí por haber vivido.

Ciento uno… Ciento dos… Ciento tres… Ciento cuatro…

Ciento cinco. Y la memoria, como todo, dejó de funcionar.

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