VIII Certamen de Narrativa Breve 2011

94-Estación de destino. Por Serabat

El tren apareció de repente, como parido por el oscuro vientre del túnel, y con precisión inaudita le ofreció, tentadora, una de sus puertas rebosantes de luz.

A aquella hora  los vagones ofrecían aún  la imagen desolada de las altas horas de la madrugada, pero algo en el ambiente ya anunciaba las oleadas de humanidad somnolienta que desde los confines de la periferia de la gran urbe se aproximaban en ese momento y que, siguiendo la rutina cotidiana, se hacinarían en breve en el espacio reducido que ahora se ofrecía a su vista. Una fuerte impresión de irrealidad le asaltó de repente, cuando el resoplido neumático de las puertas al abrirse le permitió adentrarse en el vagón. Justo antes de elegir uno de los asientos –asépticos, funcionales– que se ofrecían a su antojo, una ojeada precavida le anunció la presencia de un par de pasajeros que dormitaban al fondo del recinto. Eligió uno de los sitios próximos a la portezuela que comunicaba con el vagón anterior, a su derecha. Desde él podía contemplar a placer los pasajeros que se irían incorporando al tren en las sucesivas estaciones. Siempre que podía elegía uno de esos asientos.

Era el final de una noche singular y a la vez el comienzo de lo que se prometía un día más en la rutina laboral. Desde que, hacía ya un par de años, decidió separase de su mujer su vida había dado un giro importante, pero no radical.  Había dejado atrás 12 años de matrimonio más llenos de rutina que de desencuentros, y dos hijos –la parejita– que inevitablemente  se encontraban bajo la custodia de ella, viviendo en la casa familiar. La decisión no le había resultado fácil. El salto desde la comodidad de lo ya trillado a un mundo lleno de incertidumbres, en el que temía no encajar en absoluto pero que le fascinaba, le imponía. Ni siquiera, y a pesar de las sospechas de todos sus compañeros de trabajo, contaba con una nueva pareja que le hubiera hecho infinitamente más llevadera la transición. No, simplemente había llegado a ese punto crítico, entorno a la cuarentena, en la que empezaba a sentir que ya nada iba a ser lo que de joven había soñado. Simplemente había descubierto con hastío que lo que se le ofrecía en el futuro era una monotonía predecible –y por tanto tremendamente aburrida– hacia una vejez incierta pero, en cualquier caso, vacía…

La secuencia de estaciones, que se conocía al dedillo desde pequeño, iba desfilando ante él, con monótona regularidad. Lentamente los vagones se iban llenando de personajes variopintos, pero aún se podían acomodar en los asientos disponibles. Desde su posición privilegiada también controlaba lo que sucedía en el vagón contiguo. Faltaba una estación para la que había sido durante años su vínculo con el mundo cotidiano.

Aún recordaba la aséptica reacción de su esposa cuando le comunicó su decisión. “Tus hijos nunca han tenido un padre como es debido y cuando te vayas seguirán esperándolo”, le había espetado sin ninguna muestra de pesar. Sin embargo, debía reconocer que ella le había allanado el camino. Esto le producía una mezcla de sentimientos contradictorios que todavía no conseguía digerir. La promesa de que cuando su padre  se mudase tendrían algunas de aquellas cosas que siempre les había negado – sobre todo el perrito– había obrado sus efectos…

Ahora el tren se detenía en su estación antigua. Era aproximadamente la hora en que acostumbraba él mismo a esperar en el andén cada mañana. Ya se había  dado cuenta de que en su nueva vida dedicaba una hora más al desplazamiento cotidiano. Alguien le había dicho una vez que el precio de los pisos, aun los alquilados, seguía una dependencia aproximadamente  inversa respecto a la distancia al centro –al doble de distancia el precio disminuía a la mitad –lo que  confería a la especulación inmobiliaria un carácter casi de ley natural (la gravedad, como otras muchas fuerzas, dependía del cuadrado de la distancia porque se propagaba en la tres dimensiones, le había aclarado su mentor, versado en ciencias, para su perplejidad). Ahora que el centro se encontraba casi deshabitado, pensaba él no sin bastante ingenuidad, quizás esa ley cambiase. En cualquier caso sus nuevas condiciones económicas, sensiblemente mermadas por la pensión de manutención que le había impuesto el juez, sólo le habían permitido el pisucho que ahora habitaba. Eso sí, lo había encontrado en la misma línea de metro que le llevaba directo al trabajo –en esto no funcionaban las leyes naturales al parecer. Comprobó una vez más la presencia de los personajes habituales que ahora se introducían, con cara somnolienta y de forma casi mecánica, en el tren. Allí estaba ese señor de gabardina verdosa, cartera abultada  y alopecia galopante, la chica (¿se pintaba más ahora?) de expresión aturdida y ojos saltones, el joven de traje azul claro y corte de pelo impecable, y unos cuantos seres más que, en el caso de percibir su presencia, no se habrían extrañado de verle también a él allí ¿Seguían todos ellos la pauta de vida rutinaria que tanto había llegado a odiar con el paso de los años? También, una vez más, notó que los inmigrantes abundaban últimamente en esa parada, algo que muchos de sus conocidos consideraban francamente alarmante.

Al principio no había reparado en ello, pero a través de la ventanilla que comunicaba con el vagón de al lado y que, como el suyo se encontraba ya bastante repleto, reconoció de inmediato el abrigo. Era idéntico al que había usado durante algunos años, al final de su matrimonio, de forma cotidiana. Sólo podía ver, desde su posición privilegiada, la parte trasera del mismo, con sus costuras resaltadas y el cuello peculiar. Su mujer le había advertido varias veces de lo anticuado de su aspecto, pero él se sentía especialmente cómodo y abrigado y no le importaban las modas. A juzgar por  la posición, su portador debía tener más o menos su misma altura. Ahora el personaje se desplazaba hacia el medio del vagón, dejando así visible algo más de su indumentaria. Dudó un momento. Si se levantaba para espiar mejor a su vecino perdería el asiento, y aún faltaban unas cuantas estaciones para la suya. Por otra parte se encontraba tan cansado…

La noche anterior no había sido desde luego aburrida. Las horas de tertulia, alcohol y tabaco –había retomado el vicio como un ritual más de su retorno a la libertad– pasaban ahora factura. Sin embargo la había conocido, a ella. ¿Cómo era posible que la vida le ofreciese de nuevo una posibilidad aparentemente tan tentadora? ¿Dónde se había escondido la gente interesante  de edad parecida a la suya –la llevaba tan sólo siete años– durante la eternidad de su destierro familiar? Tras haber comprobado con cierta mezcla de terror y vergüenza lo lejos que se encontraba de las generaciones posteriores y lo absurdo de su incipiente vampirismo – un par de experiencias tórridas con estudiantes de Universidad que habían acentuado definitivamente la muralla generacional– había reducido su campo de acción de manera notable. Ahora dudaba en suscribir aquella idea que tanto había defendido ante sus conocidos en las tardes de copeo según la cual nos hacemos más intolerantes a los excesos nocturnos  por falta de práctica, no por envejecimiento.

Se frotó los ojos y bostezó llevándose la mano a la boca. Para dar más naturalidad a su acto, ofreció por señas su asiento a una señora regordeta  que a poca distancia  de él, aguantaba estoicamente los empujones involuntarios que en las curvas le propiciaban otros viajeros. Para su sorpresa – llevaba ya mucho tiempo sin practicar esa fórmula de cortesía que le habían enseñado de pequeño –la señora le miró con manifiesta perplejidad e incluso no disimuló la desviación de su mirada en búsqueda de algún otro destinatario de la oferta. Al final accedió, musitó alguna fórmula de agradecimiento ininteligible y se sentó. No sin resistencia y practicando cierto contorsionismo, pudo por fin situarse en la portezuela que miraba al vagón contiguo. Definitivamente era el mismo abrigo. Acababa de reconocer un pequeño remiendo, solo evidente para sus ojos expertos, en la manga izquierda. Notó que su corazón se aceleraba. ¿Qué hacía nadie llevando su viejo abrigo? ¿Lo había dado su mujer como ropa ya usada a alguno de los servicios de recogida? Ahora también podía ver los pantalones y los zapatos… ¿Cómo era posible, también se había desecho de ellos o simplemente era coincidencia que también fuera idénticos a unos que tenía por entonces? Estiró el cuello en un intento desesperado de identificar al portador de tamaña herencia. El brazo levantado hacia la barra de sujeción le ocultaba el rostro. Sólo pudo comprobar que era moreno, como él.

En ese momento, el tren se detuvo. Era la estación justo anterior a la suya. El nerviosismo, seguramente acentuado por su estado resacoso, le nublaba la mente. ¿Qué tenía que hacer? ¿Salir al andén para abordar el otro vagón y así poder ver de una vez por todas al intruso? ¿Qué le diría?, ¿Que cómo osaba llevar su ropa, esperar en el mismo andén que él, a la misma hora….? De repente tuvo un presentimiento. Le sobrevino como una revelación, como si el mismísimo Moisés se hubiera molestado en abrir de un golpe certero las viscosas aguas de sus hemisferios cerebrales.  Supo que él también se iba a apear en la estación próxima. Paralizado como estaba no intentó ni siquiera preparase para la inminente salida del vagón.  El usurpador bajó el brazo y se desplazó hasta la puerta que le pillaba más a mano. Ahora sí podía ver el perfil de su cara. La cara…

        –        Billetes por favor…

La mano del revisor se tendía hacia él, a la altura de su cara, el pulgar estirado, prensil, listo para recibir la mercancía que reclamaba. Se había sobresaltado, y casi pega un bote en su asiento. Cierta rigidez del cuello  le confirmó su caída involuntaria en brazos de Morfeo. Mientras hurgaba en el bolsillo de su cazadora miró al andén. Era la estación del centro comercial donde a veces iba con la familia a saciar las ansias consumistas, bastantes paradas más allá de la de su trabajo. ¿No habían cambiado el formato de las placas de ese tramo de la línea hacía ya más de un año?

Y allí estaba ella, su ex, con los niños. Había alguien más a su lado, un hombre. La niña, la pequeña, se volvió en ese momento y le miró. Su cara reflejó, con la transparencia de las caras infantiles, un tremendo asombro. Tiró del brazo del hombre, o más bien del de su abrigo obsoleto. Y éste se giró hacia él. Por fin veía su rostro…

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