VIII Certamen de Narrativa Breve 2011

175- El Secreto de Mademoiselle. Por Ambrose Bierce

‘rucke di guck, rucke di guck,
      kein Blut im Schuck:
      der Schuck ist nicht zu klein,
     die rechte Braut die führt er heim.’.[1]

Aschenputtel,  J. & W. Grimm

 

ACTO SEGUNDO.   

Lo único que asomaba en la superficie del parterre era la boca deformada en una horrible mueca. Un rosal empezaba a brotar entre la hilera de dientes ennegrecidos por la putrefacción. La princesa amontonó la tierra revuelta para ocultar aquel macabro alcorque. A continuación recogió la pala y recorrió el dédalo de senderos que configuraban el laberíntico jardín.

—¡Tesoro, Tesoro! —voceaba a la vuelta de cada recodo.

Tesoro acudió por fin a la llamada, sacudiendo agradecido la cola y arrastrándose hacia sus pies en señal de sumisión.

—Ven aquí, perro bonito, ven con mami.

El can la miraba con expresión alegre y satisfecha. Cenicienta descargó un solo golpe con la pala sobre su cabeza y le abrió el cráneo.

—No escarbarás más donde no debes —sentenció—. Después, arrastró el cadáver del animal hacia el lugar donde le daría secreta sepultura. No pudo evitar una sonrisa malvada cuando cayó en la cuenta de que aquel jardín se parecía cada vez menos a un vergel y cada vez más a un cementerio.

ACTO PRIMERO.

A Cenicienta le angustiaba el acoso al que la sometía el viejo verde. Intentando esquivarlo, pasaba las horas fuera de palacio, perdida entre la espesura de los jardines, con la excusa de pasear al perro faldero que tanto apreciaba su marido el príncipe. Esa mañana, y a pesar de su cautela, se topó de bruces con el anciano en un rincón apartado de una escondida arboleda.

— ¿Acaso me rehuís, Alteza?

— ¿Debería tener algún motivo para rehuiros, Monsieur?

— No más que ese perro que no se despega de vuestras faldas.

— Cumplí mi parte del trato. Cuando os conocí erais tan miserable que, si hubierais muerto en ese momento, ni siquiera habríais dispuesto de dos monedas para sellar vuestros párpados. Os saqué de la ruina en la que malvivíais para convertiros en médico de la corte. La salud y la vida de Su Majestad y la del príncipe están ahora en vuestras manos. ¿Aún no estáis satisfecho?

— Tened en cuenta que hasta el perro más fiel mordería a su amo si no está bien alimentado —amenazó con sutileza mientras acariciaba a la mascota de la princesa.

— Sí, pero hasta el perro más voraz terminaría por saciarse tarde o temprano.

— Bueno —sonrió aceptando la alusión—, vos sabéis mejor que nadie que la ambición de un espíritu malévolo no se puede contener en un recipiente pequeño.

— ¿Qué queréis de mí? ¡Decidme, pronto!

            El doctor no ocultó una mirada hacia el escote de la princesa, donde entretuvo un buen rato la vista sin disimular su lascivia.

— Si Su Alteza fuese un poco más complaciente —añadió con sorna—, resultaría menos costoso para éste, su humilde servidor, mantener a salvo nuestro pequeño secreto —el anciano sonreía y se palpaba con suavidad un objeto oculto en el costado de su levita.

            Cenicienta no se percató de éste último gesto porque se encontraba admirando una crátera de cerámica que hacía las veces de macetero. La vasija, decorada con motivos mitológicos, representaba una escena en la que Lilith, la primera mujer de Adán, chantajeaba a Yahvé con revelar su mágico nombre a su desdeñado consorte. A la princesa le pareció muy irónica aquella coincidencia.

— ¿Cuál es vuestra decisión? —inquirió el médico, que empezaba a impacientarse.

— ¿Mi respuesta? No tardaréis en conocerla…

            La princesa levantó la vasija con ambas manos y la estampó sobre la cabeza del chantajista, que cayó herido de muerte a sus pies sin proferir ni un solo gemido. Cenicienta interrogó al cadáver con desprecio:

— ¿Es lo bastante grande este recipiente para vos?

            A esas horas, el jardín solía estar desierto, así que le alivió comprobar que no hubo testigos de su fechoría. Ahora necesitaba encontrar un rincón conveniente donde enterrar al desdichado matasanos. Los jardineros acababan de terminar la plantación de una nueva variedad de rosales en una parcela próxima a un elegante gazebo de haya levantado en la intersección de dos avenidas de álamos temblones. La tierra no volvería a ser labrada en varios años, así que el lugar parecía idóneo para ocultar el cadáver. “Después de todo, me  resultará muy difícil olvidarme de vos”, pensó con cinismo al percatarse de que serviría de abono para las rosas que perfumarían su estancia.

ACTO TERCERO.

Al príncipe le disgustaba esperar cuando requería la atención de alguien, así que Cenicienta se apresuró a cruzar el patio de armas y a punto estuvo de ser arrollada por un pelotón de zapadores que abandonaba el castillo a la carrera, cabalgando en dirección a la aldea.

Cenicienta ascendió rauda la escalinata de la torre del homenaje y no descansó hasta llegar a la estancia más alta, el salón de caza donde el príncipe solía pasar las tardes estudiando documentos que requerían su firma o simplemente meditando.

El príncipe la aguardaba sentado frente a la chimenea en un gran sillón estilo Reina Ana que lo ocultaba a su vista. Cuando sintió la presencia de su amada preguntó, con semblante triste y sin retirar la mirada del fuego:

— ¿Recuerdas, querida, el día que el Rey, mi padre, nos regaló a Tesoro?

Cenicienta se dedicó a inspeccionar los tapices que cubrían las paredes, fingiendo desinterés por la pregunta. Su marido, que no esperaba ninguna respuesta, continuó:

— Debes recordarlo puesto que fuiste tú misma quién lo bautizó. Nada más dejarlo en el suelo, el pobre corrió hasta la mesa para recoger con las fauces mi espada, que yo mismo había arrojado en ese lugar. Aunque desconocía a su dueño, se dirigió hacia mí y la depositó a mis pies. Mi padre comentó admirado: “Trata siempre bien a este animal, pues quien reconoce de modo tan natural lo que más conviene al cuidado de su dueño, algún día le prevendrá contra las asechanzas de sus enemigos e incluso le salvará la vida”.

—Estúpidas ocurrencias de un viejo chocho —apuntilló Cenicienta, que sentía un particular desprecio hacia su suegro.

El príncipe seguía sentado junto al hogar, sin dirigir la mirada a su interlocutora. Entonces introdujo su mano en un bolsillo de su batín y extrajo un papel plegado que desdobló con mucha ceremonia.

— Esta mañana, cuando apenas había tocado mi desayuno, Tesoro me trajo entre los dientes esta nota manuscrita. Su contenido es tan inquietante que te hice llamar para solicitar tu opinión al respecto. Permite que te la lea. Es muy breve pero bastante reveladora.

El príncipe se incorporó y comenzó a recorrer el salón mientras leía en voz alta la misiva.

“Yo, Maurice Jambenoir, hijo de René y Eduardine, natural de la Aldea de A…, donde vi la luz por primera vez el tercer año del reinado de La Más Graciosa de Sus Majestades, a quien Dios guarde por muchos años, disfrutando en la fecha de la rúbrica del nombramiento de Médico de la Cesárea Majestad del Sr. Emperador, pongo por escrito de mi puño y letra, para mayor defensa de mis intereses y de mi propia seguridad y la de mi familia, lo siguiente:

Que siendo todavía un modesto médico rural en la aldea de mi nacimiento, se presentó en mi morada la noche del 23 de julio de 17… una misteriosa dama que se hacía llamar a sí misma Mademoiselle Javotte, la cual dama conducía sin ayuda de lacayo alguno una carreta cubierta en cuyo interior ocultaba un cadáver recién estrangulado. Según me fue dado a entender por la mencionada dama, el cuerpo inerte pertenecía a una sirvienta a la que apodó Cenicienta, y a la cual entendí, tras veladas insinuaciones, que ella misma había dado muerte con sus propias manos. Por motivos que no se avino a razonarme, la tal Mademoiselle solicitó mis servicios de cirujano con el insólito propósito de que, aquella misma noche, le implantara los pies de la doncella muerta después de amputar los suyos propios, todo ello bajo la amenaza de hacerme cómplice de su crimen si no cedía a este requerimiento. Por el bien de mi persona y de mi familia y, ¿porque negarlo?, por los muchos beneficios que la asesina prometió ofrecerme si cumplía pronto con tal petición, resolví proceder con tan extraña operación, de cuyo éxito puedo dar cumplida cuenta dónde, cuándo y a quien me lo requiera. Como testimonio de estas mis terribles afirmaciones permanecen los restos del cadáver sin extremidades de la mencionada Cenicienta y los pies desmembrados de Mademoiselle Javotte, que la justicia y todo aquel que esta nota lea descubrirá enterrados en el jardín de mi antigua vivienda, cuya situación se explica en  el croquis al pie dibujado. Todo lo cual firmo a 17 de septiembre de 17…”

El príncipe volvió a plegar el trozo de papel y, tras un suspiro ahogado, informó a la princesa:

— Acabo de ordenar al comandante de la guardia que envíe un pelotón de zapadores a la aldea con la misión de remover hasta el último terrón de ese jardín. Por nuestro bien mutuo, espero demostrar así la falsedad de lo que se explica en esta carta. ¿Tú no deseas lo mismo, Cenicienta querida? ¿O debería decir Mademoiselle Javotte?

Cuando el príncipe giró la cabeza buscando a su amada, ésta había desaparecido. En su lugar tan sólo encontró los batientes oscilantes de una de las ventanas del torreón, abierta de par en par, y sobre el antepecho de ésta, un par de delicados zapatos de cristal.

Dicen que todos los suicidas se arrepienten de su fatal arrebato en el último segundo de su existencia, justo cuando ya no hay marcha atrás posible. Y debe ser cierto, porque mientras Mademoiselle Javotte se defenestraba habría dado todo su reino, como un Ricardo III cualquiera, por solicitar aquella noche al maldito cirujano que le implantara un buen par de alas en lugar de los pies de Cenicienta. No sirvió de nada. Cuando este pensamiento terminó de cruzar por su cabeza, ésta acababa de estamparse contra el rocoso fondo del foso.


[1] «vuelta y pío, pío y vuelta

No hay sangre en el zapato:

El calzado no es demasiado pequeño,

es la verdadera esposa a quien se lleva a casa. »

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