VIII Certamen de Narrativa Breve 2011

17- Una reunión de ficción. Por Lola Dawn

El señor Fonseca se desliza entre las estanterías en un baile ritual que realiza cada noche antes de volver a casa. Sus manos, entes visibles de manchas lunares, revolotean sin descanso atrapando las minúsculas motas de polvo con el único acompañamiento capaz de seguirlo en su empeño: un plumero fino de níveas plumas blancas como suspiros de un ángel, que roza con sus alas los miles de libros que reposan en las baldas en espera de algún lector.

Cuando acaba, satisfecho con su trabajo, se inclina rindiendo tributo a esas páginas y, recogiendo su sombrero desgastado, se despide hasta el día siguiente.

Es en ese momento, mientras todo el mundo duerme, cuando la librería cobra realmente vida, cuando el misterio innato de los libros se revela creando una vida paralela de personajes inmortales que se proyectan más allá de sus propias experiencias literarias.

-¡Voto a bríos! Creí que nunca abandonaría el barco.

-Vamos, vamos, John Silver, unos minutos de espera no matan a nadie

-Espléndida como siempre, señorita O´Hara. Pero nuestra reunión debe continuar antes de que el joven grumete cometa una locura y yo pierda de vista mi tesoro.

-Pongo a Dios por testigo que Hamlet no es un chico impulsivo y no creo que haya tanta prisa. De todas formas, mañana será otro día.

Ambos se dirigen cogidos del brazo hacia donde celebran sus reuniones todas las noches. Mientras, a su alrededor, la librería va cobrando vida a un ritmo frenético. Por doquier vemos movimiento, viejos y jóvenes personajes inundan las salas en un bullicioso collage de caras, vestimentas, colores y sueños. Al tiempo que griegos y troyanos se preparan, como siempre desde hace siglos, para batallar por Helena, unos jóvenes vampiros comienzan su partido de béisbol; una chica rara y esquelética arrastra un bidón de gasolina mientras persigue implacable a un hombre embozado verdugo de chicas de vida alegre en Londres; un niño agita su varita frente a un monstruo hecho a pedazos de otras vidas y un don Juan enamorado clama sus versos de amor arrodillado junto a una Jane Eyre atónita; Dante observa los pecados cometidos desde un rincón y campanilla vuela chispeante, emocionada al atisbar entre un grupo de orcos, a su fiel amigo Robin de los bosques.

Pero volvamos un momento la vista hacia donde el joven Hamlet explica su pesar al grupo que se reúne todas las noches para impartir su sabiduría entre las viejas paredes de la librería.

-Mi padre volvió a mí por la noche y dijo que fue mi tío el causante de su muerte.

-¡Que le corten la cabeza!

-Esa es tu solución para todo, vieja arpía. Años ha que te oigo decir siempre lo mismo cuando la solución está clara ante mis ojos. Ofrezco mi férreo brazo, mi lanza y a mi Rocinante para reparar el agravio cometido; bien conocida es mi valía allí donde otros caballeros se han rendido y, junto a mi fiel escudero, me comprometo a realizar esta tan grandiosa gesta.

-¡Ya salió el viejo loco! La solución se halla en las manos de esta vieja, querido Hamlet. Olvida esa trama y céntrate en Ofelia que, como a los buenos de Calisto y Melibea, puedo trazar un plan para que ella acabe rendida a tus pies.

-No hagas caso de lo que te dicen, pues esta vida es sueño y los sueños, sueños son.

-¿Ha entendido usted algo señora Karenina?

-¡Oh, doctor Jekill! Es usted tan silencioso que no le oí llegar. Me acerqué a la reunión para ver si Vronsky se hallaba en ella y encuentro el caso muy interesante. Pero, por favor, díganos su opinión doctor.

-Como médico reputado, creo que lo fundamental es saber como murió. ¿Qué opina usted monsieur Poirot?

-Creo que tan importante es saber la causa, como indagar a quien beneficiaba su muerte. Dígame joven Hamlet: ¿Qué fue lo que mató a vuestro señor padre?

-Veneno.

-Elemental, querido Watson. Todos los indicios apuntan hacia ello.

-Esto no debe volver a pasar.

-¡Nunca más!

-No chilles tanto pájaro de mal agüero. En Camelot, esta cuestión se dirimiría desde la mesa redonda de nuestro noble Arturo y ….

Todas estas diatribas son repentinamente interrumpidas por el sonido tintineante de unas llaves rascando la cerradura de la puerta principal. Don Faustino Ismael Fonseca vuelve a estas tardías horas de la madrugada, tras tomarse un par de copitas de jerez con unos amigos de profesión, a recoger su olvidada chaqueta del perchero de la trastienda.

Todos y cada uno de nuestros amigos de ficción, después de la estupefacción inicial, corren como alma que lleva el diablo a la calidez de sus páginas, en un batiburrillo de codazos y empujones, lanzándose, sin contemplaciones y de cabeza, a sus moradas impresas. Tanto es así, que ninguno es consciente de donde va a parar, ni las consecuencias que, sin duda, acabarán afectando a la vida del pobre don Faustino.

El librero, deleitándose antes de entrar con el aroma de sus queridos libros, encamina sus pasos decididos al fondo de la tienda sin sentir la necesidad de iluminar su camino, ya que, los años pasados entre esas paredes, le confieren una especie de sexto sentido al moverse a través de ese laberinto de estanterías, compañeras desde su niñez, herencia de tiempos pasados.

Un susurro detiene su intención. Algo se ha movido, con un suspiro velado, en los confines de ese santuario de palabras, retorciendo las entrañas del señor Fonseca con un miedo instintivo de polvo seco y lúgubres presagios.

Paso a paso, a tientas entre la penumbra, logra alcanzar la clavija de una desnuda bombilla amarillenta que oscila a escasos diez centímetros de su cabeza y, cuya luz, resulta ser no más que un hálito de luciérnaga fugaz.

Montones de libros yace desparramados por el suelo de la librería en un caos de papel, cuero y cartón, como ruinas de una ciudad destruida por el fragor de las bombas.

Lágrimas de pena luchan por traspasar el umbral de los ojos del señor Fonseca mientras se agacha a recoger a sus más preciados amigos, su tesoro de horas felices, en resumen, su vida.

Con un puñado de ellos acomodados amorosamente en su regazo, se dispone a ordenarlos de nuevo en sus respectivas baldas cuando una fría sensación sube por su espina dorsal para acomodarse como una losa en su nuca. Los mira fijamente por un momento, hasta que sus temblorosas manos, con vida más allá de la propia consciencia de don Faustino, los lanzan al vacío como si de ascuas ardientes se tratara y, con un alarido que nace del fondo de su alma, abandona corriendo la librería y no para hasta que, en la seguridad que le brinda su morada, su mujer lo llama “viejo loco borracho” mientras él balbucéa incoherencias de libros malditos que tratan de nublar sus sentidos rozando el margen de la locura.

Pero volvamos a donde han quedado desparramados esos libros como zapatos viejos olvidados y fijemos nuestra mirada en ellos. Repasémoslos uno a uno y regocijémonos  -ya que nosotros sí conocemos su historia-  por el miedo de don Faustino Ismael Fonseca. Esos pequeños tesoros, esos inolvidables personajes, han sufrido una gran confusión que queda plasmada en sus lomos: Don Quijote y la piedra filosofal, La vuelta al mundo con una cerilla y un bidón de gasolina, Alí Babá y los diez negritos, La isla de Baskerville, El señor del centro de la tierra, Regreso a los tiempos del cólera, La llamada de una noche de verano y así seguiríamos, en un sinfín de mundos imaginarios, que nos ahogarían en un mar de deleite ante la perspectiva de crear nuevas historias, nuevos rumbos, nuevos giros más allá de la propia esencia literaria con la que se crearon esos libros maravillosos.

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