VIII Certamen de Narrativa Breve 2011

15- Bengasi, mayo de 2011. Por Rafael

          Algunos maledicentes postulan que nadie en su sano juicio puede fumar Gitanes; que lo eligen, en su mayoría, trastornados mentales sin diagnóstico y tipos que presentan delirios de artista. Zayed no estaba loco y de artista sólo tenía la puntería. Se ganaba la vida como francotirador. A tanto por muerto.
          En su rincón de la casucha sintió un escalofrío bajo la manta cuando el canto de un gallo anunció la cercanía del alba. Llevaba allí diez días, acampado en el aduar en que pernoctaban las tropas leales al coronel; de noche casi no podía descansar, sometido a una especie de ingrata duermevela por culpa del repique de timbal de los nocturnos disparos de mortero. Calculó la hora, se había acostumbrado a inaugurar la jornada con el reloj infalible de aquel quiquiriquí quebrado que le sacaba definitivamente del sueño. Para entonces, algunos soldados iban y venían entre un trajín de aceros engrasados, paños, munición y correajes. En el dintel de la puerta asomó la cabeza un cabo que les urgió a darse prisa.

          Zayed era casi siempre el último en despertar. Después de lavarse repasó sus armas, dispuestas sobre una manta junto al catre; al contrario que la mayoría, antes de irse a dormir acostumbraba a limpiarlas minuciosamente y dejarlas a punto.

          Hacía tiempo que para esa tarea, como para disparar, usaba gafas. A cada nueva contienda le dolían más los riñones por la mañana, los pies le escocían por las noches y el hombro soportaba peor el impacto del retroceso del fusil. Cabeceó resignado. Se estaba haciendo viejo. Al menos para una vida a saltos de país en país y de guerra en guerra. Sin decir una palabra recogió su plato de alubias, encendió el primer Gitanes y se sentó en el suelo a desayunar, cerca de la radio. La indiferencia con que Zayed escuchaba las noticias se transformó en viva atención cuando el locutor de la cadena oficial anunció el parte de bajas de ambos bandos. Aguzó el oído con la cuchara detenida ante la boca. Le vino sin querer una sonrisa amarga que hizo sobresalir el mapa de arrugas de un rostro marchito por miles de horas al sol del desierto, encajado entre su larga melena rala y una barba entrecana y rural.

          Minutos después empuñó el fusil telescópico, un Dragunov SVD semiautomático, se calzó la gumía en el cinto y se dispuso a abandonar el refugio envuelto en su chilaba parda junto con unos cuantos camaradas somnolientos. Apenas unos gruñidos para desearse buena suerte. Salieron hacia la noche, muy fría y todavía negra.

          Mientras se encaramaba a la trasera del jeep, Zayed recordó con inquietud que la tarde anterior había perdido casi toda la paga semanal en una timba funesta de póquer. Necesitaba urgentemente hacer caja. Por el camino sacó del paquete plegado otro cigarrillo que se fumó en silencio a largas bocanadas, absorto y serio, con el todoterreno machacándole la espalda al rebotar en los baches. Notaba en las sienes y los párpados el cansancio acumulado y la falta de sueño. En un momento dado extrajo del bolsillo una foto que iluminó con la tímida lumbre del cigarrillo. Una granja de dos plantas cercana al pico Shir Kuh, en los montes Rud, terreno fértil salpicado de plátanos y moreras.

          Tal y como marchan las cosas, en pocas semanas a casa —se dijo. Y añadió resolutivo—: Y a la próxima que vaya otro. Se acabó.

          Llegaron aún a media luz a las inmediaciones de Bengasi, cerca de Garyounis, línea de vanguardia del ejército de un pintoresco coronel acorralado. Todo parecía tranquilo. Vieron mujeres que se escondieron enseguida, gallinas y alguna cabra merodeando en busca de restos de comida. Se acordó con el sargento el emplazamiento de las baterías de mortero, ametralladoras, y se decidieron los nidos para los francotiradores como él. Zayed se mantenía tranquilo, como si anduviera de excursión campestre. En realidad era una rutina archisabida, repetida decenas de veces en decenas de operaciones de castigo. Le asignaron la azotea de un edificio abandonado, carcomido por la artillería aunque todavía en pie. Desde allí se divisaba sin obstáculos la avenida principal de entrada en el barrio.

          Sobre un alero de la terraza colocó el fusil en el trípode, alimentado con un cargador de cartuchos 608 Winchester. A su lado fue ordenando sobre la colchoneta fina, con la organizada meticulosidad de un cirujano, todos y cada uno de los utensilios que pudiera necesitar: cargadores con munición variada, punzón destornillador, medidor de viento y temperatura, mira nocturna, correaje de transporte y la bayoneta por si había que evacuar a empellones. Una vez instalado, comenzó ensayando la puntería con una mora que poco después se aventuró por la calle. Bingo. Incluso disparando desde unos cuatrocientos metros, la desgraciada acabó con el cráneo reventado sobre un charco de sangre. Pero no era suficiente. No con los treinta dólares por cabeza de mujer. Aunque, como no estaba para renunciar a un solo billete, al anochecer bajaría a cortársela.

          Encendió otro Gitanes que fue consumiendo con fuerza, como siempre, como si fuera el último.

          A las diez seguía sin aparecer nadie. La mañana transcurría con tediosa lentitud. Por fin, cerca de las doce y con el cielo cayendo a plomo, una columna de blindados rebeldes se aproximó por una carretera a su derecha. A casi un kilómetro de distancia, gracias a la mira telescópica pudo divisarla sin perder detalle, incluso con el humo del enésimo cigarrillo cegándole unos ojos entornados por la luz directa del sol. Los artilleros gubernamentales maniobraron con rapidez y las baterías vomitaron sus proyectiles. Se oyeron gritos lejanos de gente herida.
Esperó paciente su oportunidad.

          Media hora más tarde el convoy progresaba hasta meterse en un desfiladero de casas derruidas, un terreno completamente expuesto en el área de tiro fácil para Zayed. En principio, ningún hombre a la vista. De pronto, en lo alto de uno de los carros de combate vio a un soldado asomar el torso por la escotilla y elevar al cielo un brazo triunfal y su mugrienta cabeza enturbantada. Luego gritó insultos obscenos contra Gadafi. Eso eran doscientos dólares. Impasible, enfocó al escandaloso en el centro de la cruz de cristal líquido de la mira. Empujó el cerrojo e introdujo un cartucho en la recámara. Mientras aspiraba una bocanada larga de humo, armó el percutor. Aguantó la respiración. El gatillo le rozaba la yema del índice. Aunque no lo sabía, aquel sujeto estaba ya muerto.

           No llegó a ver caer al del blindado. Una milésima de segundo antes de que disparara, un rebelde oculto en la terraza le descerrajó un tiro en la nuca con una vieja pistola oxidada, y la frente de Zayed fue a estrellarse violentamente contra las baldosas. Después le vació el cargador hasta que se hubo quedado rígido tras un último estremecimiento. Finalmente, con la propia gumía de Zayed le rebanó las orejas a modo de trofeo.
          Al día siguiente, el cuerpo del mercenario fue amontonado en la calle junto con un puñado de cadáveres más. Desde Trípoli, el Comité Internacional de la Cruz Roja dio órdenes para que a los muertos sin identificar o no reclamados se les diera sepultura lo más pronto posible en una fosa común. Antes, un muchachuelo de los tantos que deambulaban por allí rebuscó en los bolsillos de Zayed y se hizo cargo de unas cuantas monedas, la foto de una casa de campo iraní que tiró inmediatamente y medio paquete de Gitanes que guardó en una bolsa de plástico con otros botines de pillaje.

          Alá le había ahorrado a Zayed comprobar que, con enemigos silenciosos por la espalda, de nada le había servido su prodigiosa puntería.

          El Dragunov, naturalmente, se lo había apropiado el verdugo.

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