La habitación era pequeña y estaba completamente abarrotada de gente, porque nadie quiso perderse el acontecimiento.
En el centro, bajo un calor sofocante, la voz potente de aquel forastero lo llenaba todo, una voz melodiosa de la que brotaban, como si fueran perlas, notas musicales bien moduladas, que salían de su garganta formando una cascada de tonalidades infinitas, que hacían las delicias de un embelesado auditorio.
– Mi coronel, el prisionero cantó.
– Pues mátenlo.