VIII Certamen de Narrativa Breve 2011

1- Cuando el frío llegó. Por Welma

                    ¿Sabes una cosa? Mi abuela Catalina era pintora. Pero no de esas que pintan paredes y llevan un mono de color blanco. Ella pintaba con pinceles mojados en divertidos colorines, y llevaba uno de esos gorros que siempre se caen hacia un lado. Hace tiempo, cuando era pequeña -porque ahora ya voy a primaria-, me enseñó su colección de cuadros que guardaba en el trastero. Había montones de ellos apilados en una estantería. ¡Ostras! Dije yo cuando vi el trapo ese estirado sobre unas maderas. Nunca había visto algo tan bonito, miles de mariposas dibujadas una al lado de la otra como si fuera un nido de abejas. ¡Ostras, abuela! ¿Cómo sabías que me gustarían las mariposas?, le pregunté con los ojos más abiertos que una lechuza. Ella se rió como siempre, tapándose la boquita con sus manos de papel. Luego creo que se puso muy triste cuando se acercó al cuadro y paso su mano tiritando por un tachón de color rojo, seguro que uno de sus gatitos saltó sobre la pintura y se lo estropeó, ahora no recuerdo cómo se llamaba el gatito travieso, siempre me lio porque son iguales, y no sé si es Copito o Don Simón. 

            Mi abuela también sabía cantar. Cuando aún no había llegado el frío, ella me cantaba nanas antes de que papa viniera buscarme. Yo siempre quería quedarme un ratito más porque ella no me regañaba como el pesado de papa, que siempre estaba enfadado por culpa del trabajo, solía decir que algún diente le había tocado los cataplines; pero yo aún no sé qué quiere decir eso, y prefiero no saberlo. Entonces, cuándo me iba, mi yaya me guiñaba un ojo y me prometía que al día siguiente me enseñaría a cantar otra más chula. Seguro que ninguna de mis amigas tiene una abuela como la que yo tenía. Aunque papa siempre decía que la yaya era muy joven, yo no pensaba lo mismo porque tenía el pelo blanco, la cara llena de arrugas y manchitas marrones como esas que tienen los plátanos de Canarias. A mí me daba igual, y cuando sea tan joven como era ella también le cantare a mis nietos; y si he aprendido a dibujar les enseñaré mis cuadros de mariposas, eso sí, sin ponerme triste.

            Aunque sea ya primavera no quiero quitarme el abrigo, no sea cosa que me constipe y me entre el frío en los huesos. Me da igual si me regaña papa, porque la abuela un día se resfrió y nunca volvió a ser la misma de antes. A mí me daba penita ver a mi yaya temblando de frío todo el día, daba igual que le dejara mi mantita preferida. Sus manos no paraban de moverse, y cuando se le caía algo al suelo los ojos le brillaban como la vez que me enseñó sus cuadros. Y también me daba igual si cada vez que iba a visitarla se hacía un poquito más aburrido, ya que no podíamos jugar al escondite como antes, ni tampoco me podía ayudar a recortar mis dibujos del cole; yo la quería lo mismo y ella se ponía muy contenta al verme.

            Un día acompañamos a la yaya a un sitio enorme, y papa dijo que a partir de entonces se quedaría a vivir allí, con criados y todo. Creo que era una resistencia o algo así, y no entiendo por qué decía papá que el monólogo se lo había recomendado. ¿Pero esos no eran los que hacían reír? En fin, que sería mejor de esa manera, la abuela necesitaba que la cuidaran. A mí no me gustó nada tenerla que dejar allí; aunque tuviera un montón de nuevas amigas tan frioleras como ella, ninguna se preocuparía de taparla si tenía frío, que ya tenían bastante con lo suyo. Yo le prometí que la visitaría casi todos los días; no todos, porque los martes y los jueves tenía clases de danza. Jo, cómo le hubiera gustado verme bailar en el fin de curso, lástima que no pudiera venir. De todas maneras, cuando terminó la función fuimos a verla con mi vestido de color rosa y lila, que son mis colores favoritos, y estoy segura que a ella también le gustaron, porque aunque se había olvidado ya de hablar movió la cabeza todo el tiempo. Luego jugamos como lo hacíamos con las muñecas, solo que esta vez era yo quien le daba de comer a la abuela, cucharaditas pequeñas y poco a poco, así como lo hacía ella conmigo cuando era pequeñita.

            Cada vez que visitaba a mi yaya, ella tenía más frío. Ya no solo le temblaban las manos y las rodillas, sino que también le temblaban los labios, y creo que a veces intentaba hacerme burlas por cómo me sacaba la lengua, aunque no me mirara a mi sino al techo. Pobrecilla mía, como diría ella. Ojalá hubiera podido quedarme y frotarle las manitas por la noche, que es cuando más se enfrían.

                        Papa no paraba de hablar con el tío Javier de ese monólogo, y por lo que escuche detrás de la puerta no le había dado muy buenas noticias. Jo, qué complicados son los mayores, siempre están de mal humor y cuando quieres decirles algo divertido para que se rían un poco, te dicen que están hablando de cosas importantes, y que los niños han de callar cuando los mayores hablan. Yo también tenía cosas importantes de que hablar, pero nunca me dejaban decirlo cuando hablaban ellos. Y estoy segura que al tío Javier también le hubiera gustado saber mi opinión sobre el programa ese de los chistes. Y no me hicieron ni puñetero caso cuando les quería decir que tenía una hucha con monedas, y que quería comprar una estufita para que la abuela se calentara en la resistencia. Ellos eran unos aburridos que no paraban de hablar de lo mismo, mientras yo estaba muy preocupada por si mi yaya se encontraba sola. Un día me dejaron pasearla por el jardín de la resistencia con su silla de ruedas, fue divertido aunque pensaba que sería más fácil conducirla pues casi chocamos con otro abuelo de frente. El jardín estaba lleno de flores de colores, como las que le gustaban a mi yaya, y yo le coloqué una de ellas en el pelo para que estuviera más guapa, pues ella siempre había sido muy presumida. Luego le canté las canciones que ella me había enseñado cuando me quedaba en su casa; y una de sus criadas, esas que llevaban la ropa blanca como las enfermeras, me dijo que lo hacía muy bien. Y yo le dije que de mayor quería ser cantante, y médico, y cocinera, y sobre todo pintora como la abuela. Ella se rió mucho, yo me puse roja como un tomate. Luego quiso contarme una historia de cuando ella era pequeña, como yo, y su abuela tenía una enfermedad con un nombre rarísimo; algo así como ese sitio dónde aparcan los coches. Y me dijo que eso mismo era lo que le pasaba a mi abuela, pero creo que no tenía ni idea de lo que hablaba esa mujer, ya que no tenía nada que ver eso de los coches con lo que le pasaba a mi yaya. Entonces tuvimos que volver a su habitación, porque tenía que venir un médico a visitarla. Papa me enseñó a decirlo bien: neurólogo. Me costó lo suyo pronunciarlo bien; luego entendí que ese no era el mismo nombre que el del programa ese de los chistes, y así se lo conté a papi. Debió de hacerle mucha gracia, hacía tiempo que no se le veía reír cuando iba a visitar a la abuela.

            Un día, papá, mamá y el tío Javier se pusieron muy tristes. Me enviaron con los primos y la tía Julia a pasar unos días en el pueblo. Jo, pensé yo, mi yaya se pondrá triste si no la voy a visitar, y no quería que pensara que me había olvidado de ella; tampoco me dejaron llamarla por teléfono. Fue divertido estar en el pueblo con los primos, aunque ellos son unos brutos y solo saben jugar a fútbol y les da igual si yo sé bailar o no. Cuando papa y mama fueron a buscarme, me explicaron que íbamos a ir a un lugar muy bonito, dónde estaba lleno de flores y de pajarillos que trinaban de aquí para allá todo el día. Era un lugar dónde siempre se hacía silencio, supongo que para no asustar a los gorriones. Se llamaba cenicero; ¡no!, cementerio, eso mismo, y a mí me pareció muy aburrido. Estaba lleno de fotografías de personas y la verdad es que nunca había visto tantas flores. Luego nos paramos un rato y apunté con el dedo una fotografía en la que aparecía mi yaya. Entonces arrugué la nariz y le pregunté a papá porque la abuela tenía una foto allí. Papá me explicó que la abuela se había ido de viaje a un lugar muy lejano dónde no existe el dolor. Serían unas vacaciones de las que no iba a volver nunca, porque la yaya no había comprado el billete de vuelta. Yo suspiré y le dije a papá que eso no era problema, que ya iríamos nosotros a visitarla si ella no podía venir. Papá se llevó las manos a la cara, y meneo la cabeza unas cuantas veces, mientras mamá se quitaba con los dedos algo que le había entrado en los ojos, que no paraban de llorarle. Al cabo de un rato, papá me explicó que muchas personas mayores deciden hacer ese viaje, y sus familiares nunca más los pueden ver. Jo, pensé yo, con lo buena que era mi yaya conmigo, y ahora se había vuelto egoísta y nos había dejado aquí sin que la podamos ver más. También me explicó que ella nos quería mucho, pero eso ya lo sabía yo; y que había dejado su fotografía en ese sitio para que la pudiéramos visitar allí, y llevarle flores si queríamos. No me hizo gracia nada de lo que me estaban contando, que se parecía mucho a lo que le pasó a mi amiga Lucia cuando se murió su abuelo, y tampoco lo llegó a ver nunca más.

            Lo de llevarle flores sin que ella las pudiera ver no me hacía ilusión, porque luego se marchitan y apestan; por eso pensé que le haría más ilusión que le llevara su cuadro de mariposas, y así lo hice, con una notita que escribí a mi manera y que tapaba el tachón de color rojo:

            “Queridísima abuela:

            Desde que te has ido te echo mucho de menos. Espero que ese sitio donde estás de vacaciones sea verano, así no temblarás más de frío. Me hubiera gustado mucho venirme contigo, pero mientras tanto cuidare de Copito y Don Simón. También he empezado otra hucha, para cuando pueda ir a verte, y me da igual si no venden billetes de vuelta, porque yo quiero estar contigo en ese lugar tan chulo que dicen.

            Te he dejado el cuadro de mariposas al lado de tu foto en el cementerio; es que me gustaba mucho que mi yaya fuera pintora, y cantante, y buena cocinera. Pero lo mejor de todo es que eras la mejor yaya del mundo.

      Pd: abrígate mucho, no sea cosa te vaya a dar otra vez eso del parking.

      Besos: Carla”.

                        La verdad es que no he vuelto a ver a mi abuela Catalina. Pero ¿sabes una cosa? Cada día sueño con ella, y jugamos al escondite, y a recortar dibujos. Y lo mejor de todo es que ¡me ha enseñado a pintar mariposas! Porque mi yaya me hizo una promesa, y es que aunque se fuera muy, muy lejos, se quedaría para siempre en mi corazón, y yo sé que ella nunca rompería una promesa.

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