A Sadruddîn mi hijo queridísimo
Dios es principio y final. Dios es uno, único, absoluto. Y, más allá de sus atributos y concreciones, Dios es amor. En varias ocasiones te he relatado esos momentos de intensa unión con Él, algunas visiones con las que Él me ha regalado a lo largo de mi vida, pero la inaugural de mi existencia fue en Sevilla, a los 16 años, tan íntima y secreta que sólo a Fátima la referí, y ahora te la ofrezco a ti como regalo de despedida.
Serían como las cinco de la tarde. Estaba sentado, apoyada la espalda contra el tronco de un naranjo. Me puse en pie. Y… ocurrió. De repente sentí que Él estaba allí. No había ninguna presencia, ni nada cambió, ni la luz amortiguó su claridad, ni el cielo alteró su color…, pero Él estaba allí. Yo le percibía. Sin que viera figura alguna, sin que sintiera contacto alguno, ni siquiera un olor o una brizna de aire de su paso en torno a mí. Pero Él estaba allí. Un gozo intenso, una plenitud que brotaba de mi propio centro, como manantial interno y feraz. Y esa agua me llenaba por completo inundándome de la felicidad más plena que jamás había experimentado. El corazón en gozo, la mente de luz latían. Apenas un instante después, ya no estaba; se desvaneció su plenitud intensa y maciza, la esférica rotundidad de su presencia. Una laxitud inmensa, el peso de mi cuerpo, me hizo deslizarme hasta la tierra. Mi corazón golpeaba en la puerta de la divina presencia, pero ahora un velo nos separaba, un velo que podía rizar con los dedos, pero no apartar.
Recuperaron las cosas sus contornos, el aire la espesa cualidad del calor, los árboles su figura mientras mi mente volvía reticente a la conciencia. Miraba sin ver. Sólo la placidez del vino me recuerda algo semejante, ese estado de la embriaguez que añade lucidez e inconsistencia al pensamiento
Las visiones que tuve más tarde, las primeras de Jesús, de Moisés y del Profeta, que me llegaron como agua de la primavera a los campos sedientos, empapando todo mí ser con su conocimiento, germinaron de ese amor primero que allí se sembró en mí. En esas otra visiones en las que mi cuerpo se extasiaba y mi mente salía de sí hacía el mundo especular del conocimiento de lo divino, conocí e indagué la realidad íntima de las cosas, pero aquella primera manifestación me enamoró.
En aquel momento empezó un largo viaje por el mundo y por más allá del mundo que me ha llevado a los más recónditos parajes de la naturaleza e insospechados páramos del alma. Y sin embargo, siempre he estado allí, de pie, quieto, ensimismado. Sigo la religión del amor solamente a donde sus camellos se encaminan. Mi sola fe es amor y mi creencia escribí años más tarde en el Tarjumán. Y la mente va allí donde el corazón la lleva.
En Damasco, 24 Raby` al-THaany 638 A.H.