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271-Llanto a las tres. Por Samporf

Con sus ojos fijos en él sintió cómo poco a poco aquella fuerza salvaje se iba desvaneciendo. Se bañó con el líquido vital que desbordaba afanosamente de su cuello; frotó sus senos y su sexo con la sangre de su amante, que yacía tieso en la cama, y de repente sintió como si éste aún viviera y estuviera festejando con ella su propia muerte. Siempre ocurría lo mismo. Reía a carcajadas una y otra vez extasiándose de aquel momento sublime en el que bailaba sobre la cama asesina con canciones que brotaban de su pensamiento. Luego lloraba un rato desaforadamente del placer que la consumía.

Cualquier puritano retrógrado hubiese dicho que se trataba de un aquelarre; pero esto era mucho más que una simple invocación del demonio por parte de extravagantes brujas. Era ella descubriendo una y otra vez a su propio ser. A ese ser libre y sin ataduras lleno de pasiones incontrolables y de instintos ocultos… excitantemente ocultos.

En Aitona, cada mañana se encontraban un nuevo muerto entre las sábanas desde hacía ya dos semanas cuando comenzó el verano y los gallos se morían sin explicación alguna. Pocos se atrevían a mencionar los pormenores de los asesinatos, y los que lo hacían, lo hacían antecedidos de una oración colectiva. ¡Como si el cielo estuviera atento de las preocupaciones de los condenados!

El inspector de la policía, Arciniegas, un hombre viejo y gordo que más parecía carnicero, buscaba en las escenas los indicios que pudiesen delatar al culpable. Vio siempre la misma fotografía. Hombre desnudo –Pedro, Juan, Mateo, Tomas, Marcos, Lucas…-, envuelto por la mitad en sábanas impecablemente blancas hasta donde la sangre lo permitía. En el cuello de las víctimas había un gran mordisco que lo condujo inicialmente a pensar que el asesino no era más que algún animal salvaje con sed de sangre. Pero no era posible que un animal matara siempre a la misma hora y dejara abandonadas sin más que un mordisco a sus víctimas. No, el asesino no era un animal aunque se comportase como si lo fuera.

Una silenciosa desesperación se fue apoderando de Aitona mientras tan solo ella yacía plácidamente en los rincones de su casa planeando paso a paso los pormenores de las madrugadas venideras. Pero surgió un improvisto. El inspector Arciniegas, cansado de las miradas de reproche de los pueblerinos, adoptó una drástica medida: los 20 policías que custodiaban el pueblo pasarían todas las noches que fuese necesario en vela haciendo rondas minuciosas por cada calle hasta atrapar al culpable. Estaban en plena libertad de forzar la puerta en cuyas casas se escuchara el menor sonido sospechoso. Desde entonces, más de una sesión desaforada de amor nocturno entre dos –y hasta tres- amantes inocentes fue interrumpida por los policías que leían en los guturales sonidos del amor corpóreo el acometimiento de otro asesinato.

Ella ya tenía a su próxima víctima. El inspector Arciniegas, haciendo alarde de su rango y poder de mando, solía acompañar tan solo parcialmente las agotadoras rondas de sus subordinados para irse, él sí, a entregar a las órdenes de Orfeo.

***

Con un rostro angelical, dado quizás tan solo a las sobrinas de los curas, Caroline era la mujer más admirada en Aitona. Su belleza virgen y el halo divino que la rodeaba al igual que su constante mutismo y ensimismamiento, hacían de ella un ser sublime que desde su llegada al pueblo se apoderó de los más bajos pensamientos de hombres, jóvenes e incluso algunas mujeres. La vieja iglesia se llenaba cada mañana, tarde y noche tan solo por la necesidad casi salvaje que sentían algunos feligreses por ver y oír cantar a ese ángel terrenal que por alguna desgracia incierta vino a parar al mundo de los mortales.

Su tío, el párroco del pueblo, tuvo que encargarse de Caroline desde hacía dos años cuando un telegrama nefasto le informó que su hermano y su cuñada habían muerto a manos del ejército. Cuando ella llegó al pueblo con tan solo una maleta vieja entre sus manos y su belleza infinita, el párroco sintió que la habían puesto en una canasta mandándola río abajo para que tan solo él la encontrara y la protegiera. Sí, Dios le había encomendado esa misión. Ella era un ser indefenso en una canasta traída por las aguas de la desventura hacia sus brazos.

En la madrugada de un domingo, Caroline esperaba ansiosa la hora apropiada. Divagaba despierta entre mil pensamientos que la conducían siempre a lo mismo… tenía que ir. No importaba el peligro ni lo arriesgado que fuese, tenía que ir. La hora había llegado. Se vistió silenciosamente aguzando el oído para escuchar los ronquidos de su tío que yacía como el fósil de algún animal milenario en la otra habitación de la parroquia. Salió en medio de la espesa oscuridad y se dirigió sigilosamente hacia la casa del inspector Arciniegas.

Con cada paso que daba, sus miradas y su oído se hacían más agudas. Sabía que en todas partes los policías estarían haciendo su ronda nocturna. Pero tenía que ir; el deseo la embargaba y sentía que su cuerpo estallaría si no le daba de nuevo rienda suelta a sus pasiones.

A unos metros de la casa del inspector Arciniegas sintió la presencia de una mirada delatora. Sus ojos vieron hacia todos lados pero no hallaron nada sospechoso. Continúo su camino. Se encontraba en el portón de la casa del inspector. Vaciló un momento. Escuchó pasos cercanos en las calles oscuras de Aitona y decidió, para su pesar, camuflarse con la oscuridad y devolverse hasta la parroquia. Eran cerca de las tres de la mañana. Tendrá que ser otro día, pensó.

***

Rafael Salgado era un policía por convicción y tradición. A sus 28 años decidió seguir el camino característico de todos los hombres de su familia: meterse de policía. Cuando los asesinatos comenzaron a ocurrir en el pueblo sus ganas de sobresalir resolviendo los crímenes, lo condujeron a sugerirle al inspector la idea de las rondas nocturnas. Desde entonces comenzó por su cuenta a realizar seguimientos a varios de los pobladores sobre los que, según él, recaían las mayores sospechas. Hasta ahora no había encontrado nada en ninguno.

Además de su pasión por el ejercicio policíaco, era un fervoroso creyente hasta el punto de parecer enfermo por su estricto seguimiento a las normas cristianas. Esa madrugada de domingo, mientras se dirigía a revisar la casa de una de sus sospechosas, vio algo extraño. De la parroquia salía Caroline. Pensó en acercarse a ella para preguntarle en qué podría ayudarla. Además, sería una ocasión perfecta para cruzar sus primeras palabras con la mujer que desde hacía dos años no salía de su pensamiento. Sin embargo su instinto lo detuvo. Decidió esperar un poco y seguir sus sigilosos pasos que probablemente lo llevarían a descubrir algo más sobre ese ser tierno al que tanto amaba en silencio. Para su sorpresa, Caroline se dirigió hacia la casa del inspector.

Bajo la espesa noche y con la tenue luz de la luna iluminando su andar, a Rafael le pareció que estaba siguiendo a un mismísimo ángel. Lo sorprendió, eso sí, la extraña hora de su paseo nocturno y la visita inesperada hacia la casa del inspector. Sin embargo sus obnubilados pensamientos no fueron mucho más allá  y la acompañó silenciosamente de nuevo hasta la parroquia.

Las cosas continuaron su rombo sin novedad alguna hasta la mañana del martes cuando uno de los policías corrió horrorizado por las calles del pueblo informando que el inspector había sido asesinado. Se trataba de la misma escena: hombre desnudo tirado en la cama entre un mar de sangre que brotó de su cuello. Rafael se enteró cuando yacía en su mecedora durmiendo luego del trajín usual de la madrugada. Lloró. Lloró desesperado, no por la muerte del inspector sino por la impotencia que le provocaba el nuevo asesinato sin que tuviera una pista segura sobre el culpable.

Este último asesinato rebosó la paciencia de los pobladores de Aitona. El silencio y la resignación que los había caracterizado antes, se convirtieron de repente en rabia. Exigían a los miembros de la policía encontrar al culpable a costa de lo que fuera. La violencia se apoderó del pueblo aunque no tenían contra quién enfocarla. Todos querían ver muerto al asesino y regresar a sus vidas cotidianas.

Un fugaz recuerdo cruzó la mente de Rafael: Caroline. La había visto dos noches antes rondando las calles del pueblo hasta la casa del inspector cerca de las tres de la mañana, hora en que se cometieron los asesinatos. No lo podía creer pero las evidencias eran innegables. Sabía lo que le esperaba a la asesina si abría la boca. Se sentía atrapado pero finalmente decidió confiar su secreto a uno de sus compañeros. Él era discreto y no diría nada al menos hasta que estuviesen seguros de las sospechas. Pero no fue así. A penas Rafael le contó a su compañero el extraño paseo que había dado la sobrina del padre el domingo en la madrugada, éste dijo estar seguro que ella era la asesina.

La noticia se esparció entre los pobladores con la rapidez de una borrasca. Nadie lo podía creer pero poco a poco fueron apareciendo versiones de personas que decían haberla visto en otras circunstancias comprometedoras. Hubo alguien incluso que la culpó por la muerte de los gallos, pues supuestamente la había visto degollar a uno con sus propias manos para hacer ritos satánicos. Otros hablaban de que su belleza no podía provenir más que de un pacto con el diablo a quien hacía sacrificios humanos para mantener contento.

Todo el pueblo hablaba con rabia de lo mismo. Enfurecidos e incontrolables, se dirigieron hacia la parroquia para buscarla a pesar de los infructuosos esfuerzos de Rafael y los otros policías para detenerlos. Entonces Rafael se adelantó a la turba enceguecida; llegó a la parroquia, la recorrió hasta llegar a los cuartos del padre y su sobrina encontrándola tirada en un rincón envuelta en un llanto desgarrador. No la juzgó. No le preguntó sus razones. Simplemente le dijo que escapara rápidamente del pueblo antes de que los demás la encontraran. Caroline parecía no comprender nada. Las lágrimas cubrían su rostro y el dolor que la inundaba también inundaba su cuarto. Cuando por fin se levantó y parecía hacer caso a las indicaciones de aquel hombre a quien había visto muchas veces en la iglesia, un mar de personas tumbó la puerta de su cuarto atrapándola de inmediato. La llevaron a rastras hasta el parque central de Aitona. Eran las tres de la mañana. La escupieron y golpearon gritándole ¡asesina!, ¡asesina! Ella no comprendía lo que estaba pasando y seguía llorando su amargura. Su tío no pudo hacer nada para salvarla. También lo golpearon, pues pensaron que era cómplice de las fechorías de su sobrina. El crimen perfecto –pensaron-, asesinos envueltos por la falsedad divina.

Enceguecidos por la ira y la excitación comenzaron a devorar su cuerpo con mordiscos salvajes como los que ella había asestado a sus víctimas mientras Caroline rogaba a Dios para que la salvara. Pero dios nunca llegó, y si llegó, lo hizo demasiado tarde; como siempre. Murió desangrada entre un charco de sangre alimentado por las innumerables heridas en su cuerpo. No hubo ni una sola alma en el pueblo que no hubiese participado de aquél festín siniestro.

Algunos días después, cuando todos decidieron olvidar lo ocurrido, se supo una noticia que destrozó a los condenados pueblerinos. En el cuarto de Caroline, los policías habían hallado un baúl mediano repleto de cartas de amor dirigidas a ella. Todas estaban firmadas por “tú querido inspector Arciniegas”. En una de ellas el inspector manifestaba a su amada la tristeza por tener que postergar sus encuentros fugaces de las madrugadas debido a las rondas nocturnas que había ordenado hacer a los policías.

 Rafael, tras enterarse, se voló la cabeza. Mientras tanto, en Aitona, continuaron muriendo hombres todos los días…