- 7 Certamen de Narrativa Breve 2010 - https://www.canal-literatura.com/7certamen -

5- Abre el corazón. Por Adafina

Abre el corazón, me dijo. Miró por encima de mi hombro, como si hubiera alguien allí, sonrió y murió. Era muy vieja. Su piel era tan fina ya como el papel de arroz y tenía el mismo color casi transparente. Se llamaba Nora y fue mi mejor amiga. Vivía en el ático que había encima de la casa de mis abuelos. Yo la visitaba siempre los martes, pues era el día en el que iba a verlos a ellos. La gente no la trataba mucho, pues decían que era una vieja loca. Quizás lo fuera, pero tenía unos ojos azules intensos que sonreían sin que su boca se moviera.

Yo nunca había visto morir a nadie. Pero sé por qué me escogió a mí.

La conocí cuando era una niña, entonces ella era vieja pero no tanto. Subíamos a la azotea a tomar el sol y jugábamos con las sábanas, blanquísimas y con las pinzas en forma de cocodrilo que las sujetaban. Me enseñó, que en plena calle de Goya de Madrid, en un edificio de ricos, podía vivir una persona pobre, sola y feliz. El piso que ocupaba era muy pequeño y lo tenía lleno de fotos. Había sido artista en su juventud, cantante de cabaret o algo así. Las paredes estaban forradas de carteles, de boas de plumas color de rosa y de muchos cachivaches traídos de lugares muy lejanos.

Me hablaba de sus viajes por América. Había triunfado en México. Allí tenía sus mejores recuerdos. Nunca se quejó de nada, aunque yo sabía que vivía muy mal. Le subía los bocadillos de la merienda y nos los repartíamos como compañeras de juegos sentadas en la puerta del palomar que había en la azotea.

Otras veces mirábamos fotos y más fotos y me explicaba con todo detalle la circunstancia que reflejaba cada una de ellas. Llegué a saberme su vida, sus andanzas y sus amores de memoria.

Muchos hombres habían pasado por sus brazos. Cuando fui más mayor ya me contó la historia de sus amantes. De todos ellos, que fueron muchos, había uno, Antonio, del que hablaba con amor y nostalgia. Había muerto en un accidente de coche, y desde entonces toda su ilusión era reunirse con él.

Con Nora aprendí a no juzgar a las personas y a creer que se podía ser libre y feliz a pesar de haber sufrido tantos desengaños

Un día, cuando yo tenía diecisiete años, sacó una baraja de cartas muy grandes. Me dijo que eras cartas mágicas, que sabían todo y que me dirían lo que iba a ser de mí en el futuro. Bajó un poco la persiana y encendió una vela amarilla. Las sombras crearon un ambiente extraño que me llevó a un estado casi hipnótico. Yo confiaba en ella, así que me dejé llevar mientras Nora hablaba casi en un susurro y me pedía que cortara aquellas cartas en tres montones. Luego me tomó de las manos y pasó por mis palmas una uña pintada de rojo en un roce delicado. La miré sorprendida. Aquella mujer alegre y generosa cambió su eterna sonrisa por lágrimas asomando en los ojos. El azul se volvió negro. Fue la primera vez que vi rabia en ella. Soltó mis manos y dando un manotazo tiró las cartas de la mesa y encendió la luz.

—Ha sido una mala idea—me dijo.

Yo sabía que algo malo había pasado y que no me lo quería decir. Ella no me iba a mentir, prefería callar.

Insistí, le supliqué, la abracé. Me daba igual lo que hubiera pasado, solo quería que volviera a ser mi Nora, mi amiga, que volviera a reír.

—Perdona, preciosa, perdona. Ahora vete a tu casa.

Me empujó casi con violencia hasta la puerta.

Volví muchas veces y no me abrió. Pasaron los meses, y no me quedó más remedio que seguir mi vida, sin ella. Los martes, cuando iba a ver a mis abuelos, antes subía al ático, pero nadie me abría. Pegaba la oreja a la puerta esperando oír algún ruido que me hiciera saber que seguía allí. Silencio, eso era lo que se oía, como un cuchillo clavándose en mi corazón. Pregunté a los vecinos y al portero, también a mi abuela, aunque a ella no le gustaba mucho Nora y no aprobaba que la visitara, y nadie supo decirme nada. Fueron muchos meses y ya había perdido la esperanza de volverla a ver.  Pensé en ella con la tristeza de haberla perdido justo el día en que había dejado de sonreír, pero un martes a principios de verano, oí abrirse la puerta del ático y su voz me llamó.

Subí corriendo el tramo de escaleras que nos separaba, y allí estaba Nora, con sus ojos azules, brillantes y risueños. Me dio la impresión de que había envejecido mucho, como si de repente, en unos pocos meses se hubieran concentrado diez años. Extendió los brazos y me dejé caer en ellos llorando como una niña pequeña. Me acariciaba la cabeza y me susurraba palabras tranquilizadoras.

Tenía muchas cosas que preguntarle, pero la expresión de su cara no me dejó hacerlo.

—Entra conmigo—dijo y se apartó para dejarme pasar—tenemos mucho de qué hablar.

La casa estaba en una semipenunbra acogedora y matizada por decenas de velas de todos los colores, que le daban un aspecto irreal. Sentí temor, más que nada por la reacción que había tenido ella la última vez que encendimos una vela, pero Nora me tranquilizó.

—Niña, es muy importante que me escuches en silencio. Yo solo quiero tu bien.

Se sentó frente a mí y me tomó de las manos como la otra vez, pero su rostro estaba sereno.

—Quiero contarte algo muy importante de mi vida, algo que jamás le he contado a nadie. Tú lo vas a saber. Tú eres mi otro yo.

La miré con curiosidad, no llegaba a entender lo que me quería decir. Ella empezó a hablar:

—Cuando yo era una niña vivía con mis padres en una casa muy grande. Me sentía muy sola porque no tenía hermanos y casi no salía a la calle.   En mi casa se hablaba bajito para no molestar a mi madre que siempre estaba enferma. Había días que no salía de su habitación para nada y el servicio le llevaba la comida, que ella muchas veces ni comía. No me dejaban entrar a verla, para no molestarla.

Bebió algo de un vasito que tenía sobre la mesa y yo con la mirada la animé a que continuara.

—Nunca le pude decir a mi madre que cuando me acostaba sola en mi habitación, todas las noches de mi vida en aquella casa, una sombra entraba por la puerta, se metía en mi cama y me hacía llorar y temblar. Me quitaba la ropa y me obligaba a hacer cosas que una niña no debe de hacer. Luego me preguntaba si todo estaba bien, y me hacía repetir que era un sueño, y yo lo repetía y lo repetía, pero jamás lo creí. Sabía que los sueños pueden ser malos, y que los monstruos nacen a veces de los sueños. Pero aquel monstruo era real. Por las mañanas se ponía el sombrero y se marchaba a trabajar. He sufrido mucho porque no lo he dejado salir  de mi corazón hasta hoy, que te lo estoy contando a ti.

Un sudor frío me inundó. El pulso se me paró un segundo y perdí la respiración.  Durante un instante eterno creí que iba a desmayarme, pero ella me apretó muy fuerte y el momento pasó.

—Cuando vi tu mano aquel día, y las cartas me revelaron que tú también llevas un monstruo en el corazón, sentí una rabia inmensa y no supe reaccionar. Todos tus recuerdos se volvieron míos y reviví en ti lo que había tratado de olvidar. No he tenido valor para verte hasta hoy. Sabía que vendrías, como todos los martes, y me he preparado para recibirte. Sé que tu corazón está cerrado con muchos cerrojos.  No puedo hacer nada preciosa, solo decirte que debes marcharte lejos. No podrás contra el destino, pero inténtalo. Ten cuidado, porque en tu vida habrá otras sombras, sombras que te dejarán sin aliento, pero también llegarán luces que alegrarán tu existencia. Aprovéchalas, vive por ellas.

Por mi cara caían lágrimas amargas, silenciosas. No podía hablar, casi no podía ni pensar.

—Vuelve a verme dentro de un mes, tal día como hoy. Entonces te diré lo que tienes que hacer. Quiero que me acompañes en el mejor día de mi vida, sólo te pido que estés conmigo. ¿Lo harás?

Lo hice y abrí mi corazón para siempre.