─Odio viajar de noche, Marcos.
─Ya lo sé. Me lo dijiste unas quince veces en la última hora. ¿Qué querés? ¿Paro acá?
─¿Y que nos haga mierda un camión? No. Seguí.
─Entonces no me hinches más las pelotas.
─Está bien. Pero cuando lleguemos al próximo pueblo, esperamos hasta que amanezca.
Paula no dijo una palabra más. Se dedicó a observar cómo el auto tragaba las líneas blancas pintadas sobre la ruta. Clavó las uñas en el tapizado de su asiento. No importaba que hubieran recorrido ese camino miles de veces, ni que ambos lo conocieran de memoria: a ella la aterrorizaba viajar de noche.
Para el pueblo restaban unos ciento veinte kilómetros. Lo verían aparecer justo detrás de la curva, donde funcionaba el tambo “El Porvenir”. Pero para eso faltaba una hora larga, la puta madre.
Se entretuvo mirando la enorme obra a la vera del camino: un gasoducto que venía desde la Capital. Las enormes montañas de tierra, proveniente de las excavaciones, se veían bastante tétricas en esa tonalidad gris azulada con que la noche tiñe los objetos.
Ese paisaje sólo aumentaba la intranquilidad de Paula: con tantas obras y tantas máquinas, era posible que algún alambrado se hubiera roto y se escapara por allí el ganado. ¿Y si se encontraban de golpe con alguna vaca sobre el asfalto? Ella sabía que, a veces, su capacidad de imaginar catástrofes se descontrolaba; pero también sabía que la oscuridad y la ruta eran amigas de los accidentes.
En ese momento, al teléfono móvil de Marcos entró un mensaje. Paula buscó el aparato para ver quién era.
─Es Jorge, tu hermano. Dice que lo llames urgente.
─Cuando lleguemos al pueblo lo llamo.
A los dos minutos, otro mensaje.
─Tu hermano, otra vez. ¿Habrá pasado algo?
─No sé. Llamalo a ver qué mierda quiere.
─No tengo señal.
El auto seguía corriendo hacia el pueblo. Otro mensaje.
─¿Jorge de nuevo?
─Sí. Pero sigo sin señal. El mensaje debe haber entrado en un segundo en que el teléfono la recuperó.
─Paula, seguí tratando.
─¡Pero te digo que no tengo señal!
─¡Teléfonos de mierda!
Ahora faltaban unos ochenta kilómetros para la curva de “El Porvenir”. Marcos pisó el acelerador: habían recibido tres mensajes más, y él quería llegar lo antes posible.
─Paula, ¿sos boluda? Si los mensajes entran, es que hay señal. Haceme el favor de no despegar la vista del teléfono.
Las barras de señal se encendieron, y Paula intentó marcar. Desaparecieron demasiado rápido como para que ella lograra comunicarse, pero no lo suficiente: llegó otro mensaje.
─Llamame urgente ─leyó Paula─. Esto es una mierda.
Sesenta kilómetros para el pueblo, media hora de insoportable incertidumbre. Evidentemente algo terrible había ocurrido. Si no, Jorge no sería tan insistente.
Y de pronto el celular se apagó.
─¡Batería del orto! ─dijo Marcos golpeando el volante.
Durante un rato, ninguno de los dos habló. Sólo se concentraban en llegar.
De pronto, unos cinco kilómetros antes de la curva de “El Porvenir”, las inconfundibles luces de la estación de servicio aparecieron en el camino. Marcos ni lo pensó: detuvo el coche, se bajó y corrió en busca de un teléfono.
─Cabina uno ─le indicó la empleada.
Él entró en el diminuto cubículo, y entonces todo explotó.
─¡Paula!
En cuanto pudo emerger de una pila de maderas y vidrios rotos, Marcos ayudó a su mujer que, por la fuerza de la onda expansiva, había sido empujada contra una pared. La empleada quedó protegida bajo el mostrador.
Los tres resultaron ilesos. El edificio no. Todos los vidrios se redujeron a astillas, la electricidad se desconectó, y las estanterías, que habían exhibido su colorida mercadería, yacían en el suelo con sus estantes de chapa surgiendo del piso como estalagmitas. Lo único que se veía a través de los agujeros que fueron ventanas, era un resplandor rojizo nacido de las infernales lenguas de fuego hambrientas de gas.
Unos minutos después, el aire se contaminó con gritos lejanos que el viento nocturno acercaba. Enseguida aullaron las sirenas.
─Tiene que ser el gasoducto ─dijo la empleada.
Esas suposiciones se confirmaron de inmediato, cuando un patrullero se detuvo en la playa de lo que quedaba de la estación de servicio.
─¿Están todos bien? ─preguntó el oficial que había corrido hasta allí.
─¿¡Qué carajo pasó?! ─quiso saber Marcos.
─Voló el gasoducto, a la altura de “El Porvenir”.
A lo lejos, un nuevo estallido remarcó lo dicho.
─Están todos muertos ─siguió explicando el policía, como en un trance─. De los autos que pasaban por la ruta en ese momento, no quedaron ni los pedazos. ¡Polvo, los hizo!
Marcos y Paula se miraron y percibieron lo cerca que estuvieron de correr la misma suerte si no se hubieran detenido para llamar a Jorge.
Como leyéndoles el pensamiento el hombre agregó:
─Menos mal que se les ocurrió parar acá.
Entonces Marcos se acordó: tenía que llamar a Jorge. La empleada le prestó su móvil, porque la línea de la estación había volado junto con todo lo demás.
─Hola.
─¿Jorge? Soy Marcos. ¿Qué pasó?
─¿Qué paso con qué?
─¿Sos pelotudo? Me mandaste ciento cincuenta mensajes para que te llamara urgente.
─Marcos. Si manejás, no chupes: yo no te mandé ningún mensaje.
─Yo no chupé. Tengo un montón de mensajes tuyos.
─Será otro Jorge.
─No conozco a ningún otro Jorge.
─No sé. Yo no te llamé.
El amanecer se alzó de golpe, y la tragedia quedó a la vista: todo destruido, incendiado, muerto.
Los medios ya trabajaban en la zona. No habían podido llegar a la curva de “El Porvenir”, impedidos por el vallado policial, pero los fotógrafos y sus teleobjetivos, parapetados estratégicamente en los lugares altos que se salvaron de la destrucción, se encargaron de llevar las imágenes de lo ocurrido, a todos los rincones del planeta.
Pero Marcos y Paula sólo querían irse: se escondieron en su auto y salieron disparando de vuelta por donde habían venido.
Paula se ovilló en el asiento del acompañante, con su cara hacia la ventanilla, mirando sin ver.
Marcos conducía como un autómata y se restregaba los ojos intentando borrar las imágenes de la noche. Por el retrovisor, vio las densas columnas de humo negro elevándose en espiral.
Con el tiempo, “El Porvenir” fue reconstruido, pero el gasoducto nunca se terminó. Nació Ezequiel, creció. Un día, decidió irse de vacaciones con sus amigos.
Marcos y Paula acompañaron a su hijo y lo despidieron en la terminal de Retiro llenándolo de recomendaciones que él no quería oír.
El micro arrancó. Justo cuando salió de la terminal, en el preciso instante en que se perdió entre el tráfico, al teléfono de Marcos entró un mensaje.
─Es… Jorge ─Marcos no logró ocultar su desesperación─. Me pide que Eze lo llame urgente.