- 7 Certamen de Narrativa Breve 2010 - https://www.canal-literatura.com/7certamen -

242- Tres centímetros. Por Indala

Guido Neri quería abrir un restaurante de pescado en Taormina con el dinero que había heredado al morir su padre. Aunque era muy joven tenía las ideas claras. Siempre había deseado formar una familia, vivir tranquilo  y trabajar. Fue una mañana del mes de mayo, la imagen del rostro de una mujer en una ventana rodeada de glicinas entró de golpe en su vida y la cambió.

            La vio en Catalnisetta, en la residencia de Bruno Gaetani, uno de los hombres más turbios y más poderosos de la isla de Sicilia. Le llamaban “Il Signore”. Era viudo, su mujer había muerto veinticinco años atrás al dar a luz. No se había vuelto a casar ni se le conocía ningún otro amor que no fuera la pasión que tenía por el dinero y por su hija. Había hecho fortuna a costa de las concesiones para la construcción de las autopistas en los años setenta y ahora era el que controlaba todas las licencias de apertura de locales en la costa. Era un personaje curioso, le gustaba leer. Sus conocidos le llamaban  Shylock  porque era muy tacaño y veneraba a Shakespeare, siempre que podía intercalaba citas del autor en sus conversaciones. Estaba tan obsesionado con él, que todo lo que le rodeaba llevaba un nombre relacionado con sus novelas: Villa Julieta, su casa; Coriolano su perro; y Viola, su única y adorada hija. Incluso su aspecto, algo calvo  y con el pelo largo a los lados, recordaba a los antiguos retratos pintados del escritor.

            A Guido le había sido denegado el permiso para abrir su restaurante. Por eso y por la vieja amistad que había unido al señor Gaetani con su familia, que era del mismo pueblo, se atrevió a pedirle una cita y a ir a su casa para intentar cambiar la resolución.

            Conocía bien la finca, estaba a las afueras de la población, en la carretera que conducía a San Cataldo. La mansión había pertenecido a una vieja estirpe de nobles sicilianos. Estaba rodeada por una verja de hierro forjado que delimitaba, ayudada por un seto, el inmenso parque por donde paseaban pavos reales blancos alrededor de un estanque ovalado. Al llamar por el interfono del portón, vio cómo varias cámaras le enfocaban y a dos hombres, con auriculares disimulados en la oreja, que aparecían para conducirle al interior.

            Dentro, la propiedad era aún más majestuosa de lo que nunca hubiera pensado. La casa era un viejo palacete de estilo neoclásico pintado de ocre y con una balaustrada de mármol que rodeaba a un porche tapizado de flores liliáceas que colgaban formando racimos. En el primer piso se abrían dos grandes ventanales simétricos con cortinajes estampados en colores oscuros y algo desgastados, lo que le daba al palacio un aire decadente, como de otra época. En una de las ventanas vio por primera vez a Viola. Fue un instante. Por unos segundos sus ojos se encontraron y se detuvieron en el tiempo como si se reconocieran. Luego pudo advertir la palidez de su rostro y la languidez de la postura de su cuello. Pensó que lo llevaba ceñido por una cinta púrpura, pero enseguida se dio cuenta que aquello no era un adorno. Era una cicatriz. Parecía la estampa de una Virgen doliente y desvalida como la que tenía su abuela en la cabecera de la cama en la desaparecida casa familiar de Catalnisetta.

            No le cupo duda que era la hija de Gaetani. Ni en sus sueños más secretos se hubiera atrevido a pensar en ella. Corrían toda clase de rumores, pero era tan hermosa.

            Se decía que no hablaba, que era extraña y reservada. Su  padre no dejaba que nadie se le acercara. Le había elegido siempre los pretendientes entre las familias más acaudaladas de la isla y ella los había rechazado a todos. Cansado de que su hija no complaciera sus deseos la había obligado a concertar la boda con el hijo de un naviero griego que tenía propiedades y negocios en Sicilia. Pero cuando ya estaba todo dispuesto para la ceremonia, que se anunciaba como la más fastuosa de la historia del lugar, pasó algo que hizo que todo se cancelara. Nadie supo a ciencia cierta qué fue lo que ocurrió, decían que seguramente fue a causa de  una extraña enfermedad que afectó a Viola y la hizo permanecer en un hospital de Palermo durante un largo tiempo. Pero fueron rumores, sólo rumores.

            Guido había atravesado la puerta de entrada de la casa deslumbrado aún por la visión de la muchacha en la ventana. Le habían conducido a un pequeño salón con grabados de la campiña inglesa en las paredes, amueblado con dos sillones dispuestos de espaldas a la puerta y que estaban situados frente a una mesa de madera oscura iluminada por una lámpara de bronce con una pantalla verde, pues la habitación tenía casi cerradas las rejillas de los portones  y estaba casi en penumbras.

            Desde el sillón pudo oír la puerta que se abría y a alguien que entraba. Era Gaetani. Tenía una expresión distante y melancólica e iba impecablemente vestido.

            Hablaron. Primero de la familia. Luego de los negocios. “Il Capo” accedía a concederle la licencia pero a un coste excesivo. Gracias a los buenos recuerdos que conservaba de su familia se ofreció a hacerle un préstamo, aunque a un interés tan desmesurado que Guido creyó casi imposible pararse siquiera a considerar la proposición.

            Ya estaban acabando cuando la puerta se volvió a abrir. Sin mediar palabra entró alguien. Percibió el leve cambio en el aire de la estancia que provocaba una presencia silenciosa a sus espaldas. Él no se giró. Vio que una mano tomaba la suya y notó cómo la apretaba con fuerza. Era Viola. Estaba mirando fijamente a los ojos de su padre,  y sonreía. Sin dar crédito a lo que estaba pasando se sintió arrastrado por ella hacia el jardín ante la expresión resignada de Gaetani.

            Fue todo tan extraño. Al principio Guido no se atrevía ni a respirar, esperaba que en cualquier momento aparecieran varios de los vigilantes para echarlo de allí de mala manera, pero no pasó nada. Todo seguía tranquilo. Fueron hasta el estanque y pasearon un rato sin soltarse de la mano. Se encontraba bien, la luz transparente de la mañana lo transformaba todo. Estaba seguro de que las cámaras de seguridad vigilaban sus más mínimos movimientos, pero hubo un momento en el que no le importó. Se sentía protegido y cómodo con ella.

            Viola no hablaba, tenía el raro don de hacerse entender y de comunicarse sin palabras. Así, le explicó lo sola que estaba, el tiempo que llevaba esperando alguien como él y lo duro que había sido resistirse a los deseos de su padre para casarla por interés. Aquel fue el único momento en el que ella retiró  la mano de Guido de entre las suyas para colocarla sobre la marca de su cuello. Era una cicatriz, parecía la impresión rugosa y cárdena de una soga. Entonces él entendió hasta dónde había tenido que llegar Viola para persuadir a su padre.

            Desde aquella mañana se vieron cada día ante los ojos impertérritos de todos en Villa Julieta. Era imposible entender cómo un “don nadie” como él podía pretender a la inaccesible hija de Gaetani. Entre ellos dos no habían vuelto a hablar de la concesión de la licencia del negocio ni de nada que no tuviera que ver con Viola. La verdad es que Guido no lo había vuelto ni a considerar. Sólo pensaba en ella.

            Hasta que un día de julio, después de comer los tres en el porche de la terraza, “Il Signore” le dijo que le acompañara al despacho, que tenían que hablar.

            Todo estaba como lo recordaba el primer día. La mesa oscura, la lámpara verde, los sillones. Gaetani se sentó delante de él y  le dijo a bocajarro que su hija le había elegido como esposo y que estaba  dispuesto a complacerla si él aceptaba una única condición impuesta  para protegerla de los posibles cazadotes.

            Le explicó que había sido imposible persuadirla de casarse con alguien conveniente, que Viola intentó acabar con su vida al verse obligada a unirse a alguien a quien no quería y que habían hecho un pacto de sangre entre los dos. Ella podría decidir libremente quién sería su marido, siempre y cuando el elegido aportara algo como dote. Algo que garantizara que la quería de verdad.

            Guido se revolvió nervioso en su asiento. No se imaginaba qué podía querer aquel hombre que asegurara un amor verdadero por su hija. ¿Qué podía ser? Él no tenía nada.

            Gaetani pidió que les trajeran dos copas de Grappa helado. La luz verdosa y fría de la lámpara del despacho le iluminaba el rostro y las manos. Con una voz pausada y monocorde lo dijo: tres centímetros. Quería un cuadrado de tres centímetros de su carne como dote.

            Al principio no pudo entenderlo bien. Le pareció una broma sádica y absurda, incluso fácil de complacer. Enseguida le vino a la cabeza otra pregunta que formuló en voz alta. ¿De dónde?

            Esa era la prueba de amor. Tenía que decidirse a hacerlo sin que nadie supiera, ni tan siquiera Viola, de qué parte de su cuerpo iba a ser. Por supuesto nada que le impidiera la vida. Sería algo externo, superfluo, inapreciable a simple vista. La operación la haría el mejor cirujano de Palermo que era un buen amigo de Gaetani.

            Cuando, al explicárselo, Guido miró a los ojos de  Viola, supo que sería capaz de hacer cualquier cosa por ella. Tendría el valor necesario para rescatarla de aquel mundo y ofrecerle una vida mejor al precio que fuera. Sin dudarlo aceptó.  

             Cuando se llega en barco a Taormina atravesando la bahía, lo primero que se divisa en la línea de la playa es un pequeño restaurante con una terraza que de noche se ilumina con pequeñas luces azules. Las mesas están tan cerca del mar que desde ellas casi se puede tocar el agua. No es muy lujoso pero, sin duda, es donde se sirve el mejor pescado de la isla. Todo el mundo lo conoce y es famosa la amabilidad de la pareja que lo regenta. Muchas veces les acompañan sus tres hijos que corretean jugando entre las mesas y la arena. La gente acude desde muy lejos para degustar su maravillosa sopa de pescado y relajarse disfrutando de su compañía.         

            Se dice que son muy agradables, aunque a ninguno de los dos se les haya oído nunca hablar.