- 7 Certamen de Narrativa Breve 2010 - https://www.canal-literatura.com/7certamen -

206-Una tarde en el café. Por Talese

Dos amigas han quedado en un café para verse después de tantos años.

 María –a la que los chicos llamaban «la botella» porque en la Facultad grababa con su nombre las botellas de agua para no confundirlas con las de sus amigas– se fue a México poco después de acabar los estudios. Trabajaba para una empresa de comunicación que, consolidada su posición en España, se fijó como objetivo su expansión por Hispanoamérica. Claro que nadie quiere dejar la tierra que ama, pues su aire te seguirá acunando, persiguiendo, enloqueciendo; pero María dijo que sí con los ojos cerrados porque:

A) se había enamorado de su jefe (casado felizmente según los papeles) en una fiesta que una de las empleadas había organizado para celebrar sus veinticinco años en la compañía;

B) veía Tijuana como una parada provisional de poco más de un año: su superior le había prometido que no sería un viaje definitivo;

C) había arraigado en la soledad desde que marchó a Madrid desde León para estudiar Periodismo;

D) quizá un poco de todo.

Son las nueve de la mañana del diez de diciembre cuando Gabriel, el relaciones públicas de la empresa, musita al compás de las llamadas: «Vamos, María, coge el teléfono, cógelo, vamos».

Y María lo coge cuando «Chinito», un bailarín cubano al que conoció en una despedida de soltera el año anterior, la despierta de su sueño. Gabriel respira antes de darle la noticia: José ha muerto esa noche.

–Dónde…

–En la M–40 ha sido. También su mujer ha muerto.

Al día siguiente, María llega al aeropuerto de Madrid, el equipaje lleno de recuerdos, la agenda de citas, los ojos de sueño. De momento piensa quedarse un par de días, aunque no ha comprado billete de vuelta. Por la tarde, cuando de José empiece a quedar sólo la medida de su tumba punteada en la retina, se encontrará con Ana en una cafetería del centro.

Ana –a la que los chicos llamaban «la sueca» porque era de piel tan blanca como las nórdicas– espera sentada en el café: su mano mueve la cucharilla en el negro océano.

Ana se casó poco después de que María partiera a México, pero se divorció enseguida; su marido descubrió que el verdadero amor de su mujer se había ido a Tijuana, dejándola en la soledad de un mundo demasiado difícil para sus ojos de niña pequeña. Manuel no dijo nada a nadie sobre eso: «Desapareció la chispa», explicó.

Ana sonríe al recordar a María en los días de Facultad. Se la presentó un amigo de María a quien Ana consiguió alejar de su lado poco a poco. Sin embargo, nunca logró absorberla para sí del todo. Ella, que le ofrecía el amor más limpio, apenas si recibía el honor de un marujeo sobre lo bien conjuntada que había asistido a una fiesta: el cinturón era color vino burdeos igual que sus zapatos. Ana le sonreía como un corderillo, feliz por esas confesiones que acababan cuando el profesor ordenaba silencio.

Durante tres años, desde segundo de carrera a quinto, fue su mejor amiga. Un día escribió a un programa de radio en el que pinchaban la canción dedicada que se les pedía. «A ver si me ponéis Te quiero, de The Yellows, para María, que nunca sintoniza la radio a estas horas». Al terminar la música, el locutor le dijo: «Bueno, Ana, no sé realmente para qué nos pides esta canción si sabes que ella no la va a escuchar. A lo mejor, no lo sé… A lo mejor lo que tienes que hacer es decírselo, aunque al final no te salga como tú quieres o esperas…», porque la letra hablaba de un amor que se extinguía en un silencio mate como niebla.

Ana lloró toda la noche, pero no siguió el consejo. Aún habría de llorar muchas noches antes de que María se fuera a Tijuana, casi sin despedirse de ella; sin recordar, seguro, los días en que le preguntaba «qué miras» cuando Ana, en medio de la clase, apartaba la vista del papel para aprender cada gesto de su amor, cada arruga en sus ojos cuando sonreía, cada pregunta que formulaba al profesor para que se quedara con su cara antes de los exámenes.

María.

Ya han acabado los homenajes fúnebres a don José, el primer jefe que confió en ella, su primer amante, al que olvidó volando sobre las nubes del Atlántico. En el cementerio, aunque no era el sitio más adecuado, el vicepresidente se ha acercado a María para expresarle la satisfacción de los gerifaltes de Madrid por su trabajo en México. «No nos has decepcionado. Todo lo contrario. Y esta mañana, antes de venir aquí, hemos pensado que, ahora que don José ha muerto, pues que habría que reajustar un poco la compañía…».

Y que ella podría volver a Madrid cuando quisiera, para ocupar una de las vicepresidencias. Ha respondido que se lo pensaría. «Habría sido distinto si te hubieras casado o hubieras tenido hijos con algún charrito –risas–, pero me parece que no ha sido ese el caso –más risas–; me parece que no ha sido ese el caso en absoluto» –muchas risas.

María. Ana.

Dos amigas que quedan en un café para verse después de tantos años. Y en el camino la primera va pensando en que quizá ni la reconozca. «Qué tontería», se dice: esto no es como cuando eres niño, que cambias. Llega un momento en que dejas de cambiar. Te quedas como eres, bonita o fea, joven o vieja. «Las ausencias largas son así más llevaderas –piensa–: no existe el olvido».

Las presencias del pasado ocupan un vasto volumen, tanto como el del arrepentimiento. La ingenuidad de una carta, la inspiración de un dibujo que sorpresivamente aparece bajo un túmulo de facturas en una carpeta, un poema: «Lo sé todo sobre ellos en un instante inmóvil, congelado, imperecedero. Y sé, también, que si ahora nos viéramos nos seguiríamos en el juego de resumir en un par de frases los últimos ocho o diez años de nuestras vidas. Daríamos por sentado que todos hemos experimentado lo mismo, que nos hemos enamorado de la misma manera o que el dolor nos ha doblado a todos con igual intensidad».

Van vestidas como sus madres cuando ellas estudiaban en la Facultad. Ya no llevan vaqueros ni nada. Sobre todo María, con un traje de chaqueta rojo, se parece a todas las madres del mundo, aunque no tenga hijos. Se acerca elegante a la mesa donde Ana toma un café. Se saludan con un beso en la mejilla, se cogen de las manos, se alejan como en el corro de la patata para verse mejor, no has cambiado nada, pues anda que tú, vamos, que lo digo en serio mujer, que estás hasta más joven. Risas sinceras.

Toda la mañana «la sueca» se ha dicho que sería para echarse a llorar si las dos se quedaran en blanco, como dos desconocidas; pero qué va. María, que no se ha abrumado con el suplicio de ese silencio posible, se pone a hablar de su viaje, mientras pide un rioja al camarero. Ana, más callada, la interrumpe de vez en cuando para interesarse por su vida allende los mares. María le habla de su trabajo, de sus esperanzas, le habla de sus hombres: «nada serio» (su amiga ve en esa declaración algo así como una promesa). Le pregunta María, como al desgaire, si se casó al final con su amigo Manuel, el único al que hacía un poco de caso. «Sí, pero nos separamos». «Ah, lo siento un montón, mi niña» –María le pone la mano sobre su mano, sin saber lo que para Ana significa esa caricia de las venas, tibia como un beso en los labios.

Ana aparta la mano para coger, nerviosa, la taza de café. «Ya llega tu rioja», le dice señalando al camarero. «¿Te quedarás algún tiempo?», pregunta. «Pues eso sí que no lo sé, porque, mira, esta mañana me han dicho que…».

Por el cristal del restaurante no se distinguen las luces de la calle, tapiadas por la humedad de las ventanas. La niebla se come a los paseantes que vagan con sus bolsas preñadas de regalos navideños. A lo lejos, el reloj de una iglesia entona las notas de un villancico prematuro que tañe un ángel perdido. Dentro, las parejas hablan siempre de lo mismo, soñando entre las brumas que no, que esta vez es diferente, que esa noche de amor que el día les entrega no será como todas las noches de amor. En las paredes los marcos de los cuadros se cansan de ser jaula de paisajes, cárcel de pasiones, mazmorras que encierran el viento.

«Quedarme en Madrid o seguir en Tijuana o que me larguen a Estocolmo es algo que no me importa. Lo que realmente quiero es… Verás… –un sorbo de vino aclara la confusión de su lengua–, lo que quiero realmente es no volver a sufrir de insomnio porque mi cama esté vacía una noche, ni encontrarme llorando bajo la ducha porque me siento sola». «Pero me has dicho que salías con uno…». «Con uno al que conocí metiéndole un billete de cien pesos en la bragueta… No me refiero a esa relación. Con “Chinito” he hecho un año, que no está mal; pero nunca sé si me lo encontraré al día siguiente en casa ni él sabe cuándo me hartaré de sus despedidas de soltera».

Esta vez es Ana quien le coge la mano. La de Ana, caliente por el tacto de la taza de café; la de María, fresca por la copa de vino. Va a susurrarle algo –o eso llega a creer ella– cuando María llama al camarero para que le sirva un gin-tonic.

–Es para despejarme, no creas que me he vuelto una borrachina.

Ana la odia pero es demasiado pronto para dejar de amarla. Odia la vacuidad de sus gestos, la superficialidad de sus maneras, el que se comporte como una mujer orgullosa de serlo. La odia más a cada minuto que pasa. Se consume por esa superioridad con que le parece que ella la está mirando. Quisiera levantarse de la silla, salir corriendo, no volver a verla nunca más. Está convencida de que lo hará. No lo duda. Lo hará, lo hará, lo hará. ¡Lo hará!

No lo hará. No lo hará porque cada vez la quiere con más fuerza en las lindes de su odio. Y sabe que cuando María se levante –porque habrá quedado con alguien para dentro de un rato– quedará sólo el frío sudor del odio, perplejo ante el perdón del amor. La humillación. Que la llame de nuevo, por Dios, que no vuelva a Tijuana, que se quede siempre frente a ella, que le deje mirarla por lo menos un día más, que puedan ir al teatro los sábados como dos buenas amigas, que se despidan con un beso, que no desaparezca nunca esa mano bajo su mano, esas venas bajo la sangre de sus venas.

–Bueno, se me hace tarde.

–¿Ya?

–Acompáñame si quieres, he quedado con Luis, el de la Facultad, ¿te acuerdas?

–Sí.

–Acompáñame, anda.

–A él no le gustaría.

–¡Qué dices! Le caías genial, de verdad.

–No.

–¿No te animas?

–Prefiero quedarme aquí.

–Como quieras.

Y se vuelven a dar un beso en la mejilla, a cogerse las manos, a separarse como en el corro de la patata para verse mejor. «¡Te llamo con lo que sea!», grita María al darse la vuelta.

–Sólo somos eternos cuando lo hemos perdido todo –un susurro que nadie adivina bajo las lágrimas ahogadas.

Ana vuelve a quedarse sola ante la mesa de la ventana. Se guarda en el bolso la servilleta de María manchada de carmín. El café se le ha enfriado. Espera a que anochezca un poco más. En la tele no ponen nada interesante. Su amor ha pagado la cuenta. Todas las cuentas.