- 7 Certamen de Narrativa Breve 2010 - https://www.canal-literatura.com/7certamen -

177- Lágrimas de arena. Por Ala Chica

Sola en casa, Amalia no puede desviar la mirada perdida de una de las ventanas de la sala; fuera llueve a mares, pero esa lluvia embravecida es un mar que no le trae a Alonso de vuelta, que no le arroja a descansar en sus brazos después de otra dura jornada de trabajo en la barca, y encima anochece tras el cristal donde pega la frente y las manos extendidas, y el vaho deja una señal que se enciende y se apaga en vano, inútil como la luz de un faro que alumbrara un océano desierto. Además el tiempo vuela aunque a Amalia se le haga eterna la espera; comienzan a brillar las farolas en la penumbra de las calles vacías del pueblo, de repente un relámpago le ilumina la cara, arrebatada da media vuelta y atraviesa resuelta el pasillo, coge su chubasquero del colgador atornillado en el envés de la puerta de la casa, abre y cierra a su espalda con un portazo.

Amalia se sumerge en el furioso diluvio cubriéndose con la capucha y al doblar la esquina camino de la playa empieza a andar a fuerza de piernas contra el viento de levante, que le azota el rostro con un látigo de nueve colas de agua y la frena entera pero no la vence, así que alcanza el paseo marítimo, se detiene, mira a su derecha y a través de las olas que caen del cielo y rompen en la acera observa el viejo caserón que desde que ella tiene memoria acoge a la cofradía de pescadores, cerrada. Esto debería sosegarme, se dice, porque de ahí no se marcha nadie hasta que ficha el último colega, pero entonces… ¿¡Dónde se ha metido mi marido!? Y comienza a pensar lo peor. ¿Y si la barca se ha ido a pique, un compañero le ha encontrado en alta mar a la deriva, exhausto y congelado, y le ha llevado a urgencias para que le hagan entrar en calor? ¿Y si ha naufragado y se ha hundido antes de que pudieran salvarle? No, no, no puede ser, todo el mundo le estaría buscando; no permitirían que el piélago les derrotara sin lucha, no se rendirían hasta hallar los restos de la catástrofe o el cuerpo…

De un golpe de timón Amalia aleja de sí aquella imagen funesta, reanimada pisa la arena, atraca en la orilla y entorna los ojos para escrutar mejor el horizonte mientras la tormenta le acribilla la cara, pero la noche viste de viuda por una gaviota petroleada y la vista se pierde en la oscuridad mar adentro. Ella intenta calmarse de nuevo, convencerse de que vive una cruel pesadilla de la que despertará en cualquier momento con Alonso a su lado sano y salvo, pero en seguida se reconoce incapaz de aquietar la zozobra de su mente, de ahogar los fatales presagios que vuelven a tenerla en vilo. ¿Y si la barca? ¿Y si él? ¿Y si una pérfida sirena?

A Amalia se le va la cabeza, las lágrimas pugnan por asomarse a la playa, ella se muerde los labios para que el llanto no le aborrasque la mirada, entonces siente un nudo marinero en la garganta, la presión en el pecho que le impide respirar, un grito contenido en las entrañas, violentos temblores que la agitan desde los hombros hasta las yemas de los dedos de los pies, y estremecida ruega a un Dios en el que no cree, con voz convulsa, que no le haya ocurrido nada malo a Alonso.

Solo en su barca, Alonso arranca el motor fuera borda y pone rumbo a la costa. El crepúsculo empieza a dorar un mar que pronto cesará de ser balsa de aceite; el viento del este arrecia y por el cielo se avecina el temporal.

El pescador alcanza la playa cuando ya llueve a mares y aunque la corriente marina le ha apartado unos metros del punto donde suele atracar en tierra firme, salta a la orilla, arrastra a fuerza de brazos el bote hasta la arena que no acostumbra a empapar la marea, recoge sus bártulos de la cubierta, le da media vuelta a la barca y ahí la planta, de vuelta a casa.

Protegido por el chubasquero del bravo oleaje que le embiste a traición, a Alonso parece propulsarle el levante al paseo marítimo, sin embargo allí se detiene, mira a su derecha, se levanta un poco la capucha con la mano izquierda y a través de la colérica tempestad que se lanza contra las oscuras calles desiertas del pueblo ve el viejo bar donde suelen reunirse algunos compañeros a maldecir la faena, abierto. Amalia quizá se preocupe, se dice, porque ya anochece, pero… ¡Un día es un día, diantre!

Alonso pisa la acera mojada, se acerca al refugio que hoy le va a resguardar también de las ráfagas de agua con que ahora le ametralla el viento francotirador apostado en la fosca, empuja la puerta, sano y salvo entra, en el televisor juega España, se sienta en un taburete, se acoda a la barra y pide un sol y sombra.

-Oye, ¿ésa que baja por ahí no es tu mujer? –le apunta un colega.

De un trago Alonso apura la copa, paga, desciende de su asiento, tira de la puerta, sale del bar, mira a su derecha, reconoce el chubasquero de su esposa que se apresura en la playa, camina a su estela, se le aproxima en silencio, por la espalda la abraza sin mediar palabra y ella que hasta ese instante ha conseguido contener las lágrimas a duras penas, empieza entonces a deshacerse en llanto, resbala entre los brazos de su marido, cae hecha charco, comienza a filtrarse en la arena, al fin desaparece y queda Alonso estupefacto, solo y de luto.