Ana estaba dormida en la cama que le correspondía en casa de su abuela. Paola, junto a ella, mantenía los ojos entreabiertos con la mirada puesta en la ventana y Miguel, desde el exterior, se asomaba excitado en el trasluz de las finas cortinas de la habitación.
Ana era de pelo negro azabache, ojos pequeños y rasgados, piel blanca y sonrojada en invierno, cara de inocencia que chirriaba con su mirada inquietante, erótica e insinuante, quizá por su fuerte miopía. Aun así, Ana poseía una belleza y dulzura infantil impresionante, por aquellos días rondaría los 8 años y su feminidad se resumiría a las burdas imitaciones de su madre que hacía contenta, vestida totalmente como una mujer fatal.
Paola, era la niña andaluza por antonomasia. Morena de piel, ojos grandes y a juego con su pelo largo aun siendo niña. Le gustaba cantar y tocar las palmas y se preocupaba más por las telenovelas o el flamenco que por los estudios y el colegio, algo que pasaba desapercibido entre los miembros de su familia que tan sólo quedaban embaucados ante la gracia sevillana que poseía la niña de tan sólo 7 años.
– Pobrecito Miguelito ¿verdad?
– ¿Eh?
– ¡Venga Ana! No me puedo creer que te hayas dormido ya.
Ana despertaba mientras observaba a través de sus ojos entreabiertos como su prima Paola iba hacia ella y se introducía entre sus sábanas.
– No puedo dormir, – dice Paola – la abuela debe estar ya dormida y mira a Miguelito, ya está otra vez mirándonos.
– Venga Paola vamos a dormir que mañana nos despertará el abuelo para ir al cole a las 8 de la mañana.
Paola acariciaba suavemente la cintura de su prima, introduciendo su mano bajo la blusa de su pijama repleto de dibujitos de princesas de cuento.
– Ya nunca lo hacemos Ana, ¿es que ya no me quieres?
– Claro que sí tonta pero es que estoy cansada.
Paola no dejaba de mirar la ventana donde se encontraba Miguel mirando con rostro excitado pero a la vez inocente.
– ¿Sabes? Nunca podría estar con un chico, mira a Miguel, se ilusiona mirándonos en lugar de actuar teniendo incluso 4 o 5 años más que nosotras.
Ana al fin sonrió y mostró la cara que esperaba Paola. Ésta se acercó y besó a Ana en los labios, un breve roce, un contacto entre pieles, un leve toque entre labios inocentes.
Posteriormente, siguió lo de muchas noches. Paola y Ana eran niñas, como cualquier otra, jugaban en el cole a las muñecas, a repasar coreografías y al coger. Pero en casa, jugaban a ser mamá, una mamá que poco veían y de la que poco sabían. Una madre, que en realidad era lo que se imaginaban que sería una madre y, sobre todo, ellas se consideraban mujeres y ansiaban en demostrárselo a sí mismas.
El niño no aprecia grandes diferencias entre él y un hombre, no existe un gran momento ni un importante proceso, no existe ningún rito social que diga al niño que es hombre o que al menos le permita imaginárselo. Un niño se podría decir que incluso viste prácticamente igual que un hombre. Sin embargo, una niña aprecia grandes cambios que son metas para ella. Puede aspirar a ser médico, abogada o arquitecta pero, todas, absolutamente todas las niñas aspiran a ser mujer ante todo. La primera menstruación, el primer sujetador, el abultamiento de los pechos, el maquillaje, los tacones… son retos de una niña normal como Ana o Paola…
– ¡Vamos niñas! A ducharse que es tarde y hay que llegar a tiempo al cole, que no es de buena educación llegar tarde e interrumpir al maestro. ¡ A la ducha que vuestra abuela ya tiene preparado el desayuno!
– ¡Yo primero! Decía Ana.
– ¡Venga hombre que es tarde, ducharos a la vez, que sois niñas, no me vengáis con las tonterías del pudor a vuestra edad!
Ana miró a Paola y ésta le respondió con media sonrisa. En el baño Paola se enjabonaba mientras Ana la miraba. Se entretenía observando como ríos de jabón corrían por la tripa de su prima hasta llegar a la entrepierna y precipitarse al vacío. ¡Qué suavidad tiene su piel, como desliza!
– ¿Qué miras Ana?
– Nada, ¿pero tu qué te has creído?
– Tócame – dijo Paola tras un breve silencio.
El cuerpo infantil de Paola, sin curvas, sin distinción entre cintura y caderas, sin bello y moreno y nuevo resplandeciente sin arrugar era recorrido centímetro a centímetro por las pequeñas manos redondas de Ana.
– ¡Venga vamos! Vociferó el abuelo desde el otro lado de la puerta del baño.
Las dos pegaron un brinco y se dispusieron a salir y a colocarse el uniforme del colegio.
Se sentaron a la mesa de la cocina y desayunaron tostadas mientras Paola hacía manitas bajo la mesa.
En realidad todo el mundo sospechaba: los abuelos, la hermana mayor de Ana… Bueno en realidad, todo el mundo quería tan sólo sospechar. Bah eran niñas, tan sólo una tontería inocente, sólo intentan imitar a sus padres…
Pasado un par de meses Ana, que había estado pensando sobre su secretito, decidió pararle los pies a su prima una noche, de repente, porque según ella había empezado a gustarle Nico Váez, un chico de su clase.
Paola no encajó bien el golpe, la ruptura de su primer amor a los 7 años. Lágrimas caían por su rostro y no le dirigió la palabra a su prima durante más de una semana hasta que ya no pudo resistirse a jugar con ella a las familias y nunca más se supo de aquella curiosa relación pasional, nada, todo quedó en una graciosa historia de la niñez, un secreto compartido y un tema tabú que perduró sellado hasta hoy.
Hoy llegó una carta especial a Ana remitida por alguien que no conocía. Se la trajo su hijo que venía de pasear en bicicleta y se había pasado por el buzón. Su marido se asustó al ver como lágrimas y lágrimas emborronaban las letras de aquella misteriosa carta, para cuando fue a interesarse por el contenido, Ana ya se había encerrado en la habitación y sólo se escuchaban tímidos llantos desde el exterior.
La carta, redactada con caligrafía y expresión de un niño, recordaba a Ana tiempos pasados, casi inexistentes ya en su memoria, más parecidos a un sueño o imaginación que a una realidad pretérita.
Contaba sobre su prima, a cuyo funeral había asistido Ana junto a su marido hace tan sólo un mes escaso. Paola había fallecido por accidente de tráfico a la vuelta de las vacaciones estivales a los 41 años de edad.
La carta parecía estar escrita por su prima en la niñez y especificaba demasiados detalles como para ser una broma macabra. Además era su letra, escrita con su bolígrafo favorito verde. Hablaba sobre una sentencia judicial de hace muchísimos años. Ana ya lo había olvidado completamente, fue un suceso traumático de su infancia.
El médico de Paola, cuando era tan sólo una niña, le detectó signos de abuso sexual.
La sociedad de la época, muy concienciada contra el abuso sexual a menores de edad, rápidamente acusó a Miguelito, el chico tonto del barrio, que sufría deficiencias mentales. Ana, una niña apabullada por todo aquel asunto macabro y público se asustó y confesó que, realmente, Miguelito las observaba con frecuencia desde la ventana y que incluso llegó a masturbarse en su presencia.
La sentencia judicial fue firme. Miguelito pasó de ser un chavalillo vivaz y feliz que paseaba curioso por las calles de su barrio a ser un conjunto de órganos sedados de los que colgaba un hilo brillante de baba. A sus oídos adormecidos químicamente, seguro que aún llegaban la cantidad de insultos que le lanzaban aún muchos vecinos.
Una vida triste y solitaria enclaustrada en el hogar, huyendo de la venganza social de los vecinos, consternados por lo ocurrido con la morenita Paola.
La carta seguía con la misma caligrafía infantil verde.
En la carta, Paola se confesaba a alguien aún en su niñez.
En la carta, emborronada por los llantos de Ana, se podía aún entreleer cómo su prima, aún siendo niña confesaba a alguien quien había sido su verdadero acosador, su martirio, su oscuro amante que la acompañaba de la mano al colegio, su abuelo.
La carta terminaba con un “Por favor Miguelito, no le cuentes a nadie lo de mi abuelo, el me quiere mucho”.
Ana dio la vuelta al sobre y volvió a leer el remitente. Ahora si sabía quien era la persona que le había mandado aquella antigua carta infantil, “Miguel Ferrara Páez”, Miguelito.
Ana salió corriendo hacia casa de Miguel sin decir nada a su familia y en su mismo portal estaba la madre del mismo, ya anciana, con una vida entera dedicada a su hijo, un supuesto acosador sexual de niños. Lloraba y lloraba sentada en un peldaño de la escalera y la cual no soltó palabra.
Siguió corriendo y al llegar a casa de Miguelito la puerta estaba entreabierta.
Allí estaba Miguel sentado en un sillón con los ojos cerrados y con su corazón dormido.
Con la muerte de Paola, la vida de Miguel expiró, se esfumó, como algo caducado e inservible. La vida de Miguel, sin Paola, su amor infantil, no tenía sentido y las ganas de vivir que no le arrebató su enfermedad ni una sentencia judicial se desplomaron ante la muerte de un amor verdadero, un amor sincero, un amor puro que tan sólo existe en el corazón de un demente.