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172- Lejanas vacaciones. Por Calpurnia Tate

Las vacaciones de verano eran mi época favorita del año. Esperaba su llegada, ansioso y emocionado, pues sabía que era el momento perfecto para compartir más tiempo con los miembros de mi familia. Marchábamos todos juntos, a lugares siempre diferentes, maravillosos y, sobre todo, muy divertidos. Durante aquellos días se me permitía acompañarles a todas partes, jugar durante horas y a veces, incluso, dormir a su lado. Era una especie de recompensa a todos aquellos fríos meses de espera en soledad junto a la puerta del pequeño piso en que vivíamos, hasta que regresaban de la escuela o del trabajo.

Un verano me llevaron a la playa. Nunca antes la había visto y recuerdo que, nada más llegar, me quedé plantado en mitad de toda aquella arena, un manto dorado y mullido, mirando hacia un horizonte inmenso y azul que se balanceaba majestuoso, yendo y viniendo hacia mí e incitándome a todo tipo de juegos. Aún recuerdo la intensa emoción que me invadió en aquel día tan especial. Corrí como un loco, sin rumbo, en círculos, dando vueltas alrededor de mí mismo. Me acerqué a la orilla de aquel mar y hundí mi morro en sus aguas espumosas, burbujeantes, de sabor terrible, que me salpicaban la cara. Era estupendo y tan nuevo… Creo que aquella fue una de las mejores tardes que he pasado en toda mi vida.

En otras ocasiones, el destino de nuestras vacaciones era el campo; “el pueblo”, como solía llamarlo mi familia. Nos instalábamos en una gran casa sin escaleras, de color amarillo pajizo, rodeada de una extensa parcela de tierra, ideal para corretear en busca de ratones o para perseguir gatos. Había un huerto, un corral con gallinas y un pato, y por las tardes, Andrés cogía la manguera para regar los rosales y siempre terminaba mojándonos a mí y a los niños con el chorro de agua fresca… Y corríamos, y saltábamos y terminábamos empapados, exhaustos y, sobre todo, felices.

Una calurosa noche del pasado año, Ana preparó por fin las maletas y, a la mañana siguiente, antes del amanecer, montamos todos en el coche, un verano más, rumbo a las vacaciones. ¡Qué emocionante! Cuando llevábamos un buen rato de camino, Andrés paró el coche. Durante aquellos viajes, que solían ser largos y cansados, nos deteníamos en varias ocasiones y normalmente bajábamos todos, a despejarnos y desentumecer los músculos. Sin embargo, aquel día, sólo Andrés bajó conmigo. Ana y los niños permanecieron dentro del coche. Marta, leía una revista y escuchaba música a través de esos pequeños aparatos que llevaba a todas horas dentro de sus orejas, mientras Nicolás jugaba a matar marcianos, como él decía, en aquella máquina pequeña que hacía bip-bip. Miré a mi alrededor y sólo vi una nada sucia e inmensa, un camión desguazado y una caseta vieja a la que Andrés, sin decir palabra, me sujetó con una cadena. Se respiraba un olor extraño, nauseabundo. A mi entender, no era un sitio hermoso ni parecía divertido, por lo que deduje que no podía tratarse del lugar de nuestras vacaciones. Miré dentro de los ojos de Andrés, como hacía siempre que necesitaba entender lo que estaba sucediendo. No sabía qué hacer, así que me senté, sumiso sobre una vieja caja de madera, en espera de sus instrucciones, pensando que quizá se tratara de algún juego nuevo de esos que solía inventar a cada rato cuando yo era un cachorro. Pero él, sin mirarme siquiera, sin articular palabra, me dio la espalda. Se dirigió de nuevo al coche, lo arrancó y vi cómo se marchaban levantando una nube espesa de polvo que se metió en mi nariz y me irritó la garganta. Seguí con la mirada el coche, incrédulo, mientras se alejaba. No comprendía nada. Lo único que sabía era que debía esperarles allí sentado porque estaba seguro de que volverían muy pronto a por mí. Pero no volvieron. Pasaron las horas y se hizo de noche. Me tumbé sobre el cajón, inquieto, asustado, muy solo. Transcurrió mucho, mucho más tiempo y yo seguí ahí esperando, cada vez más confundido, más nervioso, sin poder controlar el temblor que invadía todo mi cuerpo. Me sentí tan aterrado que ladré y ladré, hasta que mi voz se tornó ronca. Desesperado, traté de huir, pero la cadena sólo me permitió alejarme unos metros y me hice daño en el cuello. Aún así, seguí tirando, una y otra vez. No sé cuándo me quedé dormido, pero cuando abrí los ojos deseando en vano que todo hubiera sido un sueño, ya era de día. Seguía estando solo, atado a aquella caseta, sin rastro de Andrés, ni de Ana, ni de los niños por ninguna parte. Mi familia… ¿por qué no volvían a buscarme? El sol calentaba cada vez más fuerte y yo me encontraba hambriento y tenía mucha sed. Recuerdo que empecé a perder las fuerzas, que se me cerraban los ojos. Me tumbé, buscando un poco sombra tras la caja de madera, y ya no pude levantarme. Pensé en la playa y en el pueblo y en el chorro de agua fresca que salía de aquella manguera. Por un instante incluso creí sentir su frescor en mi cuerpo y al cabo de un tiempo, ya no sentí nada. De pronto escuché una voz que murmuraba dulces palabras junto a mi oreja mientras liberaba mi cuello dolorido del collar y la cadena. Intenté abrir los ojos. Después, alguien mojó mi cabeza y mi hocico reseco con agua y me tomó en sus brazos. No pude ver de quién se trataba pero creí descubrir en ese humano el olor de la esperanza y del sosiego.

Desde aquel día vivo con Estela y con otros como yo en el patio trasero de un caserón blanco. Somos muchos: perros grandes y pequeños, jóvenes y muy viejos, pero todos nos llevamos bien y formamos una gran familia. Estela nos trae comida, juguetes, amor y compañía.  A veces, vienen de visita personas desconocidas y nos observan con detenimiento. Casi siempre eligen a uno de nosotros y se lo llevan, después de firmar un papel. A mí no me han elegido todavía, porque cuando les veo llegar me escondo. Tengo miedo de volver a percibir aquel horrible olor a indiferencia. Y sobre todo, tengo miedo de mirarles a los ojos y descubrir en sus miradas el vacío terrible que, un día, cuando íbamos de vacaciones, vi en los ojos de Andrés, mientras me dejaba atado a aquella vieja caseta.