Icono del sitio 7 Certamen de Narrativa Breve 2010

165-Contacto. Por Oliveira

Los trenes a esas horas son así, apenas un espacio precario limitado por piernas y bultos, la señora que salió tarde del trabajo y ahora se apresura a tomar sitio, el hombre con las manos blanqueadas por la pintura que mira soñoliento las páginas de un diario, la mujer rubia de tacón alto que se mantiene erguida mientras su mano enguantada se pasea por el pasamanos del vagón. Todo parece estar concebido bajo un orden antiguo: la orquestada participación de los bostezos, los ojos cerrados del cansancio, el lento transcurrir del paisaje urbano en jirones por los cristales tintados. Movido por la costumbre, me dispuse a atravesar el pasillo del vagón como si se tratara de la estrecha sala de un museo, contemplando caras como estatuas, ropas como lienzos, examinando fugazmente sus rarezas apreciables. Fue entonces cuando lo vi. Estaba parado en una esquina, atrapado entre la puerta y dos hombres corpulentos que vestían aún sus ropas de trabajo. A pesar de la estrechez lograba retener su cuerpo para no rozar a los otros. Llevaba un grueso abrigo de tergal, un aparatoso gorro y unos guantes de lana. A la segunda estación pudo sentarse tranquilo, ya que a esa altura del trayecto el tren suele quedar medio vacío. Sostenía un libro entre sus guantes. Miré, como acostumbro, el título. Mano, de Guillermo Anguiano. Creo que fue a partir de ese momento cuando empezó a interesarme de veras. Me senté junto a él a pesar de que en el vagón quedaban numerosos asientos libres. Tras una breve conversación, en la que intercambiamos algunas impresiones anodinas acerca del tiempo y del libro que estaba leyendo, me contó esta increíble historia, que reproduzco con la literalidad que me permite mi imperfecta memoria.

*

Mis manos… ¿Cómo explicarlo? Al principio todo me era confuso, ya que nunca me había interesado por semejantes temas. El libro del que hablamos no me sirvió de mucho. A partir de las primeras lecturas supe ya distinguir a qué respondía la precisa geometría del sentido del tacto. Los corpúsculos de Meissner y de Pacini, los discos de Merkel, el músculo horripilador… Créame si le digo que todas las definiciones de este mundo encierran un infierno posible. Pero no quiero ser desordenado. Comenzaré por el principio.

Solíamos contárnoslos con el segundo café de la mañana. A Laura le gustaba ese juego porque era como un reencuentro, como recuperar el tiempo que habíamos perdido en las horas de sueño. Tanto los suyos como los míos tendían a ser simples representaciones de lo vivido durante el día, con ligeras salvedades que derivaban en pesadillas. Por lo demás, nunca tuvimos demasiados sobresaltos al respecto. Tanto ella como yo éramos personas normales, y como tales asumíamos nuestras poco usuales rarezas. Un día Laura me contó que en su sueño nos perseguía un tigre por una selva repleta de manos que colgaban de los árboles. En el último momento las manos nos atrapaban y el tigre se abalanzaba hacia nosotros, instante en el que Laura había abierto los ojos para evitar lo inevitable. Esa mañana, después del desayuno, nos fuimos tranquilos a la oficina y las pesadillas desaparecieron durante algunas semanas. Hasta el día en que, por la mañana, después del segundo café, le conté lo que esa noche había soñado.

Me hallaba en una amplia sala de paredes blanqueadas. La claridad cegadora del sol en el poniente atravesaba la única ventana que había en la estancia. Yo me encontraba sentado en un incómodo asiento de madera sin respaldo. Mis manos estaban atadas a mi espalda, mi cuerpo cubierto por una túnica blanca de grosero lienzo. Frente a mí se hallaba un hombre vestido con una toga negra que leía con aire grave ciertos papeles que removía de vez en cuando. Tenía a ambos lados a dos hombres: uno de ellos parecía un escribiente, el otro un verdugo. Después de un tiempo que no sabría determinar el togado comenzó a hacerme preguntas. Fue entonces cuando comprendí que me hallaba en un proceso judicial. Se me acusaba de haber robado unas gallinas y de haberlas vendido a un aldeano vecino. Negué la acusación varias veces ya que en mi sueño no recordaba haber hecho nada parecido. A mi tercera negativa el togado le hizo una seña al verdugo. El escribiente se dispuso a transcribir el interrogatorio. El suplicio comenzó cuando se encendieron las lámparas, al caer el sol, y no recuerdo exactamente cuánto duró. Lo que sí puedo asegurarle es que el tiempo se detuvo en mi pesadilla, y que lo que conscientes concebimos como una hora, como un minuto, como un segundo, quedó en suspenso esa noche. El verdugo comenzó golpeándome los dedos con una voluminosa maza de madera, después las uñas, después las manos enteras rompiéndome los huesos. Estiró mi cuerpo en el potro, tensó mis brazos y mis piernas dislocando algunas de sus articulaciones. El escribiente anotaba todos y cada uno de mis lamentos. Tras lo que me pareció una eternidad sin tiempo confesé el delito que no había cometido. El togado dictó sentencia. Desperté en el preciso instante en que mis manos me fueron arrancadas por un certero golpe de hacha del verdugo.

Supe entonces que algo se había quebrado en mí, que el horror que contemplaba en los ojos de Laura era la prolongación misma del suplicio, como si la pesadilla no se hubiese diluido entre nosotros tras haberla contado. Nos fuimos a la oficina como si nada hubiera ocurrido, y durante algunas semanas todo pareció transcurrir con absoluta normalidad. Por las mañanas Laura me relataba sus sueños. Los míos no volvieron a manifestarse en imágenes.

La primera vez ocurrió mientras ordenaba los informes que se acumulaban cada lunes encima de mi escritorio. Mi trabajo consistía en indexarlos siguiendo un rudimentario sistema de clasificación consistente en anotar en un registro sus datos esenciales. La informatización no había llegado aún a los despachos ministeriales, de manera que debía cumplir mi cometido a mano. Ese día traté de anotar los datos en el registro, pero me fue completamente imposible. Había olvidado el nombre del utensilio que sirve para escribir y, en consecuencia, había olvidado también todo lo relativo a la escritura. Pese a tenerlo al alcance de la mano no me era posible tomarlo y hacer anotación alguna. No quiero abrumarle. Tan sólo le diré que mi desesperación fue en aquel momento infinitamente mayor que ahora su sorpresa.

No tardé en darme cuenta de que ese extraño suceso respondía a fuerzas para mí desconocidas. Durante algunos días traté de recordar los nombres posibles de los utensilios de escritura que mi memoria recordaba. Hice un inventario mental de todas las cosas que sirven para escribir. Pronto comprendí que me encontraba en un callejón sin salida. En cuanto tocaba algún objeto para garrapatear cualquier cosa en un papel, en la arena o en las paredes, ese objeto perdía para mí su nombre y sus atributos. Mi alteración nerviosa impresionó de tal modo a Laura que me acompañó a visitar a algunos médicos amigos. Incrédulos, tan sólo pudieron hacer diagnósticos relacionados con los trastornos nerviosos. Me recetaron calmantes y me dieron unas semanas de vacaciones, tras las cuales yo seguía en el mismo estado. Traté de reponerme realizando ejercicios mentales, reflexionando acerca de mi mal. Hasta que un día, en un raro arrebato de lucidez, logré averiguar su verdadera naturaleza.                             

Eran mis manos las que me hacían olvidar los objetos que tocaba. Al tocarlos olvidaba sus nombres y, con éstos, sus propiedades, sus funciones, su utilidad. Constaté entonces que las palabras no sólo definen el mundo sino que también lo crean a su manera. Comprendí que al darle nombre a los objetos damos también forma a su existencia. Todo lo que no es nombrado es invisible a nuestros ojos. Así comprobé que también otros utensilios comunes comenzaban a perder sus nombres, momento a partir del cual era incapaz de servirme de ellos. En pocos días terminé comiendo con las manos, caminando descalzo, saliendo desnudo a la calle, y todo ello por desconocer la existencia de objetos a los que no podía dar nombre alguno. Sabía que antes inhalaba humo en objetos cilíndricos y que miraba imágenes en cajas de plástico y cristal, y que esos pequeños gestos me reportaban cierto placer. Me obsesioné de tal modo que decidí no tocar nada, o hacerlo al menos con cierta protección. Cubrí mis manos con toda suerte de tejidos, y al menos logré, en un primer momento, mitigar sus funestas consecuencias.

En aquellos días Laura me contemplaba afligida. No estábamos preparados para afrontar mi enfermedad. Pronto decidió marcharse, no sin antes asegurarse de que podría vestirme y nutrirme solo. En realidad se lo agradecí, porque ya comenzaba a olvidarme de su nombre, y no habría tardado en borrarla por completo de mi memoria.

Perdí mi trabajo. Me despidieron indemnizándome por mis numerosos años de servicio, de modo que pude pasar todo mi tiempo pensando en lo que me ocurría y en sus posibles curaciones. Asistí a cursos de relajación, practiqué la acupuntura, incluso visité a un afamado prestidigitador que gozaba de cierta reputación en el campo de la hipnosis. Aparte de ciertos traumas que se remontaban a mi primera infancia, no logró aportar nada nuevo a lo que ya sabía. Era evidente que la naturaleza de mi enfermedad estaba ligada al momento de su origen. Y fue así como terminé por relacionarla con el sueño.

El verdugo me arrancó las manos y, con ellas, el sentido del tacto. Yo era en mi sueño un ladrón de gallinas al que en un tiempo indeterminado de un remoto pasado le sometían a un doloroso suplicio. Mis manos no pueden ahora darle un nombre táctil a las cosas, y es por esto por lo que me olvido del nombre y de la existencia de los objetos y de las personas que toco. Porque las manos que mutiló el verdugo no eran otras que las de mi memoria. Al amputarme las manos el verdugo redujo mi mundo a lo que es ahora: un universo de objetos sin nombre, una ciega cosmogonía sin palabras.

Pronto olvidaré hacer uso de la lectura. Ni tan siquiera este tejido que cubre mis manos, cuyo nombre desconozco, es capaz de ralentizar el avance del mal en mi cuerpo. Le cuento todo esto para que usted lo cuente a otros. Escriba la historia que le he contado. Hágales saber a los que quieran escucharle lo que puede llegar a ocurrirles si carecen de la facultad de nombrar sus mundos sucesivos. Dígales lo que ve en mí, reláteles los pormenores de mi locura. Al menos así sabré que también yo he existido, que alguien dará a las cosas los nombres que a mí se me han negado.

*

Mientras nos dirigíamos al vestíbulo de la estación me hizo una última confesión. Esa misma tarde, cuando llegara a su casa, se quitaría los guantes y se tocaría la cara y el cuerpo. Sólo de ese modo atajaría de raíz el mal: olvidándose de sí mismo, perdiendo el último nombre que de alguna forma le ataba al mundo. Entonces sería la nada, un vacío absoluto, el retorno a esa inconsciencia primera del organismo que aún no reconoce su ser, el brusco ingreso en la esfera primitiva de los animales y las cosas. Nos despedimos con un fuerte apretón de manos. Lo vi perderse entre la multitud que a esas horas de la tarde colma las bocacalles que conducen a la estación.

Al llegar a mi apartamento me dispuse a hacer lo que le había prometido. He escrito esta historia sin la menor dilación porque de otro modo nadie la habría escrito. Ahora sé, mientras escribo, que tras ese apretón de manos algo en mí se ha quebrado. Siento cómo las cosas que toco son arrancadas de mi memoria. Pronto olvidaré hacer uso de este bolígrafo, de este papel, de esta mesa y de estas manos que van perdiendo todos sus nombres, todas las posibles formas en que los he sentido.

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