- 7 Certamen de Narrativa Breve 2010 - https://www.canal-literatura.com/7certamen -

148- La Redención. Por Nazareth

La tarde está cerrada. La lluvia empaña los cristales y en su contagio también a ellos. Carmen  comienza el diálogo, ya roto, sobrio y débil. La amapola que parecía crecer en la maleza del desconsuelo, en la tierra gris e inerte de la que brota, cae vencida ante la gota del ojo ajeno. Una Carmen se arroja al fuego. Comienza por exigirle el tiempo robado, las horas dadas como ofrenda a la cofradía del vino en la que él milita desde hace años, los mismos que llevan casados. También el tiempo escamoteado con el continuo ir y venir hacia la que lo parió y lo acoge como loba en celo, día a día, minuto a minuto, sin miramientos. Luego, una Carmen de barro se  tira al fuego, y le cuenta que se siente sola y enferma, que intenta caminar por la ola con pies de cristal y sin horizonte, desesperada y con miedo. Al fin, una Carmen de papel, inerte se cae al fuego. Ahora era el momento de salir, como tallo de hierro.

Es el final de una larga travesía. La leve arenilla que cayó durante años forma un montículo, en esencia pequeño, en presencia, difícil  de solventar.  Es el final de una historia de amor al uso, de miradas que buscan a quienes no quieren ser encontrados, de caricias estériles, de besos grises y de suspiros mudos, callados. A Antonio le sangra el corazón. La bronca es su antídoto. La blasfemia su expresión. Sin embargo, ahora, todo está dicho. Coge su abrigo y se marcha.  La libera, a ella, tentadora, como la guitarra al flamenco, amarrada su cabeza a una larga coleta. Sus ojos, otrora azul cobalto, se esconden tras el párpado, que cae igual que el monte sobre el sol en primavera. En una habitación avellana, salpicada con pequeños animales de plástico, osos de terciopelo y una muñeca de cabeza rota, se vuelve ovillo y rueda al sofá, hacia la miseria que invita a reír y llorar a la vez y a descompás. Con el tiempo acepta el descarrile, la niebla en la traviesa que la detiene y con ello la salva. Lo agradece. Es vital.

La puerta cruje cual gruta de la que emergen lenguas de piedra a punto de quebrar, después de hablar o atacar. En su éxtasis, deja caer pequeños granos de arena y acaso minúsculos trozos de pintura roja que muestra la  humedad y el color verdoso de un hogar en peligro de putrefacción. Se marcha sin recoger el hosco agujero en el que vació sus desdichas, en el que derramó sus quejidos. La libera, sin saber Carmen qué hacer con todo ello y cómo luchar contra los cuatro elementos: la tierra, contra la imponencia del muro cuyas rocas no atraviesan ya vocal ni suspiro alguno, y el agua, que se filtra por aquellas paredes que un día cubrieron con vapor y que ahora se enmohecen por el vaho y el frío que expiden ambos cuerpos. El fuego, al caer, sin elección. Carmen se pregunta qué hacer también con el aire, liberador para el preso, asfixiante en demasía. Desplegar las alas para lanzarse sobre el vacio no tiene tampoco mucho sentido.

Si él tuviera el tono de Carmen o siquiera hubiera aprendido algo de ella, seguro que le hubiera dicho en más de una ocasión, antes de terminar con aquella farsa que entiende que cuando nació sus ojos eran opacos como los de un búho y sus piernas cortitas de paloma. Que siempre se sintiera atrapada cual canario en el espeso árbol. Que no pudiera avanzar porque de sus brazos brotaba vello y no plumas vigorosas que la auparan hacia el cielo. “Si no pude desenredarte de cada hilo, de cada rama, ni te ayudé a avanzar en cada paso, lo siento. Pero pedirme, además, que te deje atravesar libre el cristal para que puedas volar igual que un pájaro, eso Carmen, eso es pedirme demasiado”, le diría.

Pero ya era tarde. Antonio calla y la deja del que la liberará de su enfermedad. A Carmen ya no le queda alternativa. Tuvo que huir de un ser masculino a la antigua usanza, coartador, viril y vil al mismo tiempo. Cubrir con lágrimas la imagen que en su día se posó sobre sus dos aguas cristalinas. La fuerza de su presencia siempre logró sus manos, falsamente consoladas. Pero nada más. Quiso alcanzarlo y cambiarlo, más, ¡qué pena!, pues de dos cuerpos contrapuestos sólo puede emerger desconsuelo, y luego piedra, y luego arena.

Paran los días y cicatriza el pesar. Es lunes y su cita, que había esperado ya demasiado tiempo, se presenta ante ella como algo real, posible, al fin posible. Devuelto Antonio al país del que nunca debió salir, y sopesado el peligro entre acabar de enfermar por consentir lo retrógrado y lo absurdo, o vivir; decidida a acabar con la sangre que en forma de manantial emerge de vez en cuando de sus entrañas, es el momento de dar el paso y terminar con esta sinrazón que hace años domina su vida.

Ataviada con sus mejores trajes, como manda la tradición cuando uno visita al doctor en un pueblo obsoleto, Carmen sale a la calle. Al fondo, bocas negras tejen el hilo que cubre el cielo con una manta grisácea. En el interior de alguna ventana se adivinan las brasas que atizan las pocas viejas que en la mañana quedan olvidadas por la voz del olivo que aguarda la descarga de su peso. Carmen esquiva las miradas de los vecinos, la curiosidad de los ojos que se escapan por los entreabiertos postigos de un pueblo cruel y antiguo como él sólo. Avanza por su calle. Se detiene frente al caserón de fachada marchita que deja caer el peso de su esqueleto sobre el muro de la vieja iglesia. Cuando la mansión bosteza, lo que ocurre siempre que arrecia el viento, asoman derruidas paredes en las que la carcoma campa a su ancha. Otro paso hacia delante y otra despedida. La de la panadería, la misma que llenaba de colores la vieja piedra gracias al reflejo de su dulce cristalera en el exterior. Recuerda sus vitrinas, que firmes como niñas de comunión, mostraban sus encantos al goloso. Era otro tiempo, de sabor a chocolate, de ángeles con cabellos rubios, de sabor.

            Avanza hacia su propósito echa palo, desprovista de las sinuosas formas que en su día le dieron esplendor. En el horizonte, observa cómo pequeños hombres se balancean al ritmo que marca el gigante que toma el campo cada mañana de invierno. Invade la nada el susurro de la maquinaria leve. Criba la criba la aceituna y la fuerza, mitad disuelta, mitad apropiada por vigorosas ramas. Divisa a lo lejos hombres que desfogan y pegan con la vara a la madre tierra. Las mujeres se arrastran entre sus piernas. Una jornada, otra tarde, siempre. Ahora recuerda cuando era una de ellas, cuando bebió el néctar que engendró costumbre, a veces buena, casi siempre mala. Espera el autobús y reniega del día en que llegó a este pueblo para quedarse, del día en que coloreó sus mejillas con la sangre del fruto que marcó su cara y a la vez su espíritu. Ahora, por fin había recuperado la vista, hasta ahora envuelta en gasa como la de la gallinita ciega.

Hoy ya era otro lunes, atrás quedaron la locura, los celos, la falda larga, las caderas apretadas, las piernas juntas, la brujería, el olor a chimenea. Era su cita con el que la puede liberar, tan anhelada, tan necesaria para su vida.

Vacía como momia, se estremece ante lo que puede acontecer. El autobús la lleva hasta el lugar elegido para la exploración. Desciende por las escaleras del habitáculo y una bocanada de azahar le revuelve el cabello, hoy suelto, mientras avanza sobre la recoleta plaza a la que nadie olvidó colocar su banco, su árbol, su fuente. Una calle la separa del lugar que busca. Hierática, la hilera de flores que divide la calle acaricia la falta a su paso y la decora con pinceladas azules, lilas y rosas. Llega luz de domingo de ramos.

Con más pudor que miedo, no hay opción. Es el momento de cortar el derrame que durante años la atormenta. Ahora no puede volverse atrás. Le invade la ansiedad. Sus ojos ya no se baten con el que va, con el que viene. Sus ojos no dan vida a la miseria. Atrás quedó su ilusión de cenicienta, de blancanieves, de bella en busca de su zapato, su manzana o su bestia. Por fin dejó de ser la enagua en la mesa, el porrón en el patio, la merienda en el zurrón y la faja en la joven universitaria. La punta de la torre que avista a lo lejos le dibuja, cual dedo índice, un nuevo horizonte.

En su cabeza danzan malditas las horas perdidas. Sus manos tiemblan asustadas por la incertidumbre. Se cura o no se cura. Esa es la doble opción. Contiene a la fiera que emerge de dentro, asustada, acorralada, desesperada. Lo mira. Le habla. No hay marcha atrás. Llega su redención: fuera el dolor, adquirida la pérdida, liberado el cautivo. Llega su redención.