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144-El hombrecillo de bronce. Por Minerva

 En el pequeño transistor se escucha el avance meteorológico: “Para el día de hoy se prevé que el mercurio no sobrepase los cuatro grados sobre cero”. Damián comienza a vendarse pacientemente las piernas y después continúa con  los brazos. Acto seguido se coloca unos leotardos de lana y una camiseta de felpa de manga larga. Termina de vestirse poniéndose unos vaqueros y un  grueso jersey. Coge una gran bolsa que tiene preparada y pasa al dormitorio a despedirse de su mujer. La besa con ternura mientras le recomienda que no olvide tomarse las pastillas. Ella le pide que no se quede mucho tiempo allí y vuelva pronto a casa.

Sobre las nueve de la mañana Damián coge el metro y se traslada desde Vallecas hasta Sol. Camina hasta la Plaza Mayor, busca una ubicación y deja la bolsa en el suelo.

Hace poco más de dos años era uno de los  mejores soldadores de su empresa.  Quizás el más experto y valorado. Su pequeña estatura le facultaba para realizar las soldaduras en los lugares más recónditos y también para colgarse de las más altas vigas. La templanza de sus nervios junto a su enorme responsabilidad contribuían a hacer de sus trabajos verdaderas obras de arte. Entonces el trabajo abundaba y estaba bien pagado y por ello con el acuerdo de su mujer, Matilde, ambos decidieron comprarse aquél ático tan bien situado donde vivieron quince años llegando a ser casi felices. Tan sólo les faltaba esa alegría que traen los hijos; éstos no llegaron a pesar de todas las pruebas y fecundaciones a las que se sometió Matilde.

Pero la muy anunciada crisis llegó. A pesar de que nadie se había preparado para recibirla. Las obras se paralizaron por todo el País y, como siguiendo un mandato divino el dinero desapareció de la faz de la piel de toro. Damián perdió, al igual que sus compañeros, su trabajo y al acogerse a la ayuda por desempleo sus ingresos menguaron de manera alarmante. Únicamente les llegaba para comer y pagar los gastos de la casa. Tuvieron que dejar de pagar la hipoteca y al cabo de dieciocho meses, tras sucesivos apremios y ultimátum, el banco efectuó el embargo del ático. El matrimonio rondaba la cincuentena y se vieron obligados a buscar un pequeño piso  de alquiler en el lugar más barato que encontraron.

De la bolsa extrae un mono pintado con purpurina dorada mezclada con una pequeña parte de pintura negra, se lo pone, se calza unos zapatos pintados igual y acto seguido coge un frasco donde guarda parte de la mezcla e introduce los dedos y se embadurna la cara y manos y por último el pelo. Coloca una peana que lleva con idéntica pintura y también un pequeño cajón que coloca delante. Se sube a la peana y adopta una postura parecida a la de un esquiador de fondo.

La gente que  pasa se detiene ante él; les resulta curioso su disfraz  y piensan en lo que quiere simbolizar. Unos dicen: “Es un Madelman”. Otros sugieren: “Es un hombrecillo de bronce”. En lo que todos están de acuerdo es en su baja estatura: “!Qué pequeño y qué delgado es!” Comentan al mirarlo.

Lo cierto es que ni él mismo sabe porqué decidió aquél atuendo; cuando fue a la tienda de bricolaje pensando en pintar el mono azul del trabajo lo más brillante que vio fue aquel frasco de purpurina y lo compró sin pensar nada más. La verdad es que nunca tuvo mucha imaginación y Matilde le ayudó un poco en su acabado.

Damián se mantiene inmóvil mientras los músculos de sus extremidades se entumecen y únicamente lo delata un leve pestañeo.  Una joven advierte a otra: “!Mira no es una estatua! ¿lo has visto pestañear?”  Una pareja se hace una foto junto a él; y un niño comienza a darle pataditas en las espinillas para cerciorarse de su autenticidad, con esa especie de crueldad infantil que los caracteriza, hasta que la madre se percata del acto y corta por lo sano llevándoselo de allí  agarrado del brazo.

Algunos, los menos, dejan caer una moneda por la ranura del cajoncillo; éste consiste en una caja de madera rectangular y cuya parte frontal tiene forma de rampa donde al terminar ésta se abre la ranura que deja caer las monedas para que sólo con la llave del candado que tiene detrás y Damián guarda en su casa, puedan sacarse. Él había inventado este sistema después de que en dos ocasiones unos gamberros le robasen el cestillo con toda la recaudación.

Soporta los dolores musculares hasta que llega su límite que es cuando comienzan a saltársele las lágrimas; entonces lentamente su cerebro ordena el movimiento a los músculos y éstos como si perteneciesen a un anfibio y volvieran de un letargo invernal inician  el lento movimiento, que dura unos minutos, para de nuevo volver a la posición anterior.

Se había agarrado a la mímica como la última tabla de salvación después de terminar con la prestación del desempleo, después de despedirlo de su trabajo como camarero, después de que ni una mala chapuza le saliera con la que pudiese sacarse unos euros. Y como las desgracias no vienen solas, Matilde tuvo que operarse de cáncer de vejiga y tardaba en recuperarse; la quimioterapia la mantenía entre la cama y el baño la mayor parte del día. En el pequeño piso de planta baja faltaba higiene, se respiraba una atmósfera insuflada de medicamentos.

Mientras escucha el murmullo de la gente que transita y los comentarios de las personas que se detienen a observarlo, Damián, con los ojos cerrados, se concentra efectuando con la mente una de las miles de  soldaduras que antes realizaba y ve pasar el cordón de acero con lentitud mientras saltan chispas brillantes y jubilosas alrededor.

Pero esta vez tiene que soldar una recta que no se acaba, no tiene fin, es una recta que sigue y sigue, como si fuera un camino que no lleva a ninguna parte; sólo oscuridad lo rodea; no se ve ninguna bifurcación, nada que pueda parecerse a una salida, y la recta parece estrecharse cada vez más; la soldadura es ya como un fino hilo de coser… Un seco golpeteo lo hace volver a la realidad, es un perro vagabundo que la ha tomado con su cajoncillo. Está anocheciendo y la plaza se ha quedado casi desierta; el frío ha hecho retirarse a la gente antes de lo habitual. Con las piernas acorchadas y poseídas por calambres como rayos que las cruzan de forma aleatoria,  Damián empieza a quitarse el mono y se pone su ropa que había guardado en la bolsa. Saca un frasco con alcohol e impregna  un pañuelo de papel y se limpia la cara y manos;  después con éstas, se frota el pelo.

Sentado en el metro va pensando que no ha sido un buen día, la baja temperatura ha disminuido la afluencia de público a la plaza y con ello también las monedas que contiene su cajoncillo. Quizás con esos pocos euros no tendrá suficiente para comprarle a  Matilde  la cena y pagar la aportación del medicamento que tiene que llevarle. Él no siente hambre; antes de salir por la mañana desayunó con leche mojando en ella trozos de pan y durante todo el día en ningún momento  había pensado en su estómago;  nunca fue de mucho comer…