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141- Sala de espera. Por Thiago

Los cinco tipos que esperaban en la puerta del bulín de las dos minas más populares del barrio de Flores se derretían bajo el calor de la tarde noche del despoblado verano porteño. El primero estaba pegado a la puerta de espaldas a la calle, como demostrando cierto orgullo de decir que estaba ahí porque no le quedaba otra, que aún ama a su mujer, pero que ella está esperando el décimo hijo y ya hace como un año que la gorda no se deja tocar. El segundo de la fila, estaba recostado de perfil contra una de las ventanas del apartamento, tenía una camisa medio anaranjada de mangas cortas, unos jeans bien ajustados color negro y unos mocasines también de color negro, pero con esas suelas molestas que al caminar rechinan contra el piso a cada paso. El tercero en cuestión, un tipo alto y flacucho, con la cara rancia y una barba de meses sin retocar, vestía una remera que en algún lugar del tiempo habría sido blanca, un pantalón azul y unas zapatillas, de las cuales una era azul y la otra negra, creo. El cuarto de la fila, vestido de traje, bien afeitado y peinado a la gomina, con un maletín bien apretado debajo del sobaco y en su mano un pañuelo para secar el goteo incesante que caía por su frente. Y el último, un enano inquieto, se la pasaba dando patadas al piso y golpeando su cadera con los dos brazos a la vez, mostrando toda su impaciencia, apenas dejaba ver su rostro tapado por unos anteojos negros y una capucha.
Cuando Mabel abre la puerta de entrada, salen dos tipos, en ambos su cara decía que por unos pocos pesos la vida valía la pena vivirla. Y entonces los cinco de la fila se aprestan para entrar, no sin antes chequear sus bolsillos para asegurarse que tenían los mangos suficientes para pagarles a sus putas.
El primero de la fila la saluda con un beso en la mejilla y así van entrando los cinco que esperaban en la puerta, con excepción del enano que le come la boca a la puta sin dudar un instante y ella tampoco se niega. Todos ellos parecen conocer al detalle el bulín, y también parecen saber que van a tener que darle unos minutos a Mabel y Samanta para que se den un buen baño. Mientras tanto, los cinco personajes se quedan en la sala de espera que hay en la planta baja del lugar. Ésta es un pequeño living rectangular con cinco sillas, tres de un lado y dos enfrente, una mesita de vidrio en medio y un revistero en cada extremo. En uno de los extremos, unas escaleras que llevan al primer piso donde están las dos habitaciones y un baño.
Con los cinco tipos sentados en el living, desde el primer piso bajan las risotadas histéricas de las dos minas, que a su vez se mezclan con el sonido de la lluvia de la ducha. Abajo el silencio es insostenible y eso está bien marcado en las caras depresivas de los hombres en la sala de espera.
Cada uno imagina y conversa consigo mismo y con su propio sufrimiento.
 
Son todos monólogos en voz baja, casi susurrándoselos a sí mismos, bien hacia dentro del pecho de cada uno de ellos. El enano putea en voz baja al flacucho, lo ve ridículo y fracasado, dice que seguro que no la pone hace más de un año y que por eso tiene la cara como un zapato, y que lo más seguro es que no sepa en cuál de los tres agujeros la tiene que meter.
 
El flacucho, se rasquetea la mejilla con todos sus dedos a la vez y con cara pensativa, va exponiendo su monologo a sí mismo, balbucea y en ciertas ocasiones hasta puedo leer sus labios. En cierta forma, se va riendo de cada uno de los cuatro personajes, del enano dice que está pasado de merca y por eso esta tan inquieto, que seguro la tiene tan grande que Mabelita le va a cobrar con recargo por daños y perjuicios. Después se encarga del hombre que tiene el maletín aun bajo el sobaco, dice que es un chorro de mala muerte y que transpira sin parar de los nervios que tiene porque lo debe andar buscando toda la policía bonaerense, y que en el maletín tiene unos miles de dólares bien fresquitos. Luego de refilón otea hacia donde está el hombre de camisa anaranjada, y por dentro se muere de risa pensando lo ridículo que se ve vestido de esa manera, segundos más tarde se le escapa una carcajada y los otros cuatro lo miran con dientes apretados.
El tipo de camisa naranja, mira el suelo y apoya su rostro en las palmas de su mano, mueve su cabeza a un lado y a otro, odiándose a sí mismo por estar metido allí dentro.
Entre tanto, arriba siguen las risas histéricas de Mabel y Samanta. Luego por la escalera las dos bajan al ritmo del taco aguja y las voces ya suavizadas a dúo entonan una buena cumbia de barrio.
 
El primero de la fila ya se regocija pensando en que ha llegado su momento de gloria y el tipo de camisa anaranjada confirma ese regocijo del primero llevándole una leve sonrisa a su rostro.
Samanta toma de la mano al primero y Mabelita al segundo, que de paso le tantea el culo para confirmar que todo estaba ahí bien firme. Suben a los besos, las putas no paran de reír hasta que cada una entra con su victima de turno a la habitación. Ahora si arriba se arma el griterío, y abajo abunda el silencio entremezclado con el humo espeso del cigarrillo que se estaba fumando el enano y la impaciencia del resto.
 
De golpe se escucha un cachetazo que bajó la escalera con olor a latigazo seco sobre la espalda mojada de un esclavo, y es que Samanta le había advertido al hombre casado que por atrás era otra tarifa y él no lo quiso entender por las buenas, y por lo tanto ella dejó de lado toda su femeneidad y le estampó un manotazo nada sutil. El primer manotazo fue el que bajó doloroso por la escalera pero luego hubo un segundo estampido que dejó bien en claro quién es la que manda a la hora de los bifes. Sin que hubiera podido siquiera echarse el primer polvo, Samanta lo despachó a patadas desde la escalera hasta la puerta de salida, dándole una patada tras otras y maldiciendo a todos sus parientes uno por uno.
 
En la otra habitación, Mabel parecía disfrutar de una hermosa cabalgata encima del austero pero eficaz hombre de la camisa naranja. A medida que pasaban los minutos los gritos de la diva iban en aumento, hasta que todo concluyó en inmenso suspiro a dúo y al unísono, momento en el que ambos se dieron cuenta que el instante de gloria había acabado. Luego, ambos se visten sin decirse ni media palabra, lo más rápido que pueden. El tipo sale a las corridas de la habitación y Mabelita se mete en el baño a lavar parte de sus pecados y parte de su cuerpo. Empapada en sudor, dejó caer sus lágrimas con la facilidad con la que se acuesta con los tipos que la visitan a diario. Moja un poco su rostro, se acomoda un poco el sostén, saca una tanga nueva del ropero, y se pone un camisón de seda rosa que un viejo amante le había regalado años atrás.
Abajo, Samanta acaba de deshacerse del primero, pero va por más y toma la mano del enano, a quien sube a los apurones por la escalera y lo mete de prepo en el cuarto para probar sus dotes de buen amante.
En la planta baja se escuchan primero los pasos acelerados del tipo de la camisa naranja, que pasa luego en medio de la sala de espera con el rostro sonrojado y más tarde da un portazo acorde a la situación. Detrás de él se escucha el taconeo de Mabel que baja en busca de alguien que la haga gozar un poco más que el anterior. Elige inteligentemente al hombre que aun tiene debajo del sobaco su maletín. Lo sube de la mano con dulzura inusual y lo lleva dentro de su habitación, y allí lo desnuda con desespero, desenfrenada y desesperada, le iba destrozando la ropa ante la mirada atónita del hombre de traje impecable y el latir fuera de control de su corazón débil. Mabel lo tiene a su merced y de un empujón lo deja indefenso y desnudo sobre la cama. Se le tira encima y le hace el amor, a las carcajadas lo pasea de lado a lado de la cama y el pobre tipo que no puede seguir semejante ritmo se siente en la boca del infierno, se aturde, la situación lo sobrepasa, y se entrega por fin al sublime momento de lujuria y placer del sexo con una puta de mil batallas. Los diez minutos de placer por los que había venido se habían transformado en horas de batalla desigual, batalla en la que desde que recibió el primer golpazo no podía aguantar que llegara el momento del knock out. Y así se fue del cuarto de Mabel, derrotado y menospreciado en todos los aspectos del arte de amar. En silencio bajó las escaleras, mirando el relucir de sus zapatos negros y sin dejar de apretar su maletín debajo del sobaco. Y mientras él bajaba derrotado, escuchaba al enano dándole una cátedra a Samanta, haciéndola llorar de dolor, y llorar de placer, zamarreándola por toda la habitación y encima recordándole lo puta que es y lo buena que está. Cuando el hombre llega a la planta baja, se escucha a Samanta decir que por atrás no, y al enano replicando con un cállate puta de mierda y hacé lo que yo te digo. Mabel lo escucha y se mata de risa en medio de la sala de espera, mientras el flacucho de cara rancia aun no sabe qué carajo está haciendo ahí metido.
Ya todos se han ido, sólo queda Mabel que intenta montarse al flaco que anda perdido en sus pensamientos desalineados de todo sentido, y arriba Samanta que ha entrado en una batalla desigual con el enano endemoniado. Los diez minutos del desquiciado habían pasado largamente pero éste no iba a largar la batalla hasta ganarla por knock out, y es más, se le escuchaba a Samanta rogar por que el petiso acabara y a éste reírse a carcajadas y decirle que lo vinieran a sacar con el ejército porque él nunca deja las cosas a medio hacer, y finalmente pareciera que es cierto, porque desde abajo, parece que la pelea no tendrá fin.
Mabel intenta con el flaco pero no hay caso, éste saca la billetera y le da lo que le corresponde, luego un beso en la mejilla muy dulcemente y se va del lugar diciendo que el mundo está lleno de hijos de puta, pero también está lleno de putas con hijos. Y terminó diciendo que ni el mundo ni las putas fueron hechos para él.