Icono del sitio 7 Certamen de Narrativa Breve 2010

136- Isla Barcelona. Por Alvaro Andrés

A vista de pájaro la plaza de Cataluña parece un tapiz formado por un sinfín de cabezas desplazándose anárquicamente mientras representan un dibujo vivo e inestable. Oigo el tañido de las campanas de la catedral cuatro veces mientras deambulo sin destino. Podría buscar una justificación a la pregunta de cómo he llegado a este punto pero no me solucionaría nada.  Ando por la Rambla de las Flores en dirección al puerto, entre la vorágine de los olores, de los colores y de los ruidos que me han acompañado desde la infancia.  Me siento bien mientras paseo. A pesar del ajetreo nada cambia ni se mueve, todo está simplemente aquí, como si las cosas no hubiesen podido ser de otro modo.  En la calle Avinyó, la misma que popularizó Picasso en un cuadro, vivo en una habitación que me hace de casa sin notas garabateadas aguantadas con imanes en la nevera.  Mi conversación allí se reduce a la que tengo con una televisión donde aparecen personajes que no existen. Aunque son de carne y hueso no son auténticos, en realidad podrían ser asesinos, pederastas, traficantes de drogas o de armas, violadores, ladrones o, en el mejor de los casos, personas con trastornos bipolares o esquizofrenia.  A veces también interpretan esos papeles. ¿Cuánto tiempo hace que no trabajo?  Camino despacio pisando por una alfombra de colillas bicolores. Procuro no pararme. Pienso que me podría quedar pegado al suelo por los chicles que la gente escupe al embaldosado. Ya no tengo veinte años y me paro a descansar en la terraza del Sebastopol.  Cuando me traen el café acaricio la taza como si fuera la lámpara mágica de Aladino pero no sale ningún genio.  Antes en mi ciudad la mayor parte de los ciudadanos eran autóctonos y el lenguaje que podías oír formaba un murmullo uniforme, ahora esto ha cambiado y en su lugar se escucha una multitud de lenguas.  Cierro los ojos y no me cuesta trabajo convencerme de que soy un obrero de la torre de Babel. Una vez descansado me sumo, como un glóbulo rojo, al caudal de gente.  De pronto oigo una voz tras de mi: “¡Julio!”   El que grita es un joven de unos veinte años. Agita el brazo en alto y mantiene la mirada fija en la multitud.  Una chica algo más joven que él se aferra a su otro brazo apretando el paso para no quedarse atrás.  Un hombre  de edad provecta, enjuto, bien vestido y con un toque de desaliño que me es familiar, se les cruza haciéndoles detener el paso.

            –Hola.

            –¿Perdone? –le dice el joven.

            –Hola.

            –No le entiendo. Estoy buscando a Julio –le responde confuso.

            –Yo soy Julio –dice el hombre firme y sin gritar.

            –Es un error –le replica el joven aturdido–,  estoy llamando a un amigo.

            –Vámonos Juan –le suplica su acompañante tirándole del brazo.

            Lo intentan esquivar sin éxito porque vuelve a ponérseles delante.

            –Me gustaría que me dijerais porqué me habéis llamado –les interpela con un tono de extraña amabilidad.

            –De verdad que no queremos nada de usted.

            –Entonces, ¿Por qué me llamáis?

            –Llamamos a Julio.

            –¡Yo soy Julio!

            Mientras esto sucede el otro Julio sigue su camino sin haberse enterado de nada. Los dos jóvenes se quedan parados sin saber que hacer.

            –Bueno… –balbucea el chico– buscamos a otro Julio.

            –¿A otro? –contesta mientras frunce el ceño en un gesto de sincera extrañeza–. ¡Pero si Julio soy yo!

            Le sortean como pueden pero él les sigue.  Sin otra cosa mejor que hacer, decido ir tras de ellos.

            –No entiendo por qué me llamáis  y luego no queréis hablar conmigo –iba diciendo el tal Julio, mientras caminaba detrás de ellos– ¿Cómo puedo saber que llamabais a otro en lugar de a mí? Gritabais: “¡Julio!” Yo soy Julio.

            La joven pareja intenta en vano despistarlo girando por la calle del Portal de Santa Madrona.

            –¿No queréis decirme por qué me llamáis? Bien, esperaré a que queráis hacerlo –añade con resignación.

            El tono que usa aquel individuo no es ni estruendoso ni amenazador.  Su dicción es clara y la modulación agradable.  Sus gestos son amables y educados, de tal manera que aquella escena vista desde lejos, sin saber lo que dicen, daría la impresión de ser un conocido suyo reprendiéndoles por una mala acción.

            –Vosotros tenéis algo para mí –prosigue incólume a la indiferencia de ambos– pero no queréis decirme qué es.  Quizá queráis poner a prueba mi paciencia o ¿preferís que sea yo quien os explique algo?

            Sin casi darme cuenta llegamos a la avenida del Paralelo. Me paro unos segundos para tomar resuello. El paso que hemos llevado ha sido muy vivo.  A lo lejos veo un joven tocando la guitarra con un estuche abierto en el suelo. Se ha formado un pequeño corro alrededor suyo.  Respiro la melancolía que sólo puede sentirse en el momento de caer la tarde cuando se recorta el azul grisáceo del cielo de Barcelona sobre las siluetas de los edificios.  Sigo con la mirada a mis ocasionales acompañantes mientras se van perdiendo entre la gente que camina en dirección a la Plaza de España.  Desisto de mi primera intención de recuperar el paso y seguirles, aunque me sienta partícipe de esa extraña historia y me haya despertado simpatía el estrambótico papel interpretado por Julio.  Se me antoja como Robinson Crusoe, abandonado a su suerte en una isla desierta, pero a diferencia de él no construye vivienda alguna ni se aviene con el mundo hostil que le rodea, lo único que hace es quedarse en la playa esperando un barco mientras va cambiando su edad y las señales y recuerdos se le van diluyendo. Cuando  aparece un navío en el horizonte acercándose a la isla, grita y hace señas para que lo recojan.  Los marineros desde cubierta le dicen que no pueden recogerle porque ese no es su barco o porque está completo o porque sólo transportan mercancías.  Incapaz de asumir ninguna explicación se mete en el agua y consigue asirse a un cabo que pende de la popa. Los tripulantes del barco desde la cubierta intentan librarse del polizón pero no tienen nada para cortar la soga. Él se aferra a ella con todas sus fuerzas impetrando que le rescaten de su aislamiento.  ¿Cuántos náufragos debe haber en esta isla de cemento?  ¿Cuántos nos damos cuenta de que lo somos? ¿Cuántos lo aceptan?  Vuelvo mis pasos hacia las Ramblas mientras noto en mi pituitaria el sensual aroma a sal que sube desde el puerto. Camino en dirección a la Plaza de Cataluña cuando oigo a mis espaldas un grito: “¡Pablo!”   Son dos chicas que han empezado a apretar el paso en mi dirección.

            –Hola. Soy Pablo. Hace mucho tiempo que os estaba esperando –les digo mientras me interpongo ante ellas y contemplo la perplejidad que poco a poco se va dibujando en sus caras.

Salir de la versión móvil