- 7 Certamen de Narrativa Breve 2010 - https://www.canal-literatura.com/7certamen -

123- Los días del perdedor. Por Antístenes

 Medio víctima, medio cómplice,
como todo el mundo.
Jean-Paul Sartre.
 

            A mí que no me vengan con cuentos. A qué tanto de que este año será distinto. A mí mis riñones me duelen igual que el mes pasado y el otro, aunque a lo mejor, en el fondo, al final ellos tienen razón con éste año de 1.928, porque muchas veces ya apenas los noto crujir al enderezarme. Pero no, los riñones son los únicos que le dicen la verdad al desgraciado, o al menos los míos me la decían, porque ahora no sé. Será que los riñones son como la vida, como estos días, que se acostumbra uno a ellos y llega un momento en que ya no piensas en las punzadas que se te clavan cuando te estiras para acarrearlos de una obra a otra. Antes sí, al pasar por La Barceloneta siempre me daban un ramalazo en la cintura, como avisándome que me espabilara si quería llegar a tiempo al tajo; pero ahora es curioso, apenas ya si me rechinan. Será que se me han cansado al igual que me ha pasado con los años, que se me aburrieron en la memoria y ya no los pongo en pie, como si los días fueran noches marrones y las horas nieblas de argamasa, o tal vez sea que el capataz y yo nos conocemos desde hace demasiado tiempo y que el cigarro del descanso nos amodorra los malhumores y que, al igual que las bestias enjauladas, hemos terminado por espulgarnos sin ruido al pudrírsenos los colmillos. El capataz es un tipo al que le encantan los chistes de valencians igual que a mí, y también los tintos pegajosos. Tiene, del montón de hijos que le hizo a su mujer, dos con nosotros en el tajo y que trabajan como los primeros; también carga con una barriga enorme, de administrador de fincas por Poble Sec, y por eso casi siempre dirige los trabajos desde abajo, aunque su nariz de ratón no se pierde nada y es capaz de aventar una mezcla crecida a veinte metros. Pero, en fin, volviendo a mis achaques, también se me cansan las piernas, aunque esto no me preocupa tanto, porque es normal cuando tienes que estar mucho tiempo subiendo y bajando carretillas de arena. El Rufo me dice que lo de las piernas es porque ya voy para viejo, y que lo peor que tengo es que ya no tengo ganas de seguir luchando porque la Montserrat me tiene agarrada la hombría con sus reparos de mujer. Pero, la verdad, yo no creo que sea así. Lo que yo creo es que no tengo odio, ese odio que embarra las aceras y que ensucia los adoquines al amanecer con charcos de sangre. Yo se lo digo así al Rufo, pero es casi lógico que no me comprenda… A los veinte años hierve el pensamiento y el alma es todo músculo; músculo y sangre a borbotones latiendo. Pero, casi a  los cincuenta, que ya voy para el medio siglo, demasiado frío ha penetrado dentro de uno y demasiadas veces se ha visto la misma calle para desconocer que el viento que la rachea casi nunca es bonancible y que a las ventanas del alma hay que ponerles contrafuertes de madera para aguantar. El Rufo se ríe cuando me explico, y también me dice que soy un derrotista si le cuento que a esta ciudad le están quitando las esquinas, cuando le digo que nos ha tocado arrastrar nuestros pasos por un camino sin recodos ni encrucijadas, patearnos un camino redondo y negro que acaba y empieza en el mismo callejón. Él me dice que eso lo digo por no haber salido nunca más allá del Tibidabo y solamente haber visto el mundo desde lo alto de un andamio, aunque yo creo que en esto tampoco tiene la razón, porque cuando entré en quintas me destinaron a Marruecos, y allí la tierra, que está en otro sitio y con otros hombres distintos en sus ciudades, es también cerrada como la muerte; vacía y amarilla; seca y amarga. Rufo, que lee mucho, me replica que pienso estas tonterías porque me acuartelaron en In Salah y cogí el cólera, que produce melancolía y alucinaciones; pero que el desierto es como la libertad, enorme, infinito, puro. Yo le contesto que entonces es también igual que el resentimiento; que la arena, que pisaron mis pies, era ardiente y febril igual que el rencor, y que la que a mí se me escurría entre los dedos despellejaba los ojos en la tormenta, hasta dejarte la mirada como si aborrecieras el horizonte. El Rufo se me embrava cuando me oye decirle esto, y se altera y me grita que soy un caso perdido y que tengo el caletre encementado de no usarlo. Pero yo no me irrito, esa es la verdad, porque sé que no puede comprenderme y que no lo piensa sinceramente, que en el fondo el Rufo es mi amigo y me aprecia… Aunque también he de reconocer que a veces se exalta demasiado y entonces tengo que avisarle que sea prevenido y que no me toque los machos, que por la edad podría ser su padre y que todavía me quedan fuerzas para darle un par de soplamocos. Pero nunca me hace mucho caso, eso es lo cierto. De todas formas, cuando se inflama y empieza a desbarrar, miro por que el capataz no ande cerca, porque aunque sea un buen tipo no hay que descuidarse, que él tiene sus obligaciones igual que cualquiera y yo no soy nadie para discutírselas. Pero el Rufo se embala y grita, como si fuera el amo: <<¡Allá con los criados de los patronos! ¡Ya le llegará su hora, como a todos los perros de los ricos!>>, y le da lo mismo que le oigan, asevera. <<¡La revolución, hermano, caiga quien caiga! ¡Las armas nos darán la victoria!>>, continúa… Y entonces sé que yo le contemplo con lástima, porque al mirarme en sus ojos veo una sombra de desprecio. Luego sigue así un buen rato, con lo que yo sólo me callo y lo dejo… Pero en otras, casi siempre cuando me punzan los riñones,  no me achanto y me revuelvo y le digo que no farde de revolucionario, que yo también proclamaba las consignas que me decían los compañeros y que me echaba la gorrilla adelante y los arrestos en los bolsillos; que yo también me tragaba las bolas de miedo cuando veía aparecer los guardias a caballo y que yo, cuando fui joven, también gritaba proclamas de desquite y destrucción y arrancaba los adoquines, que había sudado por la mañana, para levantar la barricada; que yo también comí hambre y bebí furia durante días y días. Pero luego, cuando le insisto e intento contarle que únicamente conseguí torrenteras de amargura, que me han costado media vida secar, se me agiganta y me habla de héroes caídos por la causa. Entonces yo ya sólo le miro y me vuelvo a callar. Sé que soy demasiado bruto para explicarle las cosas y que las entienda, y sé que solamente un hombre llega a comprender la miseria de la muerte si contempla cómo una bayoneta atraviesa el pecho de su hermano y su mirada de angustia se le agarra a la suya. El Rufo me dice que me equivoco, que es el fulgor por haber luchado por la hermandad y la justicia la última luz que se ve en la mirada del compañero que da la vida por la causa, pero yo, la verdad, no me lo creo, porque ese centelleo nunca lo vi. No sé… Tal vez sea porque mi hermano era sólo un metalúrgico cualquiera, al que la muerte le agarró sin avisarle; pero cuando lo levanté del suelo, tras la carga policial que nos arrollara, en sus ojos sólo vi miedo agitándose y el horror de la sorpresa. Un miedo como el que se escurre de los ojos de los peces al arrancarles el anzuelo; un terror mudo e inmenso, que parecía desbordársele por las órbitas; un pánico transparente y frío, como si las puertas que se le abrían, mientras se desangraba, fueran de hielo y soledad. El Rufo me mira entonces con pena y mueve la cabeza de un lado a otro, como compadeciéndome, e insiste en que la culpa de mi desesperanza la tiene la Montserrat, que me ha cuajado el valor con tanto envolverme en su querer. <<Las hembras son la perdición de los cojones del proletariado -me asegura-. Con sus arrumacos de gatas y sus monsergas pretenden tenernos pegados a sus faldas, y eso los ricos lo saben y se aprovechan, porque saben que ellas impedirán por todos los medios que vayamos en su busca para exterminarlos… Seguro que los ojos del pobre Noi del Sucre,* cuando la bala lo atravesó, eran fuego maldiciendo al asesino y clamando venganza con la ira del pueblo. Porque ten seguro que será así, que el pueblo, el día que tome el poder, acabará con todos los chacales de los burgueses sin parar en distingos…>>. El Rufo, que es medio recorto, usa pañuelo al cuello y botines de chulito del Paralelo los días de fiesta, cuando habla así parece que se crece un palmo y le rechinan los dientes, aunque entonces yo ya nada le aconsejo, porque sé que es buena gente en el fondo y que ese odio que le desgarra no es suyo. Sé que ese odio es de toda la ciudad. Que ese rencor, que está en el aire que se respira, nos está envenenando con una ira que tal vez al final nos destrozará. Que esa carcoma embrutecida, que es el resentimiento, nos está royendo con sus mandíbulas de hierro, y que sólo la serenidad caoba, que dan las madrugadas sin pasiones, podrá enseñarle lo que mi tosquedad no alcanza… No, no puedo creer que el Noi, que Salvador Seguí, muriera como dice el Rufo, revolcándose en el lodo del odio y que su última mirada estuviera forjada con el alambre espinoso de la venganza. Y no, no puedo creerlo porque entonces ya no tendríamos alguna posibilidad de futuro… Y no tendríamos un futuro porque entonces, cuando el Noi llamaba al pueblo cobarde, a los hombres cobardes e indiferentes, por no buscar la justicia y la verdad, no estaría hablándonos de concordia y entendimiento y no hubiese estado intentando acabar con esa abominación que va cercando a esta ciudad para dividirnos, y que también al Rufo y a mí, si acaba asfixiándonos con sus mentiras, nos llevará a tenernos que enfrentar…

* Salvador Seguí, Noi del Sucre, fue un dirigente del sindicato anarquista CNT opuesto al terrorismo y la lucha armada. Asesinado en Barcelona el 10 de marzo de 1.923, junto a Francesc Comas, Paronas, su secretario personal, fue figura central del movimiento obrero durante los tristes años del pistolerismo en España.