—Mi vida pende de un hilo.
—Por favor, no hables.
—Pero…
—Silencio.
La luz entraba al ático en débiles líneas a través de las cuales se podía ver el polvo. Un plafón, tomado por las arañas como criadero, colgaba de cables enredados, igual que una extremidad de sus tendones. Las telarañas, urdidas arriba en las vigas, caían como velos desgarrados, mecidas por un viento sereno, oloroso a rancio. La techumbre, más que de las columnas, dependía de una suerte de obstinación para resistir.
Él permanecía arrellanado de espalda contra la pared. Los brazos y piernas, desarticulados, sin dominio, estirados en el suelo, le daban cierto aire de embriaguez. La cabeza reposaba sobre su hombro derecho, sostenida por el único hilo que le quedaba, el que no le permitía caer completamente. Ella hizo un esfuerzo por levantarse, por removerse dentro del vestido blanco teñido de ceniza, orlado con encajes deshilachados. El velo, levantado sobre su cabeza, dejaba entrever unos ojos verdes, emplazados en su cara rojiza.
—Lo siento… es que no puedo sin su ayuda —dijo.
—Intenta levantarte, o grita de nuevo —pidió él—… ¡Siento en todo mi cuerpo infinitesimales punzadas!
—Ya no me queda más voz.
— ¡Inténtalo!
—Por favor querido…
Él guardó silencio. El ojo que le quedaba se movía, nervioso, en torno a si mismo.
Ella lo observó en la penumbra, en aquel rincón iluminado por una brizna de luz, filtrada por los boquetes del tejado. Vio las nervaduras horadadas en su cuerpo, más profundas que el día anterior. Los comejenes transitando por aquellas zanjas igual que zapadores en trincheras. Lo que quedaba de su traje: los faldones del frac, antes largos hasta las corvas, ahora reducidos a simples jirones, igual que las mangas; la solapa enrollada hacia afuera, el sombrero de copa aplastado en medio de sus piernas.
—Por dios, si no es a los ojos, no me mires —rogó él.
Trató de moverse, pero solamente hizo que la carcoma se desgajara de cada nervadura, cada orificio, en pequeñas cantidades que poco a poco llenaban el suelo donde permanecía.
—Llámalo, mujer, llámalo —insistió—…, quizá esta vez atienda. Él deberá acudir a nuestro llamado… Sí, eso es… llámalo…
Ella notó una sonrisa en su cara de palo, el ojo desquiciado mirar de un lado a otro, buscando algo que tardaba demasiado en descubrir. Él gritó el nombre de aquel a quien esperaba; un gritó que, a costa del escaso aliento que le quedaba, extrajo de lo más hondo de su pecho cóncavo; su propio eco fue la respuesta. Una burla. Algo que sonaba como su otro yo desde un universo paralelo jugando a la pantomima. Guardaron silencio. Sus miradas encontradas, expectantes.
—No va a venir, ¿verdad? —inquirió él.
—No —dijo ella—. No creo.
Él miró hacia otro lugar. Su tos resonaba ronca, dolorosa. Ella prefirió omitir cualquier comentario. Por un instante, dejó de mirar aquel ojo, a los diminutos comensales hollando su rostro. Él descansó la mirada en el suelo.
—Dime —musitó—: ¿por qué nos construyó para abandonarnos?
— ¿Qué?
—Dime.
—No sé —respondió ella—. Quizá se cansó. Tal vez ya no quiso ser más el responsable de nuestros actos.
—Entonces debió habernos usado como leña. Debió habernos dado una muerte rápida.
Abrió los labios y trasbocó un poco de carcoma. Enmudecieron un rato; segundos, minutos, horas en la soledad de un mundo rociado por una llovizna amarga, pertinaz, que laceraba la tierra.
La novia lloraba sin lágrimas. Una vez más intentó alzar los brazos para alcanzarlo.
—Quiero ir contigo —dijo—. Mírame. Cuando te vayas… ¿qué será de mí?… Porque tú partirás y yo… yo no tendré consuelo ni nadie que me lo dé. Mi muerte será seguir viviendo.
—Podrás resistir mientras él vuelve… Obsérvate… Estás hecha en madera de ciprés, primorosamente bruñida y…
Un acceso de tos lo volvió a interrumpir.
—Es mejor que no hables —sugirió ella.
Él trató de componerse. Su ojo la miró de nuevo, trémulo, resquebrajado. La veía como a través de un caleidoscopio. Siguió esforzándose por hablar:
—No puedo. Debo confesarlo: soy culpable. En nuestro interior sabíamos que… sabíamos que tarde o temprano… que tarde o temprano este sería nuestro desenlace. Soy… simplemente de palo… sí. Siempre lo supimos y firmamos el acuerdo con un beso. Lo siento. La soledad fue la única promesa; una promesa que…
Un enésimo ataque de tos. Un embate que parecía trastocar toda la humanidad que había adquirido al cabo de sus años de actor. Cuando terminó aquel acceso, más prolongado y desgarrador que todos los anteriores, él no volvió a hablar. Permaneció allí, inmóvil, su ojo abierto, la cabeza de medio lado sobre el hombro derecho, el hilo roto ondeando como un cabello solitario…
Con qué intensidad ella quería darle un beso, abrazarlo. Sabía que escuchó sus últimas palabras y ni siquiera pudo retribuirle el esfuerzo. Se quedó mirándolo durante segundos incalculables. Minutos, tal vez. Al cabo, sonrió con amargura: recordó viejas presentaciones en el teatrino, los aplausos, las ovaciones. Las giras inolvidables donde nació todo. — ¿Recuerdas cómo me conquistaste? Jum. Y yo toda ufana… tonta… ocultando lo evidente. Hasta me sentí… ya sabes… como una jovencita enamorada, capaz de cometer estupideces por amor.
Dejó escapar un llanto sosegado, de resignación, en aquel ático derruido. —No me dejes —repitió con voz delicada, aterida—. ¿Qué voy a hacer yo sola? ¿Cuánto tiempo ha de pasar antes de que muera? ¿Cuánta soledad? —Dirigió su mirada al techo—. ¿Dónde estás? ¿Por qué no me dejas ir también? ¿Por qué? ¿Por qué?
El eco se desvaneció en el silencio. La novia quedó allí, inmersa en un ciclo de segundos, de minutos tediosos, de horas que se avecinaban, inexorables; y él cada vez más consumido, reducido a polvo, a comejenes hastiados; y ella le susurraba palabras de amor dedicadas muchas veces; le recordaba los días felices una y otra vez, inocente de que no existía una parca que cortara sus hilos, que cortara aquella eternidad de soledad y locura. Y los días pasaban, y otra vez preguntaba por su dios, y el eco volvía a responder en aquella casa construida sobre un altozano, destartalada, cubierta de polvo y ceniza, sin nadie que acudiera a responder, porque nadie es la totalidad del mundo, ahora gris y frío y silencioso.