Llego tarde a la oficina, mecachis en la mar; mi antigualla mecánica me ha dejado tirado como una alpargata vieja negándose a arrancar a pesar de mi insistencia y recurriendo, entonces, a la solidaridad de un empujón vecinal. Por suerte podré recuperar estos diez minutillos en el trayecto, jugándome, si cabe, el tipo y la precaria integridad de mi utilitario.
El viaje a la capital desde la urbanización lo supero sin más incidencias, aunque, tal y como me corroía una intuición por el magín, la rémora del retraso aumentará alarmantemente las posibilidades de no encontrar aparcamiento en las calles aledañas al edificio donde trabajo.
Si varias cosas pueden ir mal, irá peor la que cause mayores problemas: se iba cumpliendo uno de los aforismos de la insensatamente lógica ley de Murphy. Nada más alcanzar el desvío hacia la Avenida Gasteiz, sobrepasado el puente de la vía, me hallo inmerso en la saturación de sus carriles de acceso debido al consiguiente semáforo; me autoimpongo una dosis de paciencia sacada de la cada vez más inconsciente despensa de mi aguante, pero otros dos alternativos rojos la reducen prácticamente a la nada; siento las primicias del mosqueo por la lentitud de mis predecesores. El reloj del salpicadero me guiña insolente al trocar un nuevo minuto de preocupación. Opto por no volver a mirarlo. Salgo como una flecha, encabrito las revoluciones del motor y pretendo atravesar lo más veloz posible los siguientes cruces, pero es misión imposible, un autobús de línea abandona la parada de los juzgados y freno porque no puedo sortearlo: el lado izquierdo está ocupado por otros vehículos que nos rebasan; intuyo sonrisillas de sarcasmo; el letrerito agradeciendo mi gesto que se lee en la trasera del bus azul no me conmueve lo más mínimo.
Me pongo a su par al detenernos en la intersección de la calle Lascaray y me fijo en la tranquilidad del conductor contando unas monedas, anímicamente alejado del nerviosismo mío frente a la señal de alto que ya tarda en colorearse de esperanza. ¡Verde!, y acelero, rebaso al transporte y vuelvo a la derecha porque un Audi me da las luces en su intento de quitarse estorbos de en medio; le cedo el paso y en mi desgracia me topo con un Golf parado en doble fila, las señales del warning activadas y sin ocupantes a los que abroncar; mi imperturbabilidad se resquebraja y hace aguas, cierro los ojos porque la vista se va, traidora, a los cuatro numeritos horarios del panel; aún así noto el acúmulo del atraso. Ya no viene nadie por la izquierda e invado, despacito, ese carril, quiero encontrar a los usuarios de ese coche y recriminarles su acto con la mirada, pero vuelvo inmediatamente la cabeza porque un Ford grande saca el morro de su lugar de aparcamiento sin mirar preceptivamente hacia atrás y lo esquivo, con un volantazo controlado a la derecha, mientras considero que sería ese hueco abandonado un sitio demasiado lejano para ocuparlo y dirigirme andando hasta la gestoría, así qué declino en mi primera intención y continúo, el objetivo ahora es librarme de la encrucijada con Madre Vedruna y la paso, ¡oh, albricias!, de un tirón.
Me mantengo en la derecha aún a sabiendas de que un camión de reparto de una conocida marca de cerveza que piensa en verde, sin ser de chiste, me corta el paso; me atrevo a pensar en no pensar mal para no acertar; vuelvo a resignarme, pongo el intermitente izquierdo con el optimismo quimérico de hallar un clónico que me ofrezca la deferencia de ocupar por un instante la zona de los intrépidos, pero no, aguardo pacientemente y acepto mi lugar en la cola retenida en el siguiente semáforo, donde tuerzo a la derecha para tomar por Adriano VI. Giro, aguardo a que los peatones me despejen el camino, se enciende el ámbar intermitente y no avanzo, hay un coche detenido justo detrás del paso de cebra, su conductora observando sin inmutarse la que está organizando a través del retrovisor interior, más pendiente de colocar en su encaje exacto un mechón de pelo rebelde; no tengo escapatoria, otros desprevenidos han caído en el cepo tendido por la mujer y los supongo despotricar en la mudez de sus aspavientos: una modernísima señora estiradísima en años y glamour desciende coquetamente de un modernísimo deportivo Mercedes ultimísimo modelo y regala, agradecidísima, una sensual sonrisa de dispensa al sufridísimo respetable que se fija, nos fijamos, me fijo, en las sensuales curvas de sus piernas alargadas por una falda impertinente y adornadas de medias de fantasía, y suspiran, suspiramos, suspiro, ante la impagable belleza estética del cupé alemán, rendidos, con certeza tal vez, a su envidiosa contemplación durante unos segundos inenarrables.
Soy el primero frente al semáforo que une la calle anterior con la Plaza de Lovaina, ¿encontraré un hueco en Sancho el Sabio?
Un todoterreno descomunal, magnífica máquina para desbocarse en Los Monegros, se coloca en paralelo imponiendo el poderío de su mole por encima de mi estricto utilitario; su copiloto me lanza una mirada de soberbia desde las alturas que yo encajo, humilde; en el momento de arrancar su motor ruge bravuconamente y una negra vaharada de humo me impacta en la cara colándose por la ventanilla medio abierta; una maldición gitana, aprendida en los arrabales de la mocedad, rebota por los techos de los vehículos aparcados hasta perderse en la confusión de sonidos sin atinar en el blanco de destino; mejor así, no quiero broncas.
Una mueca burlona del reloj de pulsera, visto de soslayo, se jacta de la proximidad a la media hora de retraso. Suelto un taco en inglés en la siguiente parada tras girar hacia Sancho el Sabio, no veo sitio, hago cambio de sentido en la confluencia de la Avenida y Beato Tomás y sigo hacia Lovaina otra vez; me planteo aparcar en el primer lugar que encuentre, habrá una media hora de caminata rápida, pero valdrá la pena y no me expondré a perder más tiempo, razono con un convencimiento muy particular. Ante mí tengo un prolongado y ancho tramo sin semáforos, pero surcado de impedimentos que me empujan a seguir zigzagueando: autobuses urbanos fuera de su parada porque la misma está ocupada, el camión del butano, un taxi con una pareja despidiéndose, un par de coches frente a la entrada de un bar, todos correctamente señalizados como pidiendo un perdón que no les doy porque mi cabreo ya es de preocupar y puedo cometer un disparate del que me arrepentiría toda la vida; decido no meterme en el centro, a esas horas nada de nada salvo el párking carísimo de los grandes almacenes, mejor una de estas callecitas tan majas y tranquilas, seguro que encontraré el hueco ansiado y descansaré de tanta ansiedad.
Nada, ni un triste aparcamiento; entro en Madre Vedruna muy lento, hay coches aparcados en ambos lados, slalom callejero, y su estrechura no permite la alegría de las infracciones momentáneas; suspiro de alivio hasta que me pitan por detrás, un prisas al que miro indiferente por el retrovisor como me hace ademán con la mano de que avance con algo más de entusiasmo; le hago caso y ese error me lleva a no ver a tiempo a uno que quiere salir y ese fallo lo aprovecha mi perseguidor; me acuerdo de un santo anónimo a quién debe corresponder el día de hoy en el calendario, acelero y me pierdo en disquisiciones sin fundamento; al fondo aprecio la avenida con su correspondiente poste tricolor, practico una terapia de relajación respirando hondo tres veces por la nariz y soltando el aire despacito, contando hasta diez, por la boca; me hace efecto, me tranquilizo, hasta silbo una canción clásica emitida por la emisora de moda; me lo tomo con filosofía: la tostada siempre cae con la mantequilla hacia abajo salvo cuando piensas lo contrario, y con esa confianza me concentro en no encontrar un aparcamiento apropiado y ajustarme a la mala leche del tal Murphy. ¡Por fin!, lo que yo decía, un R-5 me cede su lugar, le cuesta salir, es un espacio muy justo y mi ZX es más grande; inicio las maniobras, me sobra un palmo de delantera por más que intento mover al de la parte posterior; un cachondo me pita y se ríe de mi poca capacidad espacial, le dirijo un improperio acompañando la barbaridad con una higa; estoy relajado, he bajado por completo la ventanilla y contemplo el paisaje ciudadano con total despreocupación, el codo por fuera, apurando la parca comodidad de un trasto de quince años.
Hago el mismo recorrido de antes, no consigo nada, pero tampoco me desmoralizo; he superado la temida demora de los sesenta minutos y estoy a punto de completar la tercera vuelta; luce el sol y la temperatura es muy agradable, ¿cuánto hace que no me siento en un banco de la calle, simplemente a descansar y saborear la esplendidez de la primavera?
No se hable más; diviso un banco al sol al que la sombra de unos árboles próximos todavía no abarca, ¡ése es el ideal! me cuesta un poquito solventar el bordillo de la acera, tendrá sus buenos diez centímetros de altura, pero lo libro, subo las cuatro ruedas y lo cierro, ante la expresión atónita de cuantos viandantes se apartan de mi camino.
Son ya las once y media, me noto contento y hasta dicharachero conmigo mismo; pasa una patrulla de la Policía Local, se quedan mirando la provocación que representa mi coche ahí aparcado pero prosiguen con su ruta; pongo en marcha el cronómetro, esa presa no puede dejarse escapar. Han tardado quince minutos en completar la vuelta que a mi me costaba veinte, ¡qué suerte!, detienen su Peugeot justo sobre la redondeada esquina de dos pasos de peatones, a unos pocos metros de mi posición y frente al osado infractor mecánico; inspeccionan el interior del coche, intentan abrirlo, otean los alrededores en busca del posible conductor, resultado negativo, uno de ellos se dirige a mi, potencial testigo, y me pregunta si soy el propietario:
– Acabo de llegar .-Y se queda tan perplejo ante mi respuesta que duda en volver a preguntarme; echa mano a su radiotransmisor portátil y pone el hecho en conocimiento de su Central, solicitando, de paso, la presencia de la grúa mientras el otro, a una indicación suya, saca un bloc de hojas amarillas de un bolsillo junto con un bolígrafo y comienza a anotar datos en él.
La grúa monta un gran atasco por las dificultades para sacar mi coche, pero el hombre es hábil y lo hace con soltura y en menos tiempo del esperado. No me importa lo ocurrido, siento el pecho henchido de satisfacción y puede que hasta me dé un homenaje yéndome a comer yo solito a un restaurante chino y zamparme un gran plato de tallarines tres delicias, una porción de pato estilo Pekín con arroz, beberme dos cervezas Singtao y terminar con un par de copichuelas de licor de lagarto, que dicen es afrodisíaco; por la tarde me iré a recoger el auto y luego al centro comercial, a ver si echan alguna película de terror en sus cines; a la parienta le contaré cualquier trola, la tengo tan acobardada a la pobre que se lo cree todo, ¡penita me da!