Icono del sitio 7 Certamen de Narrativa Breve 2010

87- Elena. Por Aura

Cada vez que la prima Elena contaba un cuento los niños la mirábamos con los ojos muy abiertos y el cuerpo inclinado hacia delante, embelesados con sus palabras, y los adultos cerraban los ojos y sonreían casi imperceptiblemente.

 Estaba seguro de que la prima Elena podía viajar a otros mundos, a veces de cielos azules y césped húmedo donde las ninfas reían desde las ramas de los árboles, los duendes jugueteaban entre las flores y las sirenas peinaban sus cabellos pelirrojos y ondulados debajo de una cascada; otras, de ciudades grises y edificios altos, en medio de una tormenta, con una única farola iluminando la calle y un caracol trepando por ella, con fantasmas y sombras monstruosas de ratas que correteaban por la acera. No sabía si lo hacía mientras dormía o en esos momentos en los que hablabas con ella y te miraba sin verte ni contestarte, pero lo hacía. 

La prima Elena tenía diecisiete años y llevaba vestidos negros con lazos, jugaba con muñecas de porcelana y le encantaba comer piruletas enormes de colorines. Leía libros gordos y siempre llevaba un cuaderno y un bolígrafo. La tía se quejaba de que la prima Elena pasaba demasiado tiempo encerrada en su habitación, sola, escuchando “esos gritos y guitarras insoportables”. 

En más de una ocasión vi a la prima Elena frente a un espejo con la cara más pálida de lo normal, delineándose los ojos con un lápiz negro y pintándose los labios de rojo oscuro. También la vi muchas veces encogida en el sillón, sin pintalabios y con chorretones oscuros cayendo por sus mejillas desde sus ojos hinchados; lo hacía a menudo desde que empezó a vomitar. Dejó de comer, siempre decía que se encontraba mal. Todos gritaban y lloraban cuando la veían, menos la abuela, que la abrazaba en silencio. 

Una semana antes de que yo cumpliese los nueve años, la prima Elena vino a casa. No se había maquillado, y sus vestidos negros de lazos habían sido sustituidos por una falda y un blusón morados con estampado de flores que cubría su abultada barriguita. Cuando me fui a dormir se sentó en el borde de mi cama y, encendiendo la lámpara de la mesilla de noche, me dijo:

– Hoy será la última vez que te cuente un cuento.

– ¿Por qué?- la miré a los ojos. Me arropó con una sonrisa.

– Porque dentro de poco cumplirás nueve años, y entonces serás un niño mayor.

Fruncí los labios y apreté los puños debajo de las sábanas, pero no dije nada. 

Fue un cuento especial. Aquella vez no se limitó a hablarme de los bellos bosques al atardecer y de las malvadas brujas que, montadas en sus escobas, cazaban a las hadas de las estrellas. Esa noche me cogió de la mano y me ayudó a traspasar la frontera que separaba su mundo del que yo conocía. Y cuando ella pronunció las únicas y verdaderas palabras mágicas, las que me hicieron volver, supe que ya no sería más un niño.

– Y colorín colorado, este cuento de ha acabado.

Me besó en la frente, apagó la lamparita y salió de la habitación, cerrando la puerta tras de sí. 

“Se ha ido para siempre” me dijeron al día siguiente los adultos.

Se había marchado, por fin, a sus mundos, de eso estaba seguro, y lo único que había dejado aquí era el negro de su vestido en la ropa de los demás y los chorretones oscuros de sus mejillas. Todos coincidieron en que hubiese sido una magnífica cuentista.

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