Una tímida luz amanece sobre las almas que aún están entregadas a los fantasmas. El alba se levanta nientras el desierto sigue avanzando implacable hacia la sabana y hacia nuestro espíritu. Le cuesta levantarse pero una fuerza inquebrantable le arrastra, una fuerza de siglos de instinto de supervivencia, de libros no escritos; una fuerza de palabras sólo envueltas en este viento húmedo que cabalga sobre el gran río de barro, la fuerza de esta tierra roja de África.
El bibliotecario de la nada avanza en su bicicleta herrumbrosa levantando la niebla de los sueños que nos quedan. El quejido del metal se confunde con los infinitos sonidos de las aves. Se desperezan los monos en la distancia con un aullido ancestral que nos recuerda que no somos tan diferentes, que en uno de los infinitos bucles del tiempo somos la misma cosa.
Los círculos del tiempo se llenaron de libros que antes eran sólo marcas sobre tablillas de barro, pero en las que estaba contenida la misma esencia de lo que hoy somos. Da miedo mirar a esa oscuridad que se pierde en la selva, da miedo avanzar en medio de esta soledad donde el horror espera en cada esquina, pero él cabalga.
Los perros dormidos ni siquiera ladran, y algunos burros con su eterna cara de tristeza parecen llevar a sus espaldas todo el peso del mundo. El bibliotecario de la nada pedalea lentamente sobre el camino embarrado, pero a pesar de todo su alma se aligera según avanza la luz sobre la humedad de la mañana.
Toda la tierra se está despertando y despunta el alba anaranjada sobre los viejos libros ocultos. Trata la luz de penetrar en las páginas que hace años se abrazaron para ocultar sus secretos hasta que llegue un tiempo menos propicio a la barbarie. Suda y suda la tierra su rocío imperceptible mientras las raíces de los árboles se hacen más y más profundas, como nuestros apegos y nuestros olvidos. Cae tierra sobre nuestros sueños y sobre nuestros antepasados.
Aúllan y aúllan los monos en la espesura de la floresta con una especie de llanto infinito que inquieta todos los silencios. Sólo quieren decir que están ahí y que están dispuesto a seguir existiendo, enredados en esta maraña de formas y colores que se pelea por llegar al sol, mientras los libros tratan de ocultarse. La mañana del Congo huele a pólvora vieja, huele a maíz requemado, leche ácida bajo la quemadura del sol apenas nacido.
La mañana de África entera huele a sudor de felinos encelados tostándose al calor de la tarde, acumulando energia para hacerse eternos.
Aquí las nubes sí están llenas de lágrimas perpetuas que vuelven a bajar una y otra vez sobre los hombres con cada noche y con cada tormenta. Todo lo que llores volverá tarde o temprano a ti en forma de lluvia. En la biblioteca vacía huele a la humedad dulzona de los trópicos pero no hay ningún libro a la vista en el que ocultar las amarguras o depositar las esperanzas. Las estanterías vacías huelen a cementerio pero no hay tristeza, sólo hay espera, una espera infinita pero también hay la sensación de que hay todo el tiempo.
Las esperanzas están en esas horas muertas, rellenando fichas para clientes imaginarios, ordenando con parsimonia los libros que nadie leerá tal vez durante años. Las esperanzas están en esas horas infinitas esperando el día en que los libros vuelvan a vivir en otras manos, blancas o negras manos sudadas de tinta. Horas en que los libros vuelvan a transportar esperanza entre los poblados y a vivir en los días y en los sueños de la gente.
A lo mejor cuando volvamos a abrir los libros ya no habrá anda en ellos salvo el blanco, el vacío, el silencio. A lo mejor cuando abramos los libros sus habitantes se han cansado de esperar y ya no queda nada en qué creer.
Las estanterías están desiertas pero el bosque está lleno de sueños, la sabana está llena de sueños, hasta los espíritus sueñan con su paraíso perdido mientras el bosque se va empequeñeciendo y se va agitando. Sólo a base de sueños es posible sobrevivir aquí, donde hay niños que ya no tienen manos para escribir, que no acariciarán jamás, que dejarán todas sus palabras sólo en el viento, que escribirán su amor sólo en el agua del gran río.
Como en Fahrenheit 451 si alguien quema sus libros el bibliotecario de la nada podría recitarlos en idiomas que no conoce pero que sin embargo suenan tan hermosos en su boca. Las palabras pronunciadas desde el alma suenan bien en todos los idiomas y se entienden. Los rabinos ofrecen a sus pupilos miel en la boca cuando rezan para que el nombre de Dios sea para siempre dulce a sus labios.
Pasan los siglos y las palabras suenan igual, están guardadas en el eco de los rincones, desde las soberbias catedrales que desafían al cielo a los humildes templos de paja y bahareque.
A los bibliotecarios de la nada, como a Marcos Ana también podéis decirles tal vez cómo es un árbol, pero no les digáis cómo es la dignidad. La dignidad es este guardar los libros cada día como si fueran niños rescatados de las bombas, después de haber luchado hasta la última sangre.
La dignidad es este guardar los libros bajo el fuego cruzado con el mismo celo de los diamantes de sangre, los libros donde se guardan las palabras que se escribieron tal vez sólo una vez sobre el viento pero que en ellos vivirán para siempre, aquí donde los miserables lápices regalados en Navidades por los afortunados de la Tierra se parten en dos. Dos medios lápices para que dos niños puedan escribir dibujos de criaturas mágicas del bosque que vienen a visitarnos desde el final y el principio de los tiempos, cuando no habia libros en los que depositar los sueños, y pintábamos en las paredes de las cuevas siguiendo su relieve, mezclándonos con ellas, usando nuestra sangre mezclada con el hollín de las hogueras, hollín que aún conserva el olor de la carne quemada.
Miles de ojos del color de una hoguera abandonada siguen esperando a que se abran los libros, pero el bibliotecario de la nada espera a mejores tiempos, a que vuelvan a sonreír los burros con la sonrisa blanca de los niños. Tiernos burros que son como estatutas eternas al lado de los caminos, como estatuas de sal mordiendo la memoria de la infancia. Una infancia que también estaba llena de burros y de trigales con guardias a caballo.
Imagino a otros libreros haciendo lo mismo en Dresden o en Berlín, en Sarajevo o en Jerusalén, en Bagdad o en Varsovia, escapando de tantas inquisiciones grandes y pequeñas y de tantos salvajes iletrados; no puedo llamarles animales para no ofender a los animales que llevan estos mismos libros a veces en sus alforjas, a través de los pajonales de Colombia o de Perú, llevando la dignidad alli donde nadie cuenta y donde Dios no se molestó en llegar.
Van pasando las horas y el polvo del tiempo se acumula sobre los libros, las horas cada vez pesan más, pesan más que la lluvia sobre el techo de hojalata. Los libros están escondidos en cajas bajo las tarimas de las casas de los que los aman, escondidos en desvanes que son el reino de enormes arañas que parecen guardarlos, escondidos bajo leves montañas de ropa o enormes montañas de madera que esperan formar algún día parte de algo bello, madera humilde nacida para un carrito de jugos o un trotinete. Los libros respiran todos y cada uno de los olores, y como los buenos vinos tendrán después un toque a madera, a mango o a rocío.
Cae la tarde y se apagan las hojas de los libros como se apagan las habitaciones del alma para dar paso a las recuerdos, empiezan a arder las hogueras y empieza a circular el vino de palma. Esta noche la sangre germinará otra vez desde la nada como en big bang y alguno de ellos cruzará el mar. Cae la tarde con su cielo de plomo sobre las almas y aquí no somos ni el tiempo que nos queda, sólo viviremos si alguien está dispuesto a recordarnos, sólo seremos alguien en el espejo del otro.
Así nos recuerda la frontera del desierto que ha tallado la arena con formas casi humanas. Que ha dibujado el tiempo en las dunas, un tiempo sin relojes, sin miedos y sin expectativas. Porque no se pierde nada con el tiempo, con todo el tiempo. Las palabras que otros inventaron volverán a ser inventadas y reinventadas mil veces. Las frases de los enamorados de hace cientos de años que no sabían escribir volverán un día a florecer en otros labios exactamente iguales, en otros idiomas, en las palabras de poetas sublimes porque todos los idiomas son el mismo que se rehace constantemente.
Y todo éso está ahí, como si nada, en esos libros cansados de la humedad y del olvido, aburridos de no ser leídos, que están deseando ser acariciados con el mismo ansia que un recién nacido aunque tengan docenas de años en sus hojas amarillas del tiempo y de la desmemoria, pero que resisten en sótanos perdidos en una especie de exilio interior, clandestinos en la revolución cotidiana para recuperar lo que somos en el Congo o en Nwe York, clandestinos frente a los best sellers que nos obligan a leer los cool hunters.
Huele a madera recién cortada, huele a tierra mil veces mojada en la memoria, los desheredados se aventuran a cocinar una nueva noche y pronto un olor profundo a especias se mezcla con el olor a panela mojada de las tormentas y empapa los libros de la vida en estado puro como era hace cientos de años.
Cómo deseo abrir uno de esos libros que huelen a vida, que tal vez tiene manchas de sangre, que apesta a polvo del olvido pero que se resiste a acabar en la hoguera.
Cómo deseo tocar esos libros que han tenido tantos cómplices a lo largo del tiempo, cómo deseo asomarme a las almas de los que los escribieron, cómo deseo entender a los que los han leído y compartir con ellos ese infinito universo de sensaciones y de historia escrita en la piel de los esclavos.
Escribo ésto en un salón rodeado de máscaras africanas en el Caribe, máscaras que llevan dentro el alma de África a pesar del mar, a pesar de los siglos y a pesar de la muerte. Máscaras que ha tallado alguien que lleva ese alma desde hace siglos en los vientres sucesivos que construyeron la arquitectura cósmica de su sangre, máscaras del carnaval de los sueños que inundará las calles de Barranquilla en unos meses. Mientras, otras máscaras parecen dormir en los desvanes y en las bodegas, pero detrás de ellas está lo que relamente somo s, o ellas son lo que realmente somos.
Nada ha cambiado. Todo está escrito en esos libros pero ya lo estaba hace miles de años en el corazón de los hombres y en el corazón de los árboles que nos cuentan el tiempo. Este relato es un homenaje a los hombres que cuidan los libros, que aman los libros, que construyen los libros. Este relato es un homenaje a todos los sueños y todos los fantamas que anidan en los libros y que en ellos viven. Este relato es una historia interminable y no sé cómo acabarlo.