- 7 Certamen de Narrativa Breve 2010 - https://www.canal-literatura.com/7certamen -

54- Un cálido refugio. Por Capitán WENTWORTH-

Yo fui siempre una niña algo tímida, con una gran imaginación. Y un terrible defecto, eso sí: era sensible en exceso. Ser una persona sensible en esta sociedad en la que vivimos es una gran desgracia. Mi vida transcurría lamiéndome pequeñas heridas; cualquier cosa —una mala nota, un insulto de una compañera, un grito de mi madre…— me afectaba de forma desmedida.

Así fui creciendo, intentando evitar todo cuanto pudiera herirme. Me volví bastante retraída; iba de casa a la facultad y de la facultad a casa. Apenas contaba con un par de amigas, sin embargo, mi vida transcurría apacible y yo me encontraba satisfecha.

Un día conocí a un chico; alto, moreno, con una preciosa sonrisa. Yo estaba acabando mi carrera de traductora, él trabajaba en una multinacional. Me resultaba difícil creer que se hubiera fijado en mí; se tomaba todo tipo de molestias para arrancarme una sonrisa, una palabra. No pude resistirme a su encanto. Nos casamos pocos meses después. Yo, profundamente enamorada; él, por la necesidad perentoria —incluso para mí se haría evidente a los pocos meses— de tener a su disposición alguien a quien dominar.

Al principio fueron sólo malas caras; yo intentaba agradarle a toda costa, pero sentía que todo lo hacía mal. Me reprochaba a mí misma ser tan torpe y pasaba las horas ideando maneras de complacerle. Luego empezaron los insultos y enseguida llovieron los golpes. Me pegaba cada vez más a menudo y yo seguía culpándome. Embarazada de tres meses, sufrí un aborto tras una de sus palizas. Reaccioné al fin. Aproveché su breve reclusión en la cárcel: cambié de nombre, de ciudad, de trabajo. En definitiva, desaparecí.

Decidí renunciar a ese mundo exterior cruel y vacío, hacia el que sólo albergaba aborrecimiento.

Primero dejé de ir al supermercado; encargaba la compra por Internet y me la traían a casa. Unos meses más tarde, ya compraba todo lo que necesitaba en la red: muebles, velas de colores perfumadas, deliciosas mantas de cachemir, jabones y geles fabricados sólo con productos naturales, con los que el baño nocturno se convertía en un placer voluptuoso.

No me resultó difícil encontrar empleo; llevaba varios años traduciendo informes comerciales de todo tipo, era buena en mi oficio y, con las nuevas tecnologías y el apoyo de un mensajero de vez en cuando, no tuve ningún problema.

Trabajaba en un gran escritorio de madera clara frente al ventanal de la terraza. Allí, mientras tecleaba incansable, las estaciones se deslizaban ante mis ojos. En primavera florecían los crocus amarillos y morados, unas semanas después las rosas banksiae lutea cubrían la celosía de color amarillo bebé. Cuando ya se acercaba el verano, las hortensias reinaban en los dos macetones de cerámica, con sus inflorescencias azules realzadas por el verde esmeralda de las hojas dentadas. Y así hasta el otoño, donde los pensamientos tomaban el relevo. Los tallos desnudos del cornus alba alegraban el invierno como un coral en dique seco.

En cualquier rincón hacia el que dirigiera mis ojos encontraba belleza. Todos los objetos  en torno a mí estaban llenos de encanto, y sólo con mirarlos me invadía el bienestar. Sin yo misma saberlo, había llevado el cocooning, una tendencia que se extendía por occidente, hasta sus últimas consecuencias.

Iba tejiendo mi capullo poco a poco, haciéndolo cada vez más  acogedor y placentero. No sentía ninguna necesidad de cruzar la puerta que separaba mi confortable piso del desorden que reinaba ahí afuera. Mi hogar era mi fortaleza, y yo eludía a la adversidad encapsulada entre sus sólidas paredes.

Todas las pasiones que movían el mundo entraban en mi refugio a través de los libros y la música. Atesoraba las vivencias más sublimes sin temor a que pudieran descontrolarse y  causarme dolor.

Por la noche, tras llevar al salón mi bandeja con la cena —en la que no faltaba mi preciosa vajilla floreada de porcelana inglesa y una servilleta de hilo—  encendía la televisión y veía las noticias. Los horrores que se sucedían sin pausa en la pantalla: terremotos, violaciones, asesinatos, casos de pederastia,… para mí se asemejaban a una tarde de lluvia torrencial en la que yo, envuelta en una suave manta y con la chimenea encendida, contemplaba las gotas de agua tratando de atravesar los cristales sin conseguirlo.

Creía que nada horadaría jamás la coraza protectora de mi guarida; que sólo saldría de allí un día lejano, cuando algún vecino preocupado me encontrara tendida sin vida en mi cama, entre enormes almohadones y sábanas blancas de tira bordada, ramos de flores y velas aromáticas.

Me equivoqué una vez más. La crudeza exterior no ceja hasta que se cuela por los resquicios de las puertas o por las ranuras de las ventanas.

       Mi marido me encontró.

  Trece años después, cuando casi había logrado borrar de mi mente mi vida anterior, se presentó en mi casa. Llamó al timbre y yo abrí confiada, pensando que sería el portero que había quedado en arreglarme el grifo de la cocina esa mañana. A pesar de su pelo algo más canoso seguía igual que siempre; lucía en su cara la misma mueca burlona y despreciativa que yo recordaba tan bien y que me erizaba los pelos de la nuca.

  Me empujó a un lado y asaltó mi refugio. Deambuló por el salón observándolo todo, con los brazos cruzados sobre su pecho mientras con el dedo índice golpeaba rítmicamente su labio superior. Se detuvo frente a mi escritorio; paseó su mirada sobre los papeles bien colocados, el ordenador encendido, el pequeño jarrón de cristal de Bohemia que albergaba un lirio solitario. Sus ojos se posaron sobre mi taza de porcelana favorita, en la que solía tomarme un té todas las mañanas frente a la terraza. Atisbó dentro de mí, y algo debió encontrar, pues su sonrisa burlona se ensanchó aún más; alzó la taza del platillo y de repente, los dos dedos que sujetaban el asa se abrieron dejándola estrellarse contra el suelo. Me mordí los labios para no gritar.

A continuación, entró en mi dormitorio. Abrió de par en par las puertas de los armarios con violencia, buscando algún signo de la presencia de un hombre en mi vida; noté cómo se hinchaba de  satisfacción al no hallar ni rastro de ella entre mis vestidos. Sacó el cajón de la mesilla de noche y volcó su contenido sobre la cama, mancillando con sus dedos despiadados objetos que yo consideraba casi sagrados; fotos de mi padre, unos viejos cuadernos del colegio, invitaciones de cumpleaños ya lejanos. Acechando mi reacción comenzó a rasgarlos uno a uno mientras yo miraba impotente desde la puerta, sintiendo que era mi alma la que se desgarraba.

Tomando objetos de aquí y allá, procedió a un meticuloso aniquilamiento; arruinando en pocos minutos toda la belleza que me había costado años reunir a mi alrededor.

Cuando, implacable, terminó su orgía de destrucción, se volvió contra mí.

Se puso en pie a mi lado, sofocándome con su alta estatura. Apoyó el pulgar contra mis labios temblorosos y fue deslizando poco a poco el dorso de su mano por mi mandíbula en una caricia asfixiante que bajó por mi cuello y se detuvo sobre mi pecho.

Permanecí inmóvil, sintiendo los latidos de mi corazón atronar en mis oídos. Esperando. No duró mucho la espera; la mano que poco antes me acariciara se estrelló contra mi rostro con tanta fuerza que me derribó.

Yo sabía muy bien lo que vendría a continuación.

No me importó. Quería morir.

Tampoco en eso me acompañó la suerte. Cuando el portero subió a mi piso, le extrañó mucho encontrar la puerta abierta; entró sigiloso y al percibir la terrible mezcla de golpes sordos y gemidos ahogados, decidió avisar a unos vecinos. Entre todos consiguieron reducir a mi marido y me salvaron la vida.

Creo que la ironía más cruel se ha cebado conmigo. Llevo semanas llorando sin consuelo; los médicos me regañan; me dicen que debería alegrarme de estar viva. Y yo me pregunto ¿de qué me sirve la vida, si he perdido la esperanza?