Siete y veinte de la mañana; empezaba a amanecer aun siendo de noche.
Despertó con el olor al desayuno recién preparado. Su vida se había convertido en un círculo sin salida, estaba sumergida en un pozo en el que por mucho que gritara nadie la oiría.
Bajo de la cama sin hacer ruido, porque siempre quedaba alguien durmiendo. ¡Que fatalidad! –Pensó-, o no, cuando dormir es la única manera de sentirse despierto.
Fue al aseo, le gustaba mirarse en el espejo, podría hacerlo durante horas; nada le gustaba. Nunca nada estaba bien, especialmente a esas horas cuando aun no se había desperezado.
En la cocina todo estaba preparado ¡que fantástica manera de empezar el día con un banquete! Pan fresco tostado, aceite de oliva –virgen extra-, sal, café, leche, zumo, fruta y algo dulce.
Otro día que se va, otro día que ya se ha ido, perdido entre el zumo de naranja y los mordiscos al pan tostado –con aceite de oliva y sal-.
Y así cada mañana de cada día de su vida.
En esa época vivíamos en la periferia de un pequeño pueblo perdido del interior.
Las paredes estaban pintadas con cal y el suelo ligeramente levantado porque así lo habían querido las rices de los árboles que fuera había y que cada año emanaban con más fuerza.
Clhoe era alguien normal; normal dentro del límite de lo extraño.
Cumplía con sus obligaciones y sus deberes, como un alma en pena que no encuentra solución alguna saltándose las reglas. Ejemplar, con amigos y menos amigos, como todo el mundo.
Despidió a su padre, a su hermano y tuvo la intención de ir a clase caminando en la soledad de la mañana. Una de las cosas por las que aquel pueblo le gustaba era por su tranquilidad, daba igual que fuera de día, de noche, estuviera amaneciendo u oscureciendo porque allí, en aquel lugar, siempre todo estaba igual. Le gustaba la soledad, ambas se entendían muy bien.
También se hubiese despedido de su madre, pero por algún extraño motivo tenia la sensación de que era inútil.
Abrió la puerta y salio. Allí la esperaban como solían hacer; su padre había dejado aparcado el coche la noche anterior frente a su casa, frente a los árboles que se empeñaban en destrozarla; y para cuando Clhoe tuvo la intención de salir ya habían retirado el hielo de los cristales con agua caliente y un paño. Tuvo que subir al coche, no pasaría frío porque aquella mañana era especialmente sombría y el viento helado de noviembre le taponaba la garganta. Siempre intentaba ver lo positivo en lo negativo pero es que a veces no hay nada que te reconduzca a la esperanza.
Se despidió y entro en el autobús que la llevaría desde aquel perdido pueblo a clase, a un pueblo de al lado; mucha gente, mucho ruido; pero para Clhoe nadie, y demasiado silencio.
Observaba la vida tras un cristal empañado que se entrecruzaba con recuerdos de su aun breve vida, auque a veces tuviera la sensación de haber vivido durante siglos y de no tener nada mas que ver.
La espesa niebla que con su manto cubría la carretera le hizo recordar aquella madruga que habían tenido que llevarse a su madre, cogida en brazos al hospital. Su tía la había llevado al colegio y se habían saltado el protocolo de desayunar nutritivamente. Su tía era de otra pasta y dejaba que hiciese cualquier cosa a cambio de una sonrisa; un alto precio que Clhoe había tenido que aprender a pagar para conseguir sus fines
No recuerdo cuantos años tenia, solo se que no creía en el miedo.
Le habían contando que su madre tuvo que viajar por circunstancias que no recordaba, algo importante seguramente, muy importante.
Lloraba, no quería ir, no sin su madre, no sin ella…
Era la mejor persona que Clhoe había conocido: valiente, luchadora, incansable, invencible, demasiado buena quizá.
No era una madre como otra cualquiera. Era su madre, la misma que la había enseñado que no había que tener vergüenza de algo que no estaba mal hecho.
No era feliz, cualquier persona se habría dado cuenta de eso.
Su tía le había colocado el abrigo y la mochila:
Me volví hacia ella:
-¿Y mi madre?
-¿No te apetece venir conmigo? Lo pasaremos muy bien.
-¿Y mi madre?
-volverá pronto, te lo prometo.
-vale, pero yo quería ir con mi madre.
Sintiéndose mayor y cansada desde aquel día nada había vuelto a ser igual.
No habían podido ir a recogerla después de clase y Clhoe anduvo hasta donde sus pequeñas piernas pudieron dar de si y allí se detuvo. Pudo observar como desde la lejanía alguien la miraba y gesticulaba invitándola acercase, lo recordaba perfectamente, nadie conocido –aquel día- para ella, pero recordó aquella frase sabia no hables con desconocidos y continuo caminado, primero despacio, después intentando acelerar porque tuvo la sensación de que la seguía.
Debí estar corriendo mucho tiempo porque en mi interior ya se había hecho de noche. Intentó escapar pero no pudo. Vio, sintió y olio a aquello que suspiraba justo en su cuello, detrás, en la nuca.
Le pregunto el nombre. No hubo respuesta. Miedo, solo miedo.
Se había desorientado, y para poder seguir, en cualquier dirección, tuvo que aprender a ir con el; todos los días –incluyendo festivos- a todas horas, sin descanso.
Para cuando quiso darse cuenta ya habían llegado, era miércoles y simplemente no tenia ganas de entrar en clase, no sin su madre, no sin ella.