-¿Quién ha llamado? –pregunta la abuela Teodosia desde su alcoba, que está junto a la cocina.
-Ha venido don Alfonso, el médico –le responde su hija Mercedes.
-¿Es que no tenéis otra cosa que hacer que llamar al médico? ¿Ya habéis atendido a las vacas? Y ¿los gatos? ¿Los habéis dado de comer?
Su hija Mercedes y el doctor entran en la alcoba, donde yace la abuela en una cama con las patas y el cabecero de hierro.
-Buenos días, señora Teodosia ¿Qué tal nos encontramos? –le pregunta el médico.
-¿Cómo cree que me voy a encontrar si usted me ha prohibido comer sopas de vino? Y al no poderme valer para hacerlas yo misma, mi hija no me las hace. Ya ve, siendo yo su madre de toda la vida y usted un extraño, le hace más caso a usted que a mí. ¡Qué tiempos estos!
-Lo hacemos por su bien, señora Teodosia. –le responde el doctor.
-Llevo años comiendo sopas de vino, que son las que me dan la vida, y viene usted y me las prohíbe. ¿Es eso lo que les enseñan ahora en la universidad, doctor? Don Genaro nunca me las prohibió.
-Nos enseñan a cuidar a los enfermos, a que se recuperen o a que no empeoren.
-O sea que usted cree que yo estoy enferma.
-Bueno…
-Si porque a una le dé un reuma ya va a estar enferma, aviados estamos.
-Los años también van pesando, señora Teodosia.
-Desde hace mucho tiempo tengo muchos años y bien que he atendido la casa, las vacas, los cerdos y las gallinas. A ver si también les enseñan ahora a los jóvenes que ser viejo es una enfermedad.
-Madre, hágale caso al doctor, que es por su bien –le dice la hija.
-¿Cómo va a ser por mi bien el quitarme las sopas de vino si siempre me han caído en el estómago estupendamente?
-Tiene que comer otros alimentos más suaves y nutritivos –le dice el doctor.
-Qué sabrán en la universidad y hospitales de las sopas de vino si no las habrán comido en su vida.
-Madre, tiene que respetar al doctor, que para eso ha estudiado muchos años la carrera de medicina.
-Si yo lo respeto, pero no creo que haya estudiado los beneficios de las sopas de vino. Todo no lo pueden saber los médicos, porque lo que a unos les sienta mal a otros les sienta bien; cada uno es cada uno.
-Tiene usted razón, señora Teodosia; todo no lo podemos saber. ¿Ha tomado las pastillas?
-Qué remedio.
-¿Le han sentado bien?
-Ni bien ni mal. Mejor me habrían sentado las sopas de vino.
La hija le hace un gesto al doctor como pidiéndole disculpas por la terquedad de su madre.
El doctor le responde con un asentimiento de cabeza.
Tras terminar la visita, la hija acompaña al doctor a la salida.
-Perdone por las molestias. Es la primera vez que cae enferma en sus ochenta años de vida y siempre le ha gustado mucho mandar y no ser mandada. Tiene un carácter muy fuerte.
-No se preocupe. Estoy acostumbrado a lidiar con personas más difíciles –le dice el doctor.
Cuando la hija regresa a la cocina, la abuela le pregunta desde la alcoba:
-¿Ya se fue ese joven matasanos?
-Sí, madre, ya se fue el doctor.
-Mira que un jovenzuelo le tenga que decir a una anciana lo que tiene o no tiene que hacer y que le prohíba comer lo que siempre le ha ido bien. Habrase visto…
Ella, que tanto ha trabajado durante toda su vida (y más, desde que su Secundino falleció), ahora tiene que estar amarrada a la cama por un pequeño mal; con la de cosas que hay que hacer en una casa, ya es fastidio. Ochenta años son años, pero ahí está la Agripina con noventa tan campante. Lo que más le va a doler el día que Dios la llame (ojalá se olvide de llamarla otros veinte años) es dejar a Lorenzo y a Anselmo solos. No sabe cómo se las van a arreglar sin ella. Las otras tres hijas tienen sus maridos e hijos, pero ellos… Su marido fue un bruto cuando Anselmo le dijo que estaba cortejando a Luisa y le respondió:
-Pero ¿no hay otra en el pueblo que al menos tenga un carro de vacas?
Luisa era hija de Marcelino, el vaquero y no tenían tierras, pero era buena mujer y trabajadora. Su marido Secundino no debió haberle dicho eso a Anselmo, que sintió las palabras de su padre, dejó de cortejar a Luisa y nunca más volvió a cortejar a mujer alguna. Y ahora, aunque quisiera ya es tarde, y ni mujeres quedan. Luego, se volvió taciturno. Lorenzo sufre menos. No ha conocido otra cosa en su vida que ser pastor de ovejas. ¿Quién los va a atender si ella falta? Pero ¿por qué va a faltar por un simple reúma? Sin embargo, algún día… Si alguna mujer de esas que llaman emigrantes quisiera encerrarse en ese pueblo abandonado de la mano de Dios y se prestara a atenderlos cuando ella faltara…
-Bueno, madre, le he ordenado la casa –le dice la hija entrando en la alcoba-. El puchero ya ha cocido. Me tengo que ir a atender la mía. Cuando a mediodía salga María de la escuela se la envío para que le dé de comer ¿Desea algo más?
-Ya sabes lo que me gustaría comer, pero como haces más caso al médico que a tu madre…
-Madre, no empecemos…
La abuela se queda sola rememorando su vida, de niña y de joven cuando en el pueblo había tantos mozos y mozas y bailaban en las eras…, pero un día, de pronto, se puso de moda ir a trabajar a la capital, y el pueblo se fue vaciando de personas e incluso de animales. Ella junto a otras pocas familias se quedó, se hizo mujer y vieja, no le gusta nada eso de la tercera edad. Ella tiene la edad que tiene, una edad de vieja. El ser vieja no le va a impedir volver a los quehaceres cuando el reúma la deje de apretar… Cuando le toque irse de este mundo se irá satisfecha. Se ha ganado el pan con el trabajo de sus brazos, ha bregado bien para sacar a sus hijos adelante…
Se va quedando dormida.
La despierta una voz alegre, una voz de niña.
-Hola, Abuela.
La abuela abre los ojos y ve a su nieta, que le pregunta:
-¿Qué tal estás?
-Ya ves, María, aquí, amarrada. Tú nunca llegues a vieja que a las viejas nadie nos hace caso.
-No digas eso abuela. Yo sí te hago caso.
Es verdad su nieta María le hace mucho caso. Puede ser su oportunidad.
-Oye, María, ¿cuántos años tienes?
-Voy a hacer diez el mes que viene.
-Ya eres casi una moza. Sabes hacer sopas, ¿no?
-Sí, sí sé.
-Mira, en el puchero hay cocido para que cuando venga Anselmo y, más tarde, Lorenzo lo coman. A mí me apetecerían unas sopas. En la alacena hay una cazuelita de barro y en el armario de abajo está un cuartillo de vino. El hogaza está en el serillo que cuelga detrás de la puerta. Coge la trébede que está en la hornacha con las tenazas. Ya me has visto hacer sopas de vino otras veces ¿Qué tal si hoy me haces tú unas a ver cómo te salen?
-Pero ¿las sopas de vino no son malas para el cáncer avanzado?
-¿De qué cáncer avanzado ni de qué ocho cuartos me estás hablando?
-He oído a mamá decir a papá que tienes un cáncer avanzado.
-¿Cáncer avanzado? Nunca te hagas mayor, María, que los mayores emplean unas palabras muy feas: cáncer avanzado… Escucha, María, si tengo un cáncer avanzado mejor para comer sopas de vino. Las sopas de vino son estupendas para los cánceres avanzados.
-¿Estás segura, abuela?
-Segura, segurísima. Tú sabes que las abuelas sabemos muchas cosas, o ¿no?
-Sí abuela. Yo he aprendido muchas cosas de ti.
-Pues entonces hazme unas sopitas de vino, que me van a sentar como un reloj.
Cuando María va a la cocina, a la abuela se le cae una lágrima. Esta gente mayor que ni es vieja ni joven son unos engañabobos. Menos mal que existe la verdad de los niños y viejos, si no, no sabe lo que sería de este mundo. Vaya sea por Dios, un cáncer avanzado. Y ¿cómo se les ocurre prohibir las sopas de vino a una pobre vieja con un cáncer avanzado?
La abuela come las sopas con cara de satisfacción delante de su nieta.
-Qué ricas están, gracias, María… Tú sabes que los que venimos a este mundo algún día nos tenemos que ir, ¿no? Es una cosa natural de la vida misma.
-Claro que lo sé, abuela.
-Muy bien, María. El caso es que, cuando yo me vaya, Anselmo y Lorenzo se van a quedar solos, y los hombres solos como ellos valen poca cosa. Siempre han estado enseñados a que les hagan las tareas de la casa. Tendrán que aprender a valérselas por sí mismos, pero si de vez en cuando alguien les echara una mano para que tuvieran la casa un poco decente, una mano de mujer, digo, porque las mujeres valemos más; aunque nos quedemos solas, nos las arreglamos mucho mejor que los hombres.
-¿Lo dices por el cáncer avanzado?
-Lo digo porque con cáncer avanzado o sin él un día tocará marcharse aunque sea de mala gana.
-Yo no quiero que te vayas, abuela.
-Ya lo sé, María, pero la vida es así.
A María se le cae una lágrima. La abuela lo ve.
-Eres una gran chica, María.
-Mamá y yo les podemos ayudar, pero tendrán que aprender a cocinar y a limpiar, que en clase nos enseñan que los hombres tienen que ayudar en las tareas de casa, si no, es machismo.
-Ya veo que eres muy lista, María, lo que pasa es que antes no se conocía esa palabreja de machismo, y no les enseñamos a los hombres a hacer camas, barrer, fregar, lavar y cocinar. Las mujeres hemos sido como burras de carga. Me parece bien que si un día te casas no cargues con todo como ha hecho tu abuela, pero el caso de Anselmo y Lorenzo es diferente. Nacieron en otra época.
-Tendrán que aprender, abuela, que el tío de Minerva ha aprendido a cocinar y a limpiar.
-De acuerdo, María, tendrán que aprender, pero un poco de cuidado para que no se abandonen, para que sientan que siguen teniendo una familia aunque yo falte no les vendría mal.
-De acuerdo, abuela, tendremos un poco de cuidado mamá y yo para que no se abandonen y les visitaremos e invitaremos a casa para que sientan que tienen una familia.
-Gracias, María, serás una gran mujer.
-Todavía me queda mucho para ser mujer, abuela.
-Claro, María, eres una niña, pero una niña muy despierta.
La abuela Teodosia al cabo de un mes siente que vuela y que un par de ángeles vienen a su encuentro y la transportan lejos. Qué curioso, un ángel tiene la cara de su nieta María y el otro la de su hija Mercedes. La llevan a un lugar donde la recibe un portero que tiene la cara del médico que le prohibía comer sopas de vino. Lo raro es que la recibe con una sonrisa y un cuenco de sopas de vino.
Arrepentidos quiere Dios, piensa la abuela, a la vez que se disuelve en un estado de paz, felicidad y armonía.