¿Lograré no oírla, no verla a ella y al niño? Cómo dejar de pensar en lo distinto que pudo ser… Ese día vuelve a mi mente una y otra vez.
La lluvia no cesa, las nubes parecen abarrotarse. El cielo de color plomo está trocando a negro. Miro por la ventana. Es el comienzo del cuarto despertar bajo agua. Los rayos iluminan el firmamento. Los truenos cada vez retumban con mayor intensidad, hacen vibrar mi cuerpo, siempre les he temido. Cuando hay tormenta me gusta hacer el amor, me libera del miedo. Olvido el reino sombrío sintiéndome vivo. Penetrar en un vientre femenino es el mayor acercamiento a la cuna de la eternidad y de esta forma espanto a los fantasmas que me rodean. Pero hoy estoy solo y el tiempo apremia. Un par de minutos bastan para ver mi calle convertida en un torrente. Al vivir en planta baja, apenas unos escalones me separan de la correntada. Me visto con premura. Debo tomar lo más importante, tengo que apresurarme. En breve mi hogar estará inundado. Los vecinos del piso superior me recibirán. Pienso en la torre, está al ras del suelo. Desconecto el cablerío y la tomo en brazos acariciándola como a una novia. La documentación en el bolsillo de atrás, el poco dinero que aún queda de mi magro sueldo, en el de adelante. Los demás objetos de la casa no importan. El disco duro sin respaldo alguno contiene mis relatos, tres novelas y una cuarta en ciernes. Tantas veces pienso en guardar mi información en un pendrive, indefinidamente queda para mañana. Tampoco tengo portátil, son cómodas, manejables, pero como un buen ordenador fijo no hay. Digo esta tontería, suponiendo que me hará ver interesante ante los ojos de los demás. Lo cierto es que lo pospongo. La pereza me gana, me sucede con cada decisión de mi vida. La mayoría de mis amigos están casados, tienen hijos, proyectos. Yo parezco estancado en el momento, sin ánimo de tomar decisiones, ni aquellas que pueden ser irrelevantes. Me dicen que huyo de las mujeres, pero no es cierto. Me dejan al notar mi apatía. Necesito una que me haga reaccionar. Por ahora ésta no aparece, tampoco la busco, sólo espero.
En la vereda de enfrente un vecino se afana en sacar la tapa de una boca de tormenta. Muchos vehículos han detenido su marcha, ahora se desplazan en un lago con marea. Ésta proviene del viento, quien tomando velocidad sopla con fuerza contra las casas, los coches y los seres que se encuentran atrapadas en medio de la emboscada. Una señora con tres niños dentro de un auto, está reclamando ayuda. Nadie parece apreciar el hecho. En mi casa chapoteo. Salgo, subo unos escalones, a través de la puerta principal diviso a uno de los pequeños. Cae al agua, ella va tras él, los otros quedan solos. Miro mi tesoro, al que deseo resguardar, vuelvo la vista hacia las criaturas, otra vez me fijo en éste y lo dejo. Guío mis pasos hacia ellos, más bien me arrastro entre el agua y la basura que flota. Los contenedores de residuos son los primeros en ser deslizados, quedando boca abajo sueltan su contenido que navega junto a mis piernas enredándose. Trato de desprenderme de unas bolsas. Pese al escándalo de la lluvia y las alarmas de los automóviles, oigo el llanto. No sé por qué no se dirigen a socorrerlos. Vuelvo la cabeza, en mi edificio el nivel va en aumento. Pienso en la que guarda mis trabajos, podía haberla dejado un poco más arriba. Se escucha un estruendo, un enorme paraíso decide morir en ese instante, pero no de pie, se derrumba sobre el asfalto, el suelo tiembla, las olas se agitan. Varias personas intentan correr hacia la derecha. El vecino que lucha con la tapa de la boca de tormenta, cesa en su empeño y va en la misma dirección. El aire bufa con mayor intensidad. No me gusta el sonido, impresiona. Las ramas se sacuden ferozmente. Se oye con claridad el resquebrajar de otro tronco. ¿Cómo puedo distinguirlo entre los múltiples ruidos y los gritos humanos que cada vez son más fuertes? Se trata del árbol que está junto a los pequeños. Se tambalea. Debo llegar antes de que se solidarice con su amigo y decida caer. Mi calle está llena de paraísos. Siempre he tenido la seguridad de que conversan entre sí, con susurros incomprensibles para nosotros. Mentalmente le pido por favor que se quede quieto, que me conceda unos minutos. Está decidido a unirse a su compañero, lo puedo percibir. Un hombre se cruza ante mí -Pobre mujer- grita. Miro y siento frío, es intenso, no proviene del agua, ni de la lluvia, ni de un ciclón. Llega desde mi interior, tengo la certeza. Lo supe desde que la vi. Estaba seguro y no le presté ayuda. La culpa apresa mi carne, el cuerpo se me estremece. Comienzo a llorar, nadie me ha dicho nada pero lo sé. Los niños deben ser mi meta. No puedo distraerme, están solos. Un cuatro ruedas vacío me topa con su hocico, el agua oculta los asientos. Lo empujo tratando de abrirme camino. Los miro, por primera vez me pregunto por qué se quedan quietos. Sus caritas se distinguen con claridad, sus cuerpos están cubiertos. Sillas de bebé, ese debe ser el motivo. De no ser por eso se habrían ahogado. Llego, su llanto me desespera como el crujir del madero amenazante. Los suelto rápidamente o los tres moriremos. ¿Dónde está la traba con que están sujetos? Intento guiarme por el tacto, las dichosas bolsas se enrollan en mis dedos. Entorpecen la maniobra. La tarea no es fácil. Tropiezo con uno de los broches, el niño está liberado. Lo tomo en brazos. Ahora sólo cuento con una mano para rescatar al otro. El tronco ruge, es más que una amenaza. El cinturón… debo desengancharlo… mi diestra ambiciona rapidez, los plásticos enronan el planeta. No trato de liberarme de su apretado abrazo, palpo a través de estos. Con las manos comencé a conocer mi universo, así es el inicio de cada humano. Ahora una de ellas está pretendiendo encontrar la hebilla, que soltándose salvará el mundo contenido en otra vida. Una oleada empuja al pequeño que tengo alzado, al que permanece adentro y a mí. La naturaleza está enfurecida. Quiero arrancar la sillita del asiento. No lo logro. Mis tirones son vanos. Me reconozco como un torpe impotente.
¿Por qué no habré ido cuándo todavía se podía, cuándo la vi sola con ellos? Recordé el motivo. Sin duda éste navegaba rumbo a la nada con mis escritos y todo aquello que hasta hace cinco minutos consideraba esencial. Si al verlos hubiera obedecido a mi conciencia… Estaríamos en casa del vecino tomando café, tan sólo con las piernas mojadas. Veríamos el panorama desde la ventana. Hablaríamos del cambio climático, de sus efectos. Conversaríamos sobre los vuelos que no han podido salir y las pérdidas de las aerolíneas. Esperaríamos tranquilos a que el agua bajara su nivel. Después llamaríamos al servicio de automóviles. Los niños correrían por la casa jugando con Tobi, el pequeño pequines, peludo, suave. Seguro que alguna bebida espirituosa compartiríamos para combatir el frío de nuestros pies. Luís nos la daría gustoso. Siempre dispuesto a festejos, no importando la ocasión ni la causa. ¿Por qué pienso en él? Hace más de dos años fue asesinado. Fui yo quien llamó a la policía. Oí gritar, escuché los llantos y las amenazas. Los objetos rebotando contra las paredes. Tobi salió despedido por el balcón pues intentó defenderlas. Once apartamentos, ninguno escuchó nada. Llamaron a mi puerta, era la sobrina, había logrado huir. Estaba duramente apaleada, el miedo aflojó sus esfínteres -tiene a mi abuela, la va a matar, está más loco que nunca- mientras decía eso, arriba había un silencio lleno de sospechas. Llegaron, no era la primera vez, ni la segunda, ni la tercera. La diferencia consistió en que ella fue al juzgado. No quería, pero lo hizo por su nieta. El juez la encontró tan mal que le sugirió ir con el forense. Ésta le contestó -ni usted ni un médico me van a reponer el daño que mi hijo me ha causado. No estoy aquí por mí, sino por mi niña, que es la única víctima-. Hubo una orden de restricción, él no pudo volver a la casa. El tiempo pasó. Una tarde de verano, húmeda y pegajosa, el informativo de la tele nos dio la noticia. -Cuatro adolescentes clavaron sus navajas en el abdomen del ex policía dejándolo tirado en el charco de su propia sangre. Se supo que habían mantenido altercados previos y podría tratarse de un ajuste de cuentas por problemas relacionados con drogas-. Nosotros sabíamos que hacía mucho le tenían ganas. Al estar en su barrio no lo tocaban, pero al cambiar de zona la cosa fue distinta. Cuando la madre se enteró, le generó alivio. Ella misma me lo dijo – te parecerá mentira o crueldad, pero es lo que siento, por fin puedo salir a la calle sin miedo a que me den un golpe, un tiro o me claven un cuchillo, era muy vengativo- sus palabras quedaron grabadas en mi mente. ¿Por qué pensar en Luís? En momentos de necesidad siempre ayudaba, era sumamente servicial. Él no la hubiera dejado pidiendo ayuda… En cambio, yo lo hice.
Mi mano encuentra la traba, puedo levantarlo. Debo apresurarme, el árbol va a caer. Elevo a los niños lo más que me permiten los brazos. Me desvío a la izquierda. Intuyo que el pesado tronco irá en el otro sentido, estoy casi seguro. Si voy hacia adelante puede aplastarnos. Un estrépito calla los llantos por unos segundos. Los tres giramos nuestras cabezas, el suelo se sacude. Los sollozos comienzan de nuevo. Trato de tranquilizarlos con palabras que no entienden. Las alarmas seguramente asfixiadas, guardan silencio. En los veinte años que llevo viviendo en esta calle, jamás he visto un caudal semejante. Intento cruzar, encontrar refugio, sacarlos del peligro, otorgarles un lugar seguro. No quiero pensar en ella. La oigo, la veo pidiendo ayuda, nadie la escucha, pero yo sí. Debo poseer un cementerio interno donde he metido mis sentimientos y emociones. Esperé ver caer a una criatura y a la mujer arrastrarse en su búsqueda para decidirme y entonces todavía dudé. Desde el principio sentí el peligro. ¿Qué me pasa? La dejé por una torre. Tan sencillo como eso.
La lluvia parece más calma. Logro abrirme paso entre ramas, vehículos, maderos y bolsas de nylon, que envuelven lo anteriormente nombrado y también a mí. No intento librarme de ellas, es inútil. Los árboles se mecen demasiado para mi gusto. Procuro atender el sonido de los troncos pese al silbido del aire arremolinado. Éste aumenta su grado en una demostración de poder. El nivel del agua baja notoriamente. Aferro a los pequeños contra mi cuerpo. El viento quiere arrastrarme, pero estoy decidido a ganarle la batalla.
Estaba en la puerta de mi hogar, declarando ante un agente, Luís descendía por las escaleras custodiado por dos policías. Con ambas manos sacudió su chaqueta negra intentando marcar respeto por sí mismo. Fijó su mirada en mí. Alcancé a leer el reproche que necesitaba imponerme. Para él mi acto fue una cobardía, algo indigno en su parámetro de códigos. En cambio yo sentí mi deber cumplido. Ningún otro vecino intervino. Pero su sobrina tocó a mi puerta. De no ser así, ¿qué habría hecho? Me quedan grandes dudas después de dejar a una señora y tres niños librados a su suerte…
El agua desaparece. Al disminuir la intensidad de la lluvia, el aluvión baja como cascada por una calle en pendiente. Es la salida que siempre nos libra de inundarnos. Pero este día no, este día mi casa se ha visto presa de la riada, he perdido mi torre, mis novelas, mis relatos. Pero he ganado un remordimiento, que me acompañará mientras viva.