Icono del sitio 7 Certamen de Narrativa Breve 2010

24- La memoria infinita. Por Avatar

Un parque es el lugar perfecto para la lectura. En mi casa me interrumpen con demasiada frecuencia; cualquier ruido me distrae y pierdo el placer de la narración. Tampoco les aconsejo un café: algún conocido se empeña en pegar la hebra, o alguien  habla demasiado alto en la mesa de al lado, o un televisor vocifera a todo volumen… Por eso, esta mañana soleada he vuelto al recogimiento del parque. Vengo aquí muy a menudo, el despacho donde trabajo está cerca y aprovecho la hora del almuerzo.

A pesar de ser otoño, hoy cae un sol plomizo y debo buscar la sombra de un árbol. Deseché la zona de recreo de los juegos infantiles, demasiado concurrida y ruidosa, y las rotondas donde suelen acudir desocupados con ganas de charlar. Tras  rastrear por los senderos más apartados, me adentré en un pasaje solitario y tomé asiento en un banco en el que, por fortuna, no había nadie. Acomodado bajo la zona de sol y sombra que filtraba el acogedor ramaje, me detuve un instante a contemplar lo que me rodeaba —me gusta disfrutar del placer del entorno—: montones de hojas caídas en el suelo me recordaron el devenir de las estaciones; el otoño se cernía sobre el lugar, tranquilo y obediente a su ciclo biológico. Sentí que yo formaba parte de alguna manera de la estación que se anunciaba: recogido en la soledad y el silencio, adaptándome a mi destino.

Por aquellos días, estaba leyendo un libro que me mantenía enganchado desde los primeros capítulos. Aún disponía de una hora antes de volver a mi segunda jornada laboral, así que lo abrí y repasé un fragmento del día anterior para enlazar con los siguientes. Trataba la obra, de profundo carácter filosófico, sobre el paso del tiempo en la vida de un hombre, desde su niñez hasta su edad adulta. Su temática, intemporal. Es lo extraordinario de una buena narrativa, que nunca pasa de moda. Me acercaba a mis años de niñez y juventud, fugaces y ya lejanos. ¿Dónde se fueron? Recordaba a mis padres en la madurez, y ahora, próximos a la ancianidad —mi madre ya tenía despistes y olvidos, y mi padre me repetía una y otra vez las mismas anécdotas—; esta ley de la existencia, aunque digan que el tiempo no pasa para nosotros, me incitaba a reflexionar en la manera en que yo aprovechaba mi tiempo presente y cómo podía prepararme para el futuro.

Me encontraba tan abstraído en el hilo de la lectura, que no me di cuenta de que una pareja acababa de penetrar en la senda. No advertí su presencia hasta que llegaron a mi altura. Se trataba de un hombre y una mujer de edad madura. Con un “buenos días” la señora acomodó al señor al otro lado del banco; luego se despidió con un “hasta luego, Miguel”, se marchó y dejó solo al hombre.  Lo miré con disimulo por encima del libro evitando encontrarme con sus ojos, no quería dar pie a cualquier clase de confianza que le diera ocasión de entablar diálogo. Después, me giré levemente en la dirección contraria e intenté seguir leyendo; pero… ¡maldita sea! ya no me podía concentrar porque mi mente no dejaba de obsesionarse ante la llegada de aquel extraño: ¡ahora comenzarán las preguntas!, ¡y seguro que con cualquier chorrada… del día tan bonito que hace, del mal tiempo que hemos tenido, o de lo que han dicho en la tele, o de…!

—¿Le molesta que me haya sentado en el banco? Es que no me gusta estar solo…

Con un escueto ¡no!, corté la conversación. Me sentía furioso, aunque me daba apuro levantarme y dejarle con la palabra en la boca, aun a sabiendas de que la mañana se me estaba arruinando. Con el libro a la altura de los ojos, intenté proseguir la lectura: El tiempo es un [ …] La eternidad

—Mi  mujer  vendrá  a  por  mí  dentro de un rato para acompañarme a casa… —su voz sonó insegura y débil.

¿Que podía decirle?…, ¿que me había quitado el placer de leer?  Si tal vez el hombre no había leído un libro en su vida… ¿Es que no habría otro banco en todo el parque para tener que sentarse en el mío?… Me  propuse  hacerme  el  desentendido —no quería parecer grosero—. Escuchaba de su boca una retahíla de palabras ininteligibles. Resignado, mis ojos fueron del libro a los de mi visitante. En su mirada advertí un rasgo de viveza que hacía pensar en una mente inteligente. Sus ojos se cruzaron con los míos un instante, para perderse luego en un punto indeterminado de sus manos. Me fijé en su pelo surcado de canas, y en las huellas del paso del tiempo de su rostro. Vestía un traje cuidado y limpio, pero su tórax, caído sobre el vientre, le arrugaba la chaqueta y le daba un aspecto de muñeco de trapo. Debía de tener muchos años.

Unas palomas aterrizaron cerca del banco. El anciano no se inmutó. Si al menos se entretuviera en echarles de comer… como suelen hacer muchos viejecitos, pensé. Fingí retomar la lectura con el propósito de levantarme al cabo de un rato y buscar otro banco solitario, aún disponía de tiempo para leer un poco más.

—¿Le gusta leer? —otra vez  su voz insistía, inasequible al desaliento—. En mi casa hay muchos libros… A veces me los leen mi mujer o mis hijos…, se me olvidan enseguida…, además ya no veo bien. Cada mañana me apunto lo que tengo que hacer,  para recordarlo. —Sacó una agenda pequeña del bolsillo y me la mostró.

De repente, me sentí tolerante y comprensivo con aquel hombre que se ausentaba de la vida. Cerré el libro, con el dedo prisionero entre sus páginas, y lo hice descansar sobre mis piernas. El anciano miró la portada y leyó el título que destacaba en grandes letras negras: “La me mo ria in fi ni ta”. Lo repitió por segunda vez…, sus ojos se animaron al escuchar su propia voz.

—¿Sería usted tan amable de decirme de qué trata el libro?

—La historia no es de ahora, sino de años atrás, y al parecer es autobiográfica. El protagonista es un hombre que cuenta el paso del tiempo a lo largo de su vida, desde la niñez hasta la ancianidad.

—¿Me leería usted una página?  A lo mejor lo he leído y no lo recuerdo.

Comencé por el principio. Cuando llevaba unos párrafos leídos, la voz del anciano se sobrepuso a la mía recitando la última frase del texto. Entonces  enmudeció. Yo dejé de leer en voz alta.

—Me parece que usted lo ha leído, porque ha continuado el texto al pie de la letra— comenté con amabilidad.

El anciano no me contestó y vi como sus manos se posaban, inquietas, en su cabeza, alisando los ralos cabellos.

—¿Quién es el autor? –prosiguió, una vez que se había tranquilizado.

Es un escritor que no tuvo mucho éxito con sus anteriores novelas; y ya ve, ahora es famoso, ha ganado los mejores premios con este libro que ha sido traducido a varios idiomas… Incluso tengo entendido que se va a hacer una película…

—Yo tampoco voy al cine, es que no me entero del argumento, y además se me olvida enseguida.

Comprendí que el hombre no podía mantener en su mente una idea durante mucho tiempo. Un hombre viejo y acabado; por el que sentí pena y tristeza. ¿Por él o por mí? Un escalofrío me recorrió la espalda. De golpe, me embargó la certeza de que en el futuro yo podría ser el viejo que estaba sentado al otro lado del banco; mi otro yo, desconocido, pero semejante a él, si la muerte no llegaba antes. Nunca pensaba en la vejez y su deterioro; la veía muy lejana, como asunto de mis abuelos y de mis padres;  a mí me quedaban muchos años hasta llegar hasta los casi ochenta que podía tener aquel otro… Sin embargo, la desazón seguía oprimiéndome: los años pasan tan deprisa… Mis hijos se marcharían de casa para vivir su propia vida, nos quedaríamos solos mi esposa y yo…; con la jubilación tendría más tiempo libre: Podría viajar, cortaría el césped del jardín, leería todos los libros que se amontonaban en mi despacho, y, después… ¡Tendría mucho, mucho tiempo libre…! Aunque ¿en qué condiciones? ¿Y si perdía mi identidad, como ese otro ser? Aparté de mi mente estas divagaciones y presagios. Todos los recelos anteriores se disiparon y en mi corazón surgió una tremenda empatía por aquel hombre y una mezcla de pena y de desasosiego por la monotonía repetitiva a la que nos conduce el hecho de vivir.

—¿Le está gustando el libro? —su voz me sacó de mis desvaríos filosóficos.

—El libro… Sí, es interesante —le dije con la intención de que terminara el interrogatorio; ya no me importaba mucho su lectura ni el hecho de que me interrumpiera, ni la preciosa hora libre antes de volver al trabajo. En aquel momento, el parque se hizo presente para reencontrarme con otra realidad nunca habitada, sentado en ambos lados de un banco.

La mujer apareció y se detuvo al llegar a nuestro banco. Miguel, ya es hora de que nos vayamos a casa. Es la hora de tus medicinas… Veo  que  has  hecho  amistad  con este señor —sus ojos se volvieron hacia mí, con amabilidad—. Perdone si mi marido le puede haber molestado, él disfruta con la gente a la que le gusta la lectura.  En casa tenemos muchos libros. Por desgracia, él está perdiendo la memoria. Yo lo traigo cada día al parque para que se distraiga,  vivimos  en  aquel  bloque  de  pisos —señaló al frente— y luego lo recojo…; a veces es como un niño desvalido, aunque aún se maneja bastante bien y en ocasiones tiene momentos de lucidez. Es lo terrible de esta enfermedad…  Le estoy agradecida por su consideración hacia él.

Ya se marchaban, cuando la señora se quedó mirando la portada del libro que yo apretaba a la altura de mi pecho.

—¡Que casualidad! Ese libro que está usted leyendo lo ha escrito mi marido. La memoria infinita es su gran éxito. ¡Te das cuenta, Miguel, otra persona que nos encontramos que lo lee!

El aludido apenas esbozó una afirmación,  continuó ajeno a la emoción y énfasis de su esposa, como si aquel acontecimiento no fuese con él.

—¡Y fíjese!… —prosiguió ella— ahora ni siquiera sabe que es su autor ni puede disfrutar de su fama. Cuando le detectaron la enfermedad lo empezó a escribir; él opinaba que este libro serviría para que sus vivencias perduraran en la memoria de las gentes; y que cuando los años le borraran los recuerdos los lectores retomarían el saber de lo que en él esta escrito, y luego los siguientes, y así hasta el infinito… Fue el último libro que escribió. El Miguel escritor murió hace ya algunos años.

Seguí anclado al banco cuando la pareja ya había desaparecido. Un brote de rebeldía quiere sobreponerse a mi sensación de impotencia, ante el inevitable deterioro del paso del tiempo. ¿Cómo escapar a este repetitivo y cruel destino? Quiero olvidarme por un momento de que es posible un cambio, de que yo puedo dar un giro, siquiera sea momentáneo, a mi previsible vida.

Desde el otro lado del parque me llegan ahora ruidos y voces; risas de niños que juegan y sueñan…  Me levanto del banco con un gesto decidido; el libro que reposaba en mis rodillas cae al suelo, decido no cogerlo y salgo de aquel rincón recóndito para incorporarme al torrente de vida que alborota en el parque.

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