- 7 Certamen de Narrativa Breve 2010 - https://www.canal-literatura.com/7certamen -

18- La huida. Por Uno-A

Otra vez haciendo el equipaje. Siempre huyendo, como si hubiera un lugar seguro.

Martín me avisó. Hace ya bastante tiempo. La historia era tan inverosímil que no le creí ni media palabra. Solo cuando el jefe me echó con su mirada furibunda de saberlo todo tuve que darle la razón. Entonces ya era demasiado tarde.

Dudé si llevarme solo lo imprescindible. Tenía dinero suficiente para reponer algunas cosas, y, si conseguía salir por sorpresa, quizás no les diera tiempo a reaccionar. De ese modo podía obtener algo de ventaja.

Metí a toda prisa ropa interior, calcetines, dos sudaderas, pantalones. (Me daba pena tanto derroche de fular en los estantes.) Guardé el dinero en un bolsillo interior. También la documentación, el teléfono, algunas fotos imprescindibles. Samuel me miraba, desaprobándome, desde el fondo borroso de una de ellas.

Bajo mi ventana se enmarañaba el tráfico del desagradable modo de siempre. Las patrullas vigilaban en los improvisados controles, todo gafas negras y hombros cuadrados. Conocían bien el malicioso oficio de la intimidación. Nadie, en su presencia, hizo nunca ademán de pasarse de la raya. Obviamente, todos los ciudadanos censados, por pura observación e instinto de supervivencia, habían llegado a un conocimiento absolutamente fiable de las estrategias de las patrullas, especialmente en todo lo concerniente a horarios y ángulos muertos. Aun así, el sistema no emitía demasiados fallos. O al menos no salían a la luz, como otras veces.

Las últimas noticias sobre fugas y desapariciones sin resolver tuvieron como consecuencia el cese inmediato de todo el Estado Mayor. Este despido masivo de una estructura supraestatal no podía considerarse una acción reprobable, sino absolutamente ejemplar y aleccionadora, pues lo que estaba en franco peligro era, se sobrentiende, la seguridad del resto de la población. Los analistas, sin embargo, preocupados, estudiaban todos esos errores con una pulcritud no exenta de asombro. Eran errores absolutamente inexplicables después del cálculo y la experiencia acumulados durante siglos de ensayo, espionaje e investigación. Al parecer, aquella suspensión a gran escala se debió a algo tan simple como un lío de faldas. El General Arthur G. sucumbió a los encantos de una conocida cantante de la que no llegó a publicitarse el nombre (se barajaron varias posibilidades), y que se aprovechó de los escasos resquicios del Sistema de Seguridad Nacional, diseñado por él mismo, para esconder su recién estrenado amor, tan ilegítimo. Si hasta entonces su carrera en el Servicio de Inteligencia había sido de todo punto intachable, aquel resbalón lo hundió sin remedio en la más absoluta de las desgracias. Una vez más se comprobaba que el amor era incompatible con el nuevo orden establecido. Jamás tuvo consecuencias que no fueran francamente nefastas, totalmente destructivas.

Miré a través de las espesas cortinas. Si esperaba un poco, si estudiaba la situación, podía obtener la media de los coches detenidos, los registrados, los requisados, los enviados a la cárcel sin esperanzas ni llamadas de alerta. En ese momento Martín me hubiera sido de gran utilidad. Pero no me atrevía a llamarlo de nuevo. Estaba claro que su aviso no le había traído buenas consecuencias. Ser insistente solo podría reportarle más dificultades añadidas.

Según el cálculo a ojo que me dio tiempo a establecer, viendo la frecuencia de vehículos desguazados, los pilotos cacheados y esposados que se alineaban junto a la acera, el improvisado puesto de interrogatorios, salir justo en esos momentos podría suponer toda una proeza, una hazaña digna de un héroe de otras épocas. En cualquier caso, el pequeño vehículo que ocupaba la plaza de garaje 3.208 era el reglamentario para mi puesto (nivel 28, grado B2. Jamás me atrevería a arriesgarme en tontería semejante). Ese sencillo hecho podría ahora jugar a mi favor, pues no era sino el modelo que correspondía al 74,56% de la población denominada vulgarmente “población blanca”, esto es, la que hasta la presente no había mostrado conductas claramente delictivas o simplemente contradictorias, lo que significaba que el celo en esos casos debía ser algo más laxo. Con suerte, además, posiblemente aún no se hubiera procesado la orden de vigilancia e inmovilización del APC-157. Solo habían mediado unas horas desde mi salida de la oficina. A no ser que el despido fuera en realidad el último eslabón del proceso. Desconocía esos detalles. Había que arriesgarse.

Puse un CD. Descuidadamente introduje el disco y sonó un quinteto de Schubert. Opus 114. Quizás al escuchador le pareciera bastante subersivo, pero ya no cabía otra. Las cuerdas de la Du Pré acallaron el pequeño quejido de la puerta. Ya había aprendido a mantener pulsada con cinta adhesiva la parte del bombín encargada de enviar la señal de mi ausencia a la central. Si lo hacía con la decisión necesaria, nadie sabría que me estaba yendo, salvo el vecino de enfrente, de quien sospechaba terriblemente. Y no solamente yo: todo el edificio se sentía vigilado por sus ojos escrutadores y fríos.

Ya en la puerta, pasado el primer control, la prueba iniciática, respiré hondo. Era preciso huir por las escaleras, pues también el ascensor emitiría el mensaje de subida y bajada, del bajo al quinto y viceversa. La providencia había querido que hasta la presente aún no se hubiera ideado un sistema fiable que se encargase del recuento de transeúntes ascendentes y descendentes por el procedimiento tradicional. Quizás el cese del Estado Mayor había favorecido la cuestión. Y es que los nuevos cargos, de experiencia bastante discutible, aún estaban enfrascados en el estudio de los fallos del staff anterior y no se había llegado a acometer ninguna reforma de peso en los supuestamente obsoletos sistemas de vigilancia.

Ya veía cerca la calle. Introduje en el maletero el exiguo equipaje y arranqué. Ahora había que esperar a que algún vecino entrara (era la hora de cierre de la mayoría de las oficinas) para aprovechar la apertura de puertas. De ese modo solo se registraría una incidencia. Unos por otros nos habíamos acostumbrado a aquel baile silencioso y llegamos a obtener una pericia sobresaliente. Sobre todo en lo que se refería a actuar en completo silencio. Una gran ventaja, eso del silencio.

La luz del garaje estaba apagada. Solo se veía el pilotito rojo de la puerta, hipnótico y desaprensivo. Seguramente el del tercero estaba al caer.

De repente se abrió. Acerqué el vehículo hacia el único ángulo que la cámara de seguridad no conseguía captar, gracias a un golpecito imperceptible que había desviado en 14,5º la inclinación de la misma. Este hecho fue posible con la colaboración inestimable del vecino del séptimo, profesor en la Escuela de Ingenieros que tenía una percepción espacial fuera de lo común, y en dos ojeadas se percató, sin necesidad de cálculos matemáticos blanco sobre negro (es peligroso ese tipo de notas: también la basura se somete a una estricta clasificación y revisión), de lo que había que hacer.

Por el hueco de la puerta, ahora abierta, apareció un modelo algo superior. Era, como se esperaba, el inquilino del tercero. En ese momento me di cuenta de que era la única habitante femenina del edificio. Esa observación inopinada me hizo sonreír.

Con un pequeño destello de faros (la contraseña establecida de modo tácito) avisé tanto de mi presencia como de mi intención. Para que el doble tránsito se produjera sin dificultades añadidas la persona entrante debía acelerar un poco en sus maniobras. El vecino me sonrió, como otras veces, y yo conseguí salir victoriosa. Había vencido, pues, el segundo obstáculo.

Me incorporé hacia la derecha para no tardar más de la cuenta en el cruce. Eso podía atraer la atención de la patrulla, esa que precisamente se asentaba en la intersección de las calles 234 y 235. Como en ese momento detenían a un APC-157 blanco (¿he oído bien?), si me daba algo de prisa y el semáforo se mantenía un poco más en verde, podía pasar desapercibida, pues el protocolo obligaba a los agentes a registros por unidad. Se daba el caso de que, compinchados, algunos ciudadanos se sacrificaban para que otros consiguieran algo de ventaja en su proceso, casi siempre frustrado, de fuga. Normalmente, días antes, buscaban el mejor modo de provocar y despertar sospechas, con comportamientos inadecuados y excesivamente expresivos. El ocupante del vehículo era una mujer. Al menos al trasuz se dejaba adivinar una silueta rizada, no demasiado alta.

Mientras la mujer bajaba del vehículo, las manos en alto, el rostro demudado, me dio tiempo a compadecerme seriamente de ella, a fijarme en sus rasgos, tan desemejantes a los míos, en su forma de andar, tan insegura, tan poco convencida, tan acostumbrada a la vigilancia y la amenaza. El modo de caminar de las personas había evolucionado con los años a un balanceo dubitativo que posiblemente, a corto plazo, arraigara con solidez irreversible en el código genético.

Uno de los agentes se dirigió con firmeza a la desconsolada conductora, que ponía excusas sin que nadie le pidiera explicaciones, los ojos bien llorosos.

No tuve más remedio que parar junto al control. Había mucho tráfico y corría el riesgo de quedarme justo en el cruce, en el lugar más visible, blanco de todos los tiroteos y las detenciones históricas. Fingí un aplomo que no tenía. Los agentes del SSN, sección S.I, habían sido entrenados sin escrúpulo alguno para detectar cualquier gesto que delatara un estado de ánimo lindante con la ansiedad; pero estaban demasiado distraídos mostrándole a la ya detenida los datos audiovisuales de todos sus movimientos de los últimos días, captados a través de la webcam, la pantalla de la televisión por cable, el teléfono fijo, los detectores de movimiento en domicilio y oficina…, todo por guardar ese estado semiinconsciente de país en paz sin derecho al individualismo consciente. Hasta ahí podíamos llegar.

Cuando el semáforo se puso en verde, pude comprobar aterrorizada que todas las imágenes que el agente mostraba a la conductora de pelo rizado en la pantalla portátil de alta definición que se erigía en el dedo acusador del puesto de vigilancia me correspondían, me identificaban sin excusas. Se me veía en la oficina, con los recortes de prensa fuente de buena parte de mis documentos; en el Departamento de Censura presentando el informe anual; en casa mirando atenta las noticias, con un parpadeo inquieto cuando de violencia gratuita se trataba… Se sucedían imágenes de entradas y salidas del garaje, en el ascensor, en la puerta, justo enfrente de la casa del vecino inquietante.

Realmente podía haber dicho al agente que esa pobre mujer que suplicaba no era yo; que solo tenía la terrible desgracia de haber pasado con un vehículo en todo semejante; que ni siquiera se parecía a mí en nada. Pero aceleré levemente y enfilé hacia la A-523. Era la vía más cercana para ir a ninguna parte. Como si hubiera un lugar seguro.