Leonardo era persistentemente inconstante. Sentía repentinas pasiones por las cosas y súbito desinterés casi inmediato. Había un armario en su casa lleno con los despojos de sus desordenadas y efímeras inquietudes: un bajo, una raqueta de tenis, un aparejo de pesca, una cerbatana, un balón de rugby, una ballesta, un telescopio, unas aletas, una colección de minerales, un banco de gimnasia, una pecera, un caballete, una jaula de loro, un búho disecado, una maqueta de un galeón, un monopatín, una pipa de agua, un piolet, una enciclopedia de historia, unos guantes de boxeo, una guitarra española, un casco de moto, unas baquetas, unos esquís…
Había acometido de forma consecutiva las carreras de empresariales, derecho, periodismo, sociología e historia, y todas las había abandonado despreocupadamente el primer curso.
Leonardo frisaba la treintena, vivía con su madre y no trabajaba. El padre- un médico estomatólogo de reputada fama profesional que había abandonado a su familia al poco de cumplir un año Leonardo para irse con su enfermera- les pasaba una sustanciosa pensión que les permitía vivir a los dos sin ahogos en un coqueto ático en el centro de la ciudad.
Desde pequeño la madre había consentido a Leo todos sus caprichos, primero por amor mal entendido, luego por despecho y después por apatía.
Ambos cohabitaban en el ático con desinterés mutuo. La madre, desencantada finalmente de su hijo, había adoptado, para colmarle de caprichos, un gato persa castrado de hermoso pelaje gris al que llamó perla y que comía gambas, merluza y solomillo, y era el amo de su ama. Al mediodía, como en el piso no había terraza, lo sacaban a la amplia repisa de la ventana del salón a dormir la siesta al sol.
Leonardo y el gato se ignoraban sin malquererse.
A Leonardo se le habían conocido muchas novias. Era considerablemente alto, tenía un aspecto distinguido y parecía apasionado. Al principio las abrumaba, las llamaba a todas horas, las obsequiaba con flores y bisutería, y era efusivamente cariñoso y atento con ellas. De repente y sin solución de continuidad, se desinteresaba y de cuajo dejaba de llamarlas. Las dejaba por omisión, sin ruptura previa ni riña definitiva, como cuando un niño se distrae de un juguete y nunca más piensa en él.
María Ophenbach podía haberse casado con quien quisiera, incluso con alguien normal, pero se había encaprichado de Leonardo. Tenía una voluntad germánica como su apellido y cuando se propuso casarse con él nadie dudó que lo conseguiría. Concibió un plan aplicando las teorías psicológicas aprendidas durante sus años universitarios, único provecho que iba a obtener del dinero invertido por sus padres en educación. Dedujo que la errática pero frenética personalidad de Leonardo se debía a una debilidad de carácter congénita reforzada por la ausencia de disciplina en los cruciales años de su infancia. En realidad era tarde para tratar de cambiarlo, si bien ese no era el plan de María. Su propósito resultaba mucho más práctico: sustituir la deficiente personalidad de Leonardo por la suya propia. Pero esa no se concebía como una tarea a corto plazo y, dado lo efímero de los pretéritos romances de Leonardo, el tiempo corría en su contra. Para superar ese inconveniente fijó su atención en un objetivo menos veleidoso; a la madre de Leonardo nadie, ni siquiera el gato, le hacía el menor caso, y María había aprendido en pretéritos noviazgos como ser el sí de las madres. Mientras duró el apasionamiento de Leonardo, María se ganó a su madre y, cuando éste terminó, era, en las propias palabras de la señora, como una hija para ella. Aunque Leonardo la ignoraba, su madre la consideraba su prometida y ambas hacían abiertamente planes de boda.
Había una sola cosa que se escapaba al control de María Oppenbach: odiaba a los gatos, le repugnaban y los temía. Le hubiera gustado, para agradar a la madre, acoger al perezoso Perla en su regazo y mesarle suavemente su espeso pelaje. Pero, en asuntos de félidos, su fobia era mayor que su voluntad y apenas soportaba los devaneos del gato entre sus piernas sin desear clavarle los puntiagudos tacones de sus zapatos.
Una luminosa mañana de sábado, María, en su decidida estrategia de preconstituirse en la perfecta nuera, se afanaba en ayudar a su proyecto de suegra en preparar el almuerzo cuando Perla se dejó caer por la cocina. Después de Engullir los langostinos pelados de su bacinilla y tomar unos buchitos de agua mineral, empezó a maullar y a enredar entre las piernas de las cocineras. La madre, que estaba atareada con la batidora tratando de que no se le cortara la mayonesa para la ensaladilla rusa, pidió irreflexivamente a María que sacase al gato a la repisa de la ventana para su cotidiana siesta matutina. María, sobreponiéndose a la repulsión, enganchó al gato de la piel del cuello como si fuera un cadáver apestoso y lo dejó con asco sobre la repisa de la ventana de la cocina.
A pesar del empeño con la batidora la mayonesa se cortó.
– La tercera vez que se me corta: si no estuviera menopaúsica hace años, diría que tengo el periodo.- Sopesó la desconcertada madre.- María, hija, a ti no te toca hoy ¿Verdad?
Leonardo regresó al mediodía para comer. Su último arrebato era la Bolsa y estuvo dándoles la tabarra bursátil toda la comida. En las últimas semanas su vocabulario se limitaba a ocho o nueve vocablos que repetía constantemente: parqué, índice dow-jones, OPA, stock-options, inflación subyacente, mercados, barril brent, renta variable…
María lo escuchaba con arrobada admiración no exenta a esas alturas de cierto fingimiento, pero la madre no disimulaba su total desagrado por el asunto.
– Leo ¿Puedes coger a Perla de la repisa?- Le pidió a Leonardo su madre cuando terminaron el café.
– Si le dejáramos,- dijo dirigiéndose a María- se quedaría ahí durmiendo todo el día. No conozco un gato más perezoso que éste, con lo gordo que está.
Leonardo se levantó sin dejar el periódico en el que estaba leyendo las cotizaciones de los mercados del día anterior.
– No te creas que me gusta nada el nuevo delirio del inútil de mi hijo. Los anteriores eran más o menos inofensivos, pero jugar a Bolsa me parece, como te diría…, temerario.- Dijo la madre cuando Leonardo salió del comedor.
María no pudo responder nada a las razonables reticencias de su futura suegra porque Leonardo les interrumpió.
– No está en la repisa, mamá.- Dijo Leonardo.
Antes de que cundiera la alarma María se anticipó:
– En la ventana de la cocina, Leonardo.
– Pero, querida, en la ventana de la cocina no hay repisa.- Puntualizó la madre como si lo que acabara de oír fuera un despropósito inconcebible.
Perla se desplomó como el valor de las acciones de una conocida teleoperadora en la que Leonardo había invertido todos sus ahorros y los de su madre. Aunque nadie acusó abiertamente a María de desear la muerte de Perla, a cierta respetable Señora no se le escapaba que ella nunca había demostrado afecto sincero por el gato y en su fuero interno no rechazaba la idea de que la especie de los félidos resultara un estorbo para el destino del pueblo germánico.
María, una vez repuesta del fracaso, rehizo su vida y se casó con un anestesista con una absorbente pasión por la botánica.