Los poderosos rayos del sol eran traducidos por el inmenso follaje de los grandes árboles, los señores del bosque caducifolio, en tenues briznillas que acariciaban sutilmente el rostro de dos regordetes clérigos errantes que dormían aferrados a botijas de vino, quizás soñando con alguna hermosa begina que rompiera su promesa de no tener familia y procreara con ellos, en un baile de frenesí y carnavalesca soltura somática, un momento de placer.
Los hombres eran goliardos. En su somnífero musitar parecían relatar grandes epopeyas orgiásticas. De pronto, surgió un fuerte movimiento que provenía de detrás de unos groselleros, unas mimbreras y enebros. Los hombres despertaron asustados e instintivamente se aferraron entre sí. Tanto fue el susto que arrancaron entre el bosque de hojas deciduas, dejando atrás sus amados recipientes de vino:
-¡Corre, Bonifacio! ¡A que ese monstruo es un uro, tres litros de vino a que eso es un uro!- gritaba uno desde atrás al que se le había adelantado en la carrera.
-¡Qué va, señor Luis! ¡Eso era un oso!
Para tranquilidad suya, lograron asentarse jadeantes en un pequeño calvero en el cual algunos mustélidos merodeaban detrás de roedores que, cuando los hombres no combatían, incluso hasta en sus épocas de hibernación se atrevían a asomar de entremedio.
-Por amor a la diosa madre, yo te dije viejo gruñón, que en esta parte del bosque abundaban los uros y las bestias del diablo… Un gitano me dijo que a tres leguas contando desde el taller del herrero Guillermo, se puede encontrar un matorral con gnomos y hadas que nos protegerán… Dicen que esas hadas son muy libertinas… Ya lo quiero probar, ya lo quiero probar- dijo Luis dejando escapar algunos suspiros.
-Pues a mí, mi amigo el valdense me dijo que si nos veníamos por este lado los espíritus nos bendecirían y protegerían… ¡Oh, señor Luis! ¿Por qué mejor no nos recostamos en estos dulces herbazales y componemos algún buen poema? Mire que estoy cansado de estas correrías. Yo le había advertido a usted que no apostáramos con el padre Lucio y el trovador ese, el “roba esposas”, dicen que este último tiene demonio. ¿Y ve lo que pasó? Ahora andan tras nuestros pasos…- dijo contristado Bonifacio.
-Pues como siempre, como siempre- contestó riendo Luis.
Los hombres se quedaron toda la noche en aquel herbazal contemplando la bella luna, las coquetas estrellas; hablando de viejos amores con doncellas que no eran doncellas y recordando aquella descripción que hizo Julio César del bosque, al que llamó “selva Herciniana”, lo que les hizo debatir mientras comían bayas y se calentaban al fuego hecho con palitroques y chamizos, asando carne de liebre que llevaban en un pequeño morral.
-Yo te digo, viejo gruñón, los romanos sabían que había que luchar contra los druidas; acabando con ellos terminaban con los guerreros celtas y no era al revés, te lo digo, te lo digo
-Vamos, señor Luis, termine de merendar y deje de exasperarse por esa época de los romanos, por algo hay algunos trovadores épicos que gustan en llamarla la edad media o época medieval, ya que fue un mundo de una tétrica figura centrípeta pero luego con los germanos y la liberación carnavalesca de nuestra gente, llegó la época de oro
-Tienes razón Bonifacio, en eso tienes razón. Mientras los de arriba pierden su aburrido tiempo con eso de las luchas de las investiduras y disque salvando la santa fe, nosotros jugueteamos con sus mujeres
Dicho esto Luis, ambos clérigos errantes rompieron en carcajadas.
-Oiga, señor Luis… ¿Se imagina usted que algún día a algún mal cristiano se le ocurra llamar a nuestra época como medieval?
-Pues con lo bien que nos la hemos pasado, ¿acaso puede venir algo más dichoso? Pamplinas, urracas y chochas, nada de medieval. Eso es ridículo porque nos reduciría a ser sólo un puente; no, qué va…
-Pero eso es lo que algunos pretenden con el imperio romano antes de los germanos…
Entonces ambos clérigos se quedaron callados por un buen rato y luego se entregaron con delectación al oficio del sueño. Cuando los rayos del sol les deshojaron la morriña y la pereza, ambos hombres emprendieron su camino hacia un bosque cercano. Aquí tuvieron que correr varias veces pues en dos ocasiones un solitario jabalí les persiguió, y en otra, un lobo que disfrutaba de un ciervo almizclero dejó la presa sólo por rececharles. En una de estas frenéticas huidas, los goliardos se quedaron estupefactos: ante ellos apareció un ejército de unos quinientos hombres que no eran templarios, ni albigenses armados, ni fuerzas mahometanas. Quizás eran enviados del demonio, pensaron los clérigos. Este ejército iba guiado por un grupo de extraños personajes que frente a sus ojos usaban una especie de cristales sólo vistos por Bonifacio, una vez, a un alquimista que se hizo eremita; además, usaban un traje extraño: no había jubón, armadura ni escudo, simplemente vestían una especie de tela áspera y dura que les tapaba los brazos y el tronco. Sus extremidades inferiores las cubrían con una tela aparentemente más suave y sus calzados eran de cuero negro. Los clérigos pensaron que se trataba de la piel de algún demonio de color oscuro o de algún chivo lo que les hizo aferrarse aún más a su idea de que aquel ejército estaba enviado por el demonio. Los soldados, en cambio, vestían atuendos metálicos, argentados y en sus manos llevaban unas extrañas espadas o herramientas que quizás usaban para arar el suelo y sembrar las semillas del mal. Por otra parte, no usaban caballos sino que iban confiadamente a pie. Los hombres que guiaban al pequeño ejército de extraños, en un principio, no hicieron caso de los goliardos y debatieron entre sí, siguiendo al parecer una discusión que habían iniciado hacía mucho tiempo atrás:
-Mire, señor Le Graff, mucho respeto le tendré yo, por cuanto admiro todo lo que le ha entregado a la academia con sus conocimientos e investigaciones, pero no puede negarme que el asunto de la inquisición y el feudalismo es sólo un invento de los revolucionarios franceses. No se haga el leso, señor. Los burgueses lo inventaron todo
-Señor Hertz, mi distinguido colega, la inquisición fue un hecho, los documentos están bañados de sangre que puede testimoniar el asunto. Los dominicos pueden, en sus archivos históricos, corroborar lo que le estoy diciendo
Un hombre, también miembro de los guías, al ver el rostro de confusión del par de clérigos, se acercó a ellos, y en tono muy suave, les dijo:
-Muy buenos días, amables monjes- y les dio una mirada analítica como para no errar en el concepto que había ocupado para referirse a ellos- Venimos desde el siglo XXI con la humanitaria misión de talar algunos bosques; buscar oro, cobre, plata y pedir tributos a los distintos pueblos de esta época, entre otras cosas. Sucede que, según nuestros cálculos, se vivirán unos pocos años de bonanza en este siglo y necesitamos urgentemente recursos que ya se agotaron en el nuestro. Así que nos enviaron a nosotros, grandes intelectuales, para que guiemos a este ejército hacia su objetivo
Los clérigos se miraron confundidos entre sí. No sabían si aquellos hombres eran bufones de la corte de algún rey o si el demonio les había infundido el espíritu de la locura.
-¡Oh!- prosiguió el hombre- Se me olvidaba preguntar algo: ¿Es este el siglo XII?
-Pues, mire forastero endemoniado, eso de los números no nos va ni nos viene pero dicen los sabios y los alquimistas que sí, estamos en el gran siglo XII- contestó Luis.
-Oiga, usted tiene un espíritu de la locura o algo así porque con ese “ejército” no va a lograr mucho contra las fuerzas de los reyes y los señores- advirtió Bonifacio.
-Eso es lo que tú crees, divertido monje. Esta es tan sólo una sección de nuestros hombres
En efecto, mientras los goliardos hablaban con el intelectual guía, en un lugar al que bien podríamos llamar Languedoc, Granada o Jehosafat, pues la historia a veces prescinde de los nombres, se libraba una descomunal batalla entre dos épocas: los hombres del siglo XXI barrían a su paso, por medio de tanques y ametralladoras, a caballeros templarios que luchaban junto a los mismos albigenses contra los que pelearían en un tiempo más. Algunos druidas eremitas que guardaban los secretos más ocultos de las tierras de Stonehenge, alzaban sus manos al cielo invocando la fuerza de las runas místicas, al paso que los fusiles los iban derribando. Algunos sabios de los robles gritaban al momento de morir: “Por la inmanencia de la vida, hasta el final…”. Y los soldados del siglo XXI les respondían con sorna: “Por la trascendencia, hasta siempre”. Cistercienses y cluniacenses de la orden benedictina, se juntaron con los goliardos, beatos y albigenses para luchar con espadas contra los soldados del siglo XXI que con pequeños revólveres les hacían crujir las vísceras. Los campesinos a su vez peleaban con la fuerza de la tradición oral mientras los intelectuales les aventaban libros y gritaban: “Que el poder de las palabras escritas selle su funesta oralidad”.
En la palestra ardiente, podía verse una nave con locos surcar entre las llamas del fuego y los cientos de cuerpos sin vida. Dentro, algunos seres vestidos de colores gritaban:
-El año mil no cambió nada, ¿y qué puede cambiar si todo es un eterno presente?
Y los mitos fueron quemados junto con dragones, duendes y doncellas aladas; los inquisidores fueron quemados por otros inquisidores modernos; la tradición y los ritos fueron ahogados en el mar de la incertidumbre y la arrogancia del progreso moderno. Cuando el campo de batalla sólo era un cementerio en el que reyes y papas yacían muertos al lado de campesinos, vasallos y siervos; vikingos descendientes del espíritu guerrero de Guillermo el Conquistador dormían eternamente junto a bestias salvajes que defendieron su ethos hasta la muerte, siendo sólo cenotafios enhiestos para que la caprichosa memoria los olvidase, los soldados del siglo vencedor talaron bosques, quemaron una cultura y aplaudieron el ideal del progreso moderno.