La pequeña cocina parecía un campo de batalla. Cacerolas, grasientas sartenes y platos indisciplinados sepultaban la encimera. El suelo, cubierto por una densa y pringosa capa de aceite, había adquirido un tenue color amarillento y deslizaba como una pista de hielo. Todo ello, aliñado por un denso humo que escapaba del horno con violencia.
Ana se apoyó en el quicio de la puerta y suspiró impaciente mientras observaba cómo Juan intentaba controlar la situación, sin ningún éxito.
-¡Ah, estás ahí! ¡Creí que no ibas a despertar nunca! He intentado preparar algo para comer. Ya a estas horas, mejor que el desayuno, ¿no?
Ella sonrió indulgente, aun sabiendo que no sería posible comer en casa y que parte de la tarde se les iría en poner un poco de orden en la cocina. Pero no podía enfadarse con él, era demasiado bueno.
Juan, tras limpiarse las manos en los vaqueros, se acercó y acarició su cara con suavidad. Se disculpó por aquel caos. Absorto en la dulce mirada de Ana, rebobinó sus recuerdos hasta el momento en que la conoció, al momento en que su vida dio un giro de ciento ochenta grados.
Él nunca creyó en el amor a primera vista. Ni a segunda. Ni a tercera. Nunca pensó en compartir su vida con alguien, ni mucho menos formar una familia; consideraba que traer niños a este mundo era condenarlos a una existencia difícil e ingrata. No quiso hijos y ya se ocupó él de no tenerlos.
En sus cuarenta años de vida, una infinidad de capas entrelazadas habían anidado en su corazón, secaron alegrías y penas y lo transformaron en un ser lineal, carente de emociones. Nunca nadie pudo acercarse lo suficiente. Hijo único, huérfano de padre desde muy pequeño- tanto que ni lo recordaba-, se crió bajo las faldas de una madre demasiado posesiva y cargada de una áspera amargura que después volcó en su hijo. Quizás a él no le quedó más remedio que dedicarse exhaustivamente a su trabajo. Sus fines de semana se diluían en las visitas a su madre, internada en una residencia. Alzheimer era lo que había decidido padecer, y tras ello se parapetaba. Los médicos distaban en compartir este diagnóstico que ella defendía a ultranza. Todos ellos estaban de acuerdo en que la causa fundamental de su estado era su profunda “mala leche”. Palabras textuales.
Cuando Juan abandonaba la residencia, ya bien entrada la noche, recorría algún tugurio de la ciudad dando rienda suelta a su libido. Esas conquistas nocturnas y premeditadas de mujeres, por lo general no duraban más allá del amanecer.
Vivía, sin pensar mucho en ello, envuelto en una densa nube que no permitía ni tan siquiera a la luz asomarse. Como si estuviera programado, comía, bebía, salía o entraba.
Todo era distinto ahora, nuevo. Disfrutaba de cada momento a su lado. Sobre todo, reía, sensación extraña para él. La amaba con tal intensidad que a veces se asustaba de si mismo. Había comenzado a entender su vida ahora y le daba las gracias por ello.
Sólo podía recordar una discusión, dos o tres meses atrás. Algo que Ana calificó de absurdos y primitivos celos les había llevado a un desagradable distanciamiento. Bastó que no pasara un par de noches en casa para que él casi se volviera loco. Pero eso era ya agua pasada.
Ana, cansada ya de esperar, agitó las manos frente a su cara a la vez que carraspeaba ligeramente.
-Bueno, qué, ¿ya estás aquí?
-Sí, sí, claro, disculpa. ¿Comemos? ¿Dónde te apetece? ¿Un chino, un indio…? Oye, ¿no estás un poco pálida? ¿Te encuentras bien?
Ella sintió cómo el mareo que la había atrapado durante gran parte de la noche la golpeaba de nuevo y hacía flojear sus piernas. Una afilada presión instaló violentas nauseas en la boca del estómago.
El semblante de Juan se crispó y su tez adquirió un tono ceniciento. La cogió en volandas, con mucho cuidado, como si fuese una muñeca de porcelana, y la depositó en el sofá del salón.
El notó como su corazón latía a lo loco, como un caballo desbocado. Jamás, nunca en los diez años que llevaban juntos, Ana se había sentido mal. Y no era sólo porque fuese unos años menor que él, no. Ni un catarro se había atrevido a acercarse a ella.
-No te muevas, mi vida, voy a llamar al médico.
-No, no Juan, no hace falta. Se me pasará enseguida, es sólo que…
-¿Cómo que no?-la interrumpió él indignado- ¿estás loca o qué?
-No, Juan, sólo embarazada. Hace un momento me he hecho la prueba en el cuarto de baño, y…¡ha dado positivo!- exclamó ella radiante, extendiendo sus brazos hacia él- Ya creí que nunca seríamos padres…
Un hiriente velo opacó los verdes ojos de Juan, al mismo tiempo que un rayo le fulminaba por dentro, haciéndole crujir hasta romperse, como las hojas de los árboles que pisas en otoño.
Nunca se atrevió a confesarle a Ana que, hacía ya muchos años, le habían practicado la vasectomía.