- 7 Certamen de Narrativa Breve 2010 - https://www.canal-literatura.com/7certamen -

9- El filósofo. Por Eridana

“La vida es un lugar de tránsito, la parada en la que se espera el regalo de la eternidad ”. 

Lo conocían por “el filósofo”, porque se pasaba los días enteros sentado en un banco de la plaza mirando las musarañas sin omitir palabra alguna; de milagro que no durmiese también allí. No saludaba a nadie, ni siquiera a los más conocidos, como si ahorrase saliva para el último alegato. Algunos pensaban que era sordo o mudo; otros que era un antisocial, o a lo peor, que era un cura con voto de silencio… pero no, el viejo Severino simplemente era perezoso de nacimiento. Había llegado al mundo varias semanas después de los nueve meses,  con su madre a punto de reventar. Sus hermanos le aseguraron que por poco no nace. Su madre por todas las penurias que pasó para darlo al mundo, lo aborreció nada más verlo, puesto que su pereza casi los mata a los dos. Una peligrosa cesárea que en aquellos tiempos era una intervención a vida o muerte, lo puso en un mundo que en numerosas ocasiones parecía no molestarse en comprender. Era un niño solitario, poco hablador y parecía bastante tímido. Muchos llegaron a creer que era tonto, incluido su propio padre. Pero no era así. A Severino simplemente lo movían  otro tipo de inquietudes existenciales.

Con el paso de los años se fue distanciando de los suyos. Le sobraba todo lo que los demás pretendían tener. Prefería vivir con lo básico: comida, agua, una cama en la que dormir y por supuesto, el banco del parque en el que realmente vivía, porque en lo que más invertía su tiempo Severino era en la contemplación del mundo. Admiraba la forma en la que la vida seguía su curso mientras él vegetaba al sol o a la sombra de la tarde. Pocas veces se le veía parpadear. A duras penas, el mundo lograba sacarle los cansinos pasos que separaban su casa del banco. Para él, sentarse en aquel banco a observar el mundo, era estar en un teatro, sólo que los personajes interpretaban un papel improvisado y muchas escenas a la vez. A veces, sus labios esbozaban una sonrisa de satisfacción con lo que veía; aquel gesto mostraba por un instante, que era un ser sensible y que entendía en parte a la vida que observaba con tanto fervor. 

Los servicios sociales de la localidad, le daban de comer dos veces al día para que no se muriese de inanición. Le costaba tanto salir de su ensimismamiento, que si no hubiese sido por los demás, su vida hubiese terminado mucho antes.

-Severino, tiene que comer… ¿no querrá irse pronto de este mundo que tanto le gusta mirar, verdad? –le dijo una tarde la voluntaria que más veces lo cuidaba.

Era una muchacha joven y bonita que le había tomado mucho cariño al viejo Severino. Para ella, él era como el abuelo que no tenía. La gente que pasaba ante ellos, la miraba con extrañeza, a veces con burla, porque ella era la única persona que se sentaba a conversar con aquel personaje al que consideraban un tarado.

-Tenga cuidado señorita, no le vaya a morder y lo tengamos que sacrificar –se burló un obrero que pasaba cerca de ellos.

La mujer lo miró inquisitiva.

Severino le sonrió en silencio, poniéndole por un instante los ojos encima a la muchacha.

-¡Qué pena que no hable, Severino! No sabe usted la cantidad de conversaciones que se está perdiendo en esta vida.

De pronto, Severino carraspeó, le puso la mano sobre la suya, la miró a los ojos y le dijo en voz baja:

-Prefiero que sea la vida la que hable para mí.

La joven se quedó perpleja con aquellas palabras. Nunca más trató de sonsacarle palabra alguna y Severino optó por saludarla algunas veces en voz baja para agradecerle la ternura con la que lo cuidaba. No quería que los demás se percatasen de que participaba en el mismo mundo que ellos. Prefería seguir observando en silencio con la máxima quietud, el juego del libre albedrío que se movía cada día ante sus ojos cansados.

Severino López, alias “el filósofo”, fue un vago tan auténtico, que cuando acudió la muerte a buscarlo para llevárselo, estuvo planteándose dejarlo donde estaba, en aquel gastado banco de la plaza. Él, al reconocer de inmediato a la enigmática señora de negro, se levantó despacísimo de su banco y sin pronunciar palabra alguna, se acercó a ella arrastrando los pies y se dejó morir lentamente en sus brazos.