175- Trilogía pulcra de la Habana. Por Boring Home

La noche en La Habana cae de súbito sobre ti. La luz quema fuerte hasta muy entrada la tarde. Es un efecto enceguecedor. Pero, si nada más pestañeas, el sol ya estará rozando la línea claustrofóbica del horizonte, evaporando una columna de mar desde el punto único por donde se hunde enseguida.
Todo dura un instante. O menos. Y entonces queda un humo de salitre en tus ojos y ese extraño siseo que en La Habana nos hemos acostumbrado a no oír. Lo demás es la noche efímera de una ciudad cuya madrugada te parecerá eterna si no estás acostumbrado a estos ciclos de luz sofocante y repentina oscuridad.
Ven hasta nosotros y mira, pues es probable que se nos ocurra hacer algo más. Sería tan fácil: yo soy Yo, ella es Ella, y, por supuesto, tú serás Tú. Basta que quieras venir hasta nosotros y mirar para que probablemente se nos ocurra hacer algo más. Es tan fácil: el deseo crea al lenguaje y el lenguaje a su vez crea al resto de la realidad. Incluso a los restos de la realidad.
Ella se sienta sobre el muro del Malecón, de espaldas a la ciudad y con la vista extraviada en el mar. El mar no existe a esta hora. Es sólo otro muro sólido del mismo color que el cielo. Un gris oliva tristísimo, unánime y uniforme. Aséptico, más que escéptico. Yo me acerco y le digo: ¿No es peligrosa tu posición?
En efecto, Ella casi cuelga sobre los arrecifes, que nos apuntan amenazantes varios metros bajo sus pies. Si por casualidad ahora pierde el equilibrio y se cae, o si algún transeúnte estúpido la empuja, ya no habrá historia para nosotros tres.
Así que me le acerco para repetir mi advertencia, pero Ella me detiene con una mueca de odio. Nos miramos fijo bajo los faroles mortecinos del alumbrado público de La Habana. Los autos nos dan flashazos de luz como si estuviéramos en un teatro o en una discoteca. Entonces oímos por primera vez su voz: Aquí el único peligro es él, y te señala a ti.
Respiro. Después río. Doy dos pasitos atrás con las manos en alto. Es un gesto de paz, de rendición, de lo-siento-mucho-no-queríamos-asustarte, y te miro a ti. ¿Qué haces Tú todavía acechando ahí?
Entonces Ella también respira. Después sonríe y me extiende misericordiosamente una mano desde su trono en el muro. Es la izquierda, por algo estamos en Cuba, y su extremidad es larga y frágil y tan blanca que desde ciertos ángulos llega a ser transparente. Es Ella, sin duda. Ahora sólo falta que hablemos un poco hasta que puedas incorporarte a nuestro diálogo tú.
Me siento a una distancia diplomática de Ella y hablamos de todo un poco para hacer avanzar inmóvilmente la noche. Hablamos, por ejemplo, del nuevo siglo y milenio en La Habana, con su tedio fofo y la gente atrapada medio siglo o milenio atrás. Hablamos, sin preocuparnos de que casi estamos gritando, de todos los héroes asmáticos y dioses muertos de ese largo y tortuoso camino llamado a secas Revolución. Hablamos del cuerpo como válvula de escape más efectiva que un pasaporte visado. Y hablamos, sin saberlo todavía quizá, de la imposibilidad de un testigo ajeno a nuestra inverosímil conversación.
Es decir, terminamos hablando de ti: del peligro que implica tu impertinente insistencia de protagonizar y, aún sin entender nada de Cuba, convertirnos en un trío esta historia de dos.
Ella viene hasta mi boca y me besa. Me gusta tu nombre, dice y me siento orgulloso de haberme nombrado a mí mismo Yo. Me enseña el tatuaje que se le hunde entre los senos: es una escuálida palma real silueteada con tinta verde. La obra de un virtuoso, supongo, debió costarle una barbaridad. Mejor Tú y yo no averiguamos demasiados detalles. Mejor repite sus próximas palabras para que comprendas la etimología o la etiología de lo que es la pura intensidad: En el sexo tengo la estrella del Ché.
Fuimos con Ella, era inevitable. Tomamos un ómnibus P-1 hasta Cuatro Caminos y desde allí un taxi particular. Vivía en el piso 12 de un doceplantas prefabricado de la Esquina de Tejas. El ascensor era una caja oxidada que soltaba hasta chispas. La última planta estaba a oscuras y Ella nos explicó que hacía semanas un inspector del Estado les había cortado la luz.
Su apartamento era ínfimo. En la puerta por primera vez te habló: Pasa sin pena, Tú, dijo, y a mí apenas me invitó con una reverencia socarrona que imitaba las mañas de mimo.
Los dos salimos a su balcón. La ciudad posproletaria y podrida se abría pulcramente a cincuenta metros bajo nuestro pies. Un panal perverso, te comenté, pero Tú seguías hechizado con aquella visión casi aérea del holocausto.
Oímos sus pasos y nos dimos la vuelta. Ya estaba desnuda, por supuesto, y traía una linterna de frío neón. Sin previo aviso, la puso en el piso y se acuclilló. Abrió las piernas hasta parecer sentada y a la vez flotando sobre el chorrazo blanco y espeso de luz. Miren, nos dijo, es tan fosforescente que alumbra al resto del universo.
Y, en efecto, los restos del universo salían de aquella gruta tatuada con una estrella bastante chea. Una obra amateur, supuse, debió salirle barata. Tú y yo no asomamos con un asombro antiguo ante la visión de un cuerpo abierto como un cadáver. Latía. Su sexo tatuado se intuía fragante y húmedo y de un sabor a salitre aliñado con un toque de óxido. Aniñado. Porque en medio del espectáculo, su biología de combate parecía ser cada vez menos de Ella y cada vez más de una bebé.
Miramos por aquel tunel luminotécnico en pleno apagón. La estrella del Ché funcionaba como un alef maléfico o algún disparate así. No sé Tú, pero ante mis ojos corría una película simultánea que era siempre el mismo encuadre interior. Vi la explosión orgásmica de todos sus órganos, una orgía suicida. Vi el descarnado tejido de su estómago, crucigrama de venas y arterias, segregando jugos mortíferos como si se tratara de un juego infantil. Vi los transparentes tendones de su mano izquierda, por algo estábamos en Cuba, largos y estrechos como geografía de isla, y me encandiló el blanco íntimo de su espina dorsal, estallando mudo en el arco iris monocromático del cerebelo. Vi su tímpano y su rótula, el hangar hambriento de sus costillas, vasos linfáticos excitados, orina cristalizada, glándulas lácteas, y otro túnel óseo en cuya boca estaban asomados de nuevo Tú y Yo, los dos iluminados por aquel neón frío y artificial.
Se paró en equilibrio sobre la linterna y con un gesto ingenuo te pidió que la cargaras. Lo hiciste. Con la mirada te indicó que te acercaras a la baranda de su balcón. Y lo hiciste. Eran órdenes compasivas. No tenías otra opción que la de obedecer. Tal vez sólo para eso Ella te había tolerado hasta allí. ¿No querías protagonizar nuestra historia? Pues ahora yo era sólo una suerte de ajeno observador desde adentro.
No hizo falta ninguna otra instrucción. Extendiste su cuerpo hacia el vacío de la madrugada, entre la ciudad estéril y su cínico cielo, la oliste para conservar al menos una evidencia de que todo fue cierto, y la dejaste caer con tanta suavidad que tal vez pensaste que podría flotar.
Pero no. Ella se precipitó con un alarido terrible hasta callarse con un puñetazo seco contra el asfalto, doce balcones más abajo. Te cogí por el cuello. Estás loco, imbécil, qué has hecho, eres un criminal, comencé a gritarte por histeria o por inercia hasta que dejaste de manotear.
Entonces te coloqué sobre el piso, tu cabeza usando la lámpara como almohada. Te besé en la boca como último recurso para pedirte perdón. Y salí del apartamento.
El ascensor casi se incendia por un arco voltaico. La planta baja del doceplantas estaba a oscuras, y cuando estuve al aire libre de la Esquina de Tejas, noté que en todo el barrio los inspectores del Estado habían cortado la luz.
Intenté orientarme de vuelta a casa. Tomé un taxi particular hasta Cuatro Caminos y luego un ómnibus P-1 hasta el Túnel de Malecón.
Me senté junto a la desembocadura del río Almendares. Solo. Aburrido. Sin sentido de pensar en Ella o en ti. Menos aún en el viejo siglo y milenio. Ni en los héroes muertos y dioses asmáticos de la Revolución. Ni en el peligro de los arrecifes. Ni en la pena impensable de no sentirse nunca parte de nadie.
De manera que Tú, vete de nosotros y no mires, pues es improbable que se nos ocurra hacer nada más. Ni yo fui Yo, ni ella es Ella, ni tampoco tú serías Tú. Basta que quieras irte de nosotros y no mirar para que probablemente no se nos ocurra hacer nada más. Es tan fácil: el deseo no cree en el lenguaje y el lenguaje sólo crece a su vez en el resto de la irrealidad. Incluso en los restos de la irrealidad.
El paisaje me daba vueltas por fuera, literalmente fuera de revoluciones como un disco rayado. De contar al menos con un testigo a la vista, hubiera podido vomitar tanta náusea. Los órganos se me arremolinaban orgiásticamente por dentro. Pero no estaba nervioso en absoluto, sino apenas asqueado.
Miré la línea claustrofóbica del horizonte marino y sentí que extrañamente ya estaba a punto de amanecer. Había sido otra de esas noches eternas y efímeras en La Habana. Con suerte, Cuba tendría que esperar hasta nuestra próxima historia para ordenarme compasivamente protagonizar mi propio suicidio.
En este punto entendí que Yo estaba en una paz pulcra con Ella, una paz sin vida pero también sin sepulcro. Entonces nos volveremos a ver enseguida, Tú.

6 comentarios

  1. Orlando, había leído algunso cuentos de tu libro Boring Home y confirmo con la lectura de éste que eres muy buen escritor. Tienes futuro muchacho, suerte.

    Marucha

  2. Un uso precioso del lenguaje.

    Suerte.

  3. Aunque no es mi estilo, está muy bien scrito y merece la pena. Te deseo mucha suerte.

  4. Gracias, amigo, por permitirme acompañarte en este viaje a la Habana, desde el hipnótico malecón al humilde apartamento de Ella. Gracias por permitirme formar parte de esta trilogía. Mucha suerte.

  5. Puede que sea torpe, porque aunque el lenguaje es seductor, terminado el cuento no sé que ha querido contarme. Lo visitaré otro día de nuevo, puede que esta noche no me sea propicia.
    De todas formas suerte en el certamen.
    Saludos literarios.

  6. Un lenguaje barroco, lo cual no es poca cosa. felicidades Boring

Deja una respuesta