108. Falsa desazón. Por Mick Escombro

Como mi empresa trasladó a principios de año su central de operaciones desde Madrid hasta Roma, tuve que viajar allí para la reentré anual, y decidí hacerle una visita a mi hermana.

   Ahora soy comercial de servicios profesionales de externalización para empresas del sector industrial. Gano unos treintamil al año y llevo coche de empresa. Antes que esto he sido croupier en un casino de Marbella, empleado en una lavandería, vendedor de material de oficina y psicólogo en una residencia de la tercera edad. Lo de ahora no está nada mal, y me mantiene completamente entretenido. Vendo equipos de personas, esa es la verdad. Al final es como vender tres calidades distintas de carne al peso, sin embargo, respeto a los seres humanos y sé con certeza que todos somos más de lo mismo. Pienso en esto en el avión, y después hago mis conjeturas sobre como será el hotel que nos han reservado. Sólo he estado en Roma una vez antes que esta, pero supongo que es una ciudad condenada a permanecer inalterada para siempre.

   El viernes cumpliré los 36, que es la edad perfecta para suicidarse por tres razones que sólo conocen las personas que más tristes están. Esto lo leí en un libro hace años y me pareció terrible, tanto que envié una carta a la editorial que publicaba la novela informándoles de mi aflicción. Me aterrorizaba pensar que la tristeza que sentía por aquel entonces se alargara hasta mis 36, y entonces me diera cuenta de que es verdad, y que hay tres razones. Finalmente no sucedió, y la tristeza desapareció. Aunque eso no significa nada. Con casi 36 no soy un completo desgraciado ni me falta comida en la nevera. Puedo permitirme disfrutar de vacaciones de vez en cuando, aunque no vaya a ninguna parte. Pero  lo cierto es que no puedo mantener una sonrisa más o menos natural durante más de diez segundos.

   Hacía, fácilmente, seis años desde que no nos veíamos. Se fue a vivir a Milán cuando murió nuestra madre, después se mudó a Roma. Los primeros meses le dejaba mensajes en el contestador y le preguntaba cómo le iba todo, que nunca la pillaba en casa. Pero era falsa desazón, ya que sólo la llamaba si sabía que iba a estar trabajando y que no iba a tener que hablar con ella. Por su parte, jamás me devolvió ninguna llamada. Le resumía mi vida en mensajes de dos minutos y colgaba. Al cabo de un año dejé de resumirle nada.

   Durante las dos horas que la espero en el portal de su casa, pienso que debería haber avisado de mi llegada, porque no está bien aparecer de nuevo en la vida de alguien así, de repente, aunque sea tu propia hermana. Ella llega justo antes de la hora de cenar. Dice un hola alegre, aunque desde luego no es el saludo más efusivo que yo haya recibido. Me da dos besos y me invita a pasar. Yo, rápidamente, me ofrezco a subirle las bolsas de la compra con las que va cargando.

   Su casa parece un parque temático de búhos. No he pasado aún del recibidor, y ya he contado unas tres docenas. Te gustan los búhos, ¿eh?, le digo. Pero ella no me responde nada, ni siquiera se inmuta. El salón da miedo del de verdad. Búhos de todos los tamaños y colores encima de absolutamente todos los muebles, y por el suelo, y colgando del techo incluso, en posición de ataque. Me siento en un sofá y espero a que ella planifique a su gusto la conversación. Lleva puesto el uniforme de celadora, así que no le pregunto si sigue trabajando de lo mismo, aunque lo cierto es que es un uniforme bastante común en muchos trabajos, todo blanco y holgado, camisón y pantalón. Tal vez ahora sea churrera. Me siento tan incómodo que le pregunto si puedo encenderme un cigarro. Haz lo que te salga de los huevos, dice ella desde la cocina.

    Vuelve al salón con una bandeja llena de langostinos. La verdad es que yo tengo bastante hambre. No he comido nada desde que llegué esta mañana al hotel. Pelo uno de los langostinos con delicadez y vergüenza, como si estuviera delante de extraños, pero no. Si hubieras avisado te hubiera preparado algo para cenar, dice ella. Yo me disculpo con la boca llena, mientras pelo otro de los langostinos. Esto me sobró de nochevieja, dice ella, puedes comerte los que quieras. Yo lo escupo. ¡Joder, Prado, que estamos a 6 de marzo!, le grito. Ella coge la bandeja y la tira al suelo salvajemente. ¡Los he descongelado esta mañana, gilipollas!, dice ella. Me vuelvo a disculpar. Sólo llevo diez minutos con ella y ya he tenido que pedir perdón dos veces. Me enciendo otro cigarrillo. Ella se agacha y comienza a recoger uno a uno los langostinos del suelo. Los búhos colgados del techo parecen relamerse los labios ante la escena.

   Ahora me está yendo fenomenal, ¿sabes?, dice ella. Tengo el turno que quiero, trabajo cerca de casa, gano todo el dinero que necesito, tengo un novio… dice. Un romano cachas que te partiría la cabeza con solo yo hacer así (chasquea los dedos), dice. Yo le digo que sinceramente me alegro, y que he venido sólo para ver como estaba. Además, dice ella, mi problema es ya pan comido. ¿Tu problema?, le pregunto. No quería preocuparos, dice. Yo, desde luego, no sé a quién se refiere con ese plural, además de a mi. Obviamente me viene a la cabeza el asunto de los búhos, al oírla decir eso. ¿Qué te pasa?, ¿estás enferma?, le pregunto. No, enferma no.

   Me pregunta por Madre; ¿cómo está mamá?. Pues supongo que enterrada, digo yo. ¡Ja, qué chispa tienes!, dice, ¡valiente hijodeputa!. Lo dice porque Prado piensa que a nuestra madre la maté yo a disgustos, pero en realidad la atropelló un microbús. Le pido tener la fiesta en paz porque no quiero pasarme la noche disculpándome por lo perra que es la vida a mi lado. Y ella dice que no me preocupe, que no importa, que ahora la vida, para ella es un puto sueño. Si has venido a jodérmela no tienes nada que hacer, cabrón, dice. Cuando vivía en España no era tan malhablada; aquí, en Italia, parece una auténtica quinqui. Cualquiera que no la conozca diría que tiene cuarentaytantos, pero aún no ha llegado a los treinta. En este punto de la velada ya me he dado cuenta de que ha sido una auténtica estupidez venir a verla.

    Me levanto y observo un montón de libros que tiene colocados en una estantería. Libros de autoayuda y guías de viajes. Novelas infantiles. Es imposible no ponerse nervioso con tanto búho por todas partes. No sé que pensara su novio romano. Ella parece animarse por momentos. ¿Y tú qué?, pregunta. ¿Te has casado? No, claro que no te has casado, porque eres incapaz de ser sincero, dice. Siempre lo dije, dice. Yo le respondo que no me he casado porque no creo en el matrimonio. Mentiroso como una casa, dice ella, y se ríe con cara de víbora. Sigo mirando sus cosas con las manos metidas en los bolsillos del pantalón. Con ella, los silencios incómodos resultan agradables, pero no dura mucho.

   Ella se sincera: Tengo coulrofobia, ése es mi problema, ¿contento?, dice. ¿Qué?, le pregunto yo. He dicho coulrofobia, ¿eres inframental o qué?, dice. Me explica que la coulrofóbia es un miedo irracional a los payasos, y que la padece hace cuatro años. Podría darme, perfectamente, un infarto si un payaso me mirara directamente en un circo, dice ella muy intensa.   Yo no puedo creer lo que oigo. Me da por reir. Ella me llama desgraciado, hijodeputa, bafanculo. Me cuenta que hace dos años le dio un ataque de pánico que la mandó al hospital, y que va al psicólogo desde entonces, y que están trabajando con una técnica de exposición que no va nada mal. Me la imagino en la consulta del psicólogo, dando chillidos histéricos mientras el buen hombre le enseña fotos de Miliki y Fofó. Lo cierto es que no puedo decir que sienta pena por ella.

   De pronto me doy cuenta de que no tengo nada que preguntarle. Cojo un álbum de fotos que tiene debajo de unas revistas. Fotos de nuestra infancia, aunque yo no salgo en ninguna. Le pregunto dónde están mis fotos. Me responde que a mí, de pequeño, nadie quería hacerme fotos, así que doy mis fotos por perdidas, quemadas tal vez. Le cuento el motivo de mi estancia en Roma y toda la historia de los cambios en mi empresa. Ella me pregunta si he dejado mi coche en el parking de Barajas, y yo le digo que no, que me robaron el coche hace dos semanas. Entonces ella dice: “Vaya suerte, hijo, te roban los coches, se te mueren los niños…”. Yo tiro el álbum al suelo y me voy con un solo impulso sin decir nada más. No creo que vuelva a visitarla.

   Un taxi me deja en el centro, a los pies del Coliseo, y camino un poco para ver si me mejora el humor. Ceno en una hamburguesería de la Plaza de España. Ella no debería haber dicho eso, pienso. Algo así debería tener un castigo, pienso, aunque sea mi hermana. Entonces se me ocurre algo. Hago un negocio rápido con el encargado de la hamburguesería y vuelvo sobre mis pasos hasta el coliseo para coger otro taxi que me lleve de vuelta a casa de mi hermana.

   Una vez allí no llamo al timbre, sino que me cuelo ágilmente en el portal y subo silenciosamente hasta el tercer piso. Me siento más joven que nunca. Al llegar a su puerta no llamo. En lugar de eso despliego un póster enorme que he llevado bajo el brazo todo el camino y lo clavo con cuatro chinchetas en la pared, cubriendo toda la puerta. Después me voy directo al hotel, debidamente cenado y tremendamente satisfecho.

   Aquella noche me dormí pensando en la cara de mi hermana a la mañana siguiente, cuando descubre que Ronald MacDonald le espera con un globo en la puerta de su puta casa.

    Que lo anote si quiere en su diario de mierda. Algún día todo lo que escriba me servirá de carta de recomendación para entrar al infierno.

3 comentarios

  1. HE LEIDO TU RELATO CON POCO ENTUSIASMO, SIN EMBARGO LOS ULTIMOS DOS RENGLONES SE LLEVAN TODOS LOS APLAUSOS.
    AUN DESPUES DE VARIAS HORAS DE LEIDO NO PUEDO DEJAR DE SONREIRME.GRACIAS POR ALEGRARME LA NOCHE.

  2. Que final tan afortunado, pero el por qué de esa relación, no alcanzo a entenderlo, ¿por qué ese odio de ella al hermano? Tu historia me hace imaginarme muchas cosas. Felicidades Escombro, a mi me puedes encontrar en el 168

  3. Desde mi punto de vista, es un relato estupendo, escrito con un ritmo excelente, que combina a la perfeccíón la cruda realidad con una sutil (y no tan sutil a veces) ironía. Discrepo de los comentarios anteriores que hacen referencia al final. A mí me parece todo el relato una verdadera maravilla, con palabras bien utilizadas y evitando errores cada día más frecuentes (‘conjeturas’ por ‘especulación’; ‘inalterada’ por ‘inalterable’..) Felicidades y mucha suerte.

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