80-Carne cruda. Por Endorfine

La primera vez que Juana vio a aquel hombre, pensó que no lo dejaría escapar por nada del mundo. Sería suyo, lo tenía decidido.

         Le había costado meses encontrar un buen empleo. Para una viuda cincuentona no era fácil colocarse por primera vez, pero, al final, había podido conseguir un oficio que le encantaba. Justo lo que había soñado siempre, desde pequeña. Y es que últimamente tenía la suerte de cara.

         Al ver aquel anuncio que pedía una ayudanta, se presentó enseguida. Su robusta constitución física, y sobre todo, sus manos gruesas y fuertes   habían convencido fácilmente a la dueña, hasta el punto de no importarle que no tuviera experiencia. Juana le había dicho que aunque no tenía práctica conocía bien el oficio y que no la defraudaría.

         Y así había sido. La señora Mercedes estaba encantada con ella. Por las mañanas trabajaban las dos juntas, y por las tardes, cuando  bajaba algo la clientela, Juana atendía sola en el puesto. Eso era lo que más le gustaba.

         Antes de abrir la tienda al público afilaba los cuchillos. Primero los grandes para cortar hueso y desmembrar, luego los medianos para separar la carne en tajadas, después los finos de rebanar y trinchar, luego los ligeros, y por último los de hoja flexible. Sólo cuando estaban todos meticulosamente dispuestos por formas y tamaños se anudaba el delantal blanco de puntillas a la cintura de la ceñida bata, que apenas contenía su oronda anatomía, y abría la persiana metálica.

         Era miércoles, el reloj de la radio de la frutería de al lado acababa de anunciar las seis con la misma aburrida musiquilla de siempre. Estaba nerviosa. Faltaba media hora para que llegara él.

         Si no tenía ninguna clienta, siempre empezaba a preparar los pedidos de los restaurantes para recibir a su hombre en las condiciones que sabía que le cautivaban.

          Le conocía desde hacía más o menos dos meses. Era alguien como ella, le gustaba lo mismo. Alguien a quien le deleitaba ver el movimiento de las manos cuando se agitaban arreglando y cortando  carne, alguien que detenía la respiración para escuchar el sonido del cuchillo al sesgar suavemente las fibras tiernas y melosas.

         Porque cada vez que Juana sacaba una pieza grande de la cámara le invadía un cosquilleo extraño. El esfuerzo de descolgarla y acostarla  desnuda e inerte en el mostrador de mármol, el olor fresco, el tacto húmedo y blando de la carne, la forma alargada de color rosado, los movimientos rituales y rítmicos; la sumían siempre en un estado placentero,  como de trance.

         Cada miércoles y cada sábado aparecía él a la misma hora de la tarde. Serio, de edad indefinida, alto, más bien fornido, de  pelo cano y lacio, siempre impecablemente vestido con una camisa azul de rayas finas y una americana de lanilla gris marengo.     

         Mientras le atendía, él la observaba con detenimiento, sobre todo  sus manos, cómo se movían y todo lo que hacían con los cuchillos al cortar hábilmente la carne. A veces le sudaba la frente y con los dedos se tocaba  nervioso  un mechón de pelo sin dejar de mirarla.

         Después de un rato, con una voz profunda y un ligero acento alemán, le decía: «Lo de siempre».

         Ella colocaba la babilla del muslo de la ternera encima del tajo de madera de acacia. Con cuidado, aplanándola bien, separando los filetes con un cuchillo fino y afilado. Abriendo la carne despacio, poco a poco, sin prisa,  cotejándola bien por todos los lados y mirándolo a él después con un suspiro.  Retiraba los nervios, los restos de grasa y apartaba el suero que iba  rezumando. Los iba poniendo alineados en el papel encerado y los aplastaba ligeramente con la hoja del cuchillo para que parecieran más grandes.

         Aquella tarde, después de haberle despachado y cuando estaba inclinada sobre el mostrador, apuntando el precio con un lápiz de punta gruesa en el envoltorio, inusualmente, él habló de nuevo: « Otra vez. Lo de siempre otra vez ».

         Ella volvió a entrar en la cámara. A exponer la carne ante sus ojos, a prepararla, a abrirla, a moverla entre sus manos hasta someterla  para luego ocultarla tapándola con el  papel de estraza.

         Él volvió a mirar sus brazos fuertes y sus manos gruesas y ensangrentadas mientras trabajaban. Volvió a sudar ligeramente por la frente  y de su boca salió un tenue gemido cuando al acabar con el cuchillo, Juana lo clavó de un golpe seco en el tajo.

         Estaba hecho para ella. Estaba segura. 

         Pensó que aunque apenas le conocía, aunque nunca habían cruzado más de tres palabras seguidas, aquel hombre le interesaba y, que no se le iba a escapar.

         Se arriesgó. Apuntó en el paquete, junto a la suma  de la cuenta, la dirección de su casa y le dijo a bocajarro:

         —Esta noche le espero a las diez.

         Él  se la quedó mirando sin pestañear mientras metía la bolsa con la compra en un portafolios de piel gastada, y con una voz ronca y monocorde le dijo:

         —Allí estaré. No te laves las manos.

         Definitivamente era el hombre que había estado esperando.

         Aquel día cerró antes. Sabía que si se daba prisa tendría tiempo para preparar bien las cosas. Metió el delantal sucio y todo lo que necesitaba en el capazo de mimbre, que siempre traía para llevarse las sobras a la habitación con derecho a cocina donde vivía. Como no cabía todo, tuvo que ayudarse con otro cesto que encontró dormido bajo el mostrador.

          El trueno sordo y metálico de la persiana cerró la parada mientras ella se despedía de la frutera con una excusa tonta. No quería distraerse, aunque tuvo que volver a entrar en la tienda por la puerta pequeña que estaba a ras de suelo. Se había olvidado el afilador.

        

         Faltaban ocho minutos para las diez y ya lo tenía todo preparado. Se había asegurado bien de  que la señora Araceli no les molestara.

         Juana se recogió con prisas el pelo en un moño alto, cardándose un poco las raíces para darle más volumen; se alisó nerviosa los pliegues del vestido, se volvió a anudar el delantal usado a la cintura, y se matizó ligeramente los labios con aquel líquido denso de color marrón rojizo que tanto le gustaba.

         Eran las veintiuna horas cincuenta y nueve minutos cuando sonó el timbre. Como siempre, llegaba puntual.

         Su hombre estaba delante de ella. Serio, hierático, impoluto; vestido con la misma ropa elegante de cada día y sosteniendo un abultado portafolios de piel. Ella le dio la mano, se adhirió a la de él con tacto húmedo y  viscoso, y lo acompañó al interior. Se introdujeron por  un largo pasillo de paredes lisas y blanquecinas, como andando entre dos miembros mullidos que se estrechaban para enmarcar una puerta rosácea, de dos valvas, con un sutil dintel negro. Entraron. No se oyó  nada más.

         Al día siguiente, cuando la vieja casera se despertó de su resaca somnífera y metió los pies en las zapatillas para ir al baño, notó un extraño relente y le pareció pisar algo resbaladizo que le salpicó la bata. De la puerta del fondo  del pasillo salía agua.

         Estaba oscuro. Como veía poco sin las gafas, se ayudó apoyándose en las paredes para llegar al umbral. Cuando abrió, creyó estar todavía en sueños. Un olor denso y acre inundaba la estancia. No encontró el interruptor de la luz. Al tantear la pared para buscarlo, notó algo mojado y blando en la pared. Lo resiguió con los dedos, parecía que todo estuviese tapizado con aquel material gomoso. Sus pies se hundieron, al entrar, en algo parecido a una alfombra mullida de piezas irregulares, colocadas a modo de teselas y esparcidas por todo el suelo. El grifo del pequeño lavabo situado en un ángulo de la habitación estaba abierto y el agua caía con ruido de arroyo. Sus ojos se fueron acostumbrando paulatinamente a la oscuridad, el resplandor incandescente de la resistencia de una estufa eléctrica  iluminaba un poco y empezaba a dejarle  ver el lugar donde estaba.

         Parecía una cueva rosada, un claustro carnoso, húmedo, caliente, vivo. En el fondo, enganchado a la pared, anidaba algo. Se acercó, parecía que se movía rítmicamente, de una manera casi imperceptible, como latiendo. No se atrevió a tocarlo. Era un embrión gigante de carne cruda.

4 comentarios

  1. Lo cierto es que no tengo demasiado claro qué pensar, pues el principio te engancha e inquieta, pero el final es desconcertante y equívoco, pues no termina de quedar claro si la víctima es la carnicera o el cliente, y no se acaba de saber el porqué del desenlace, como si faltase una página entre medias.

    Confío en que no te moleste mi opinión, que, por supuesto, es subjetiva y personal.

    Saludos y suerte.

  2. Es un relato simbólico donde no hay víctima ni asesino.Es la historia de algo que nace de dos personas muy especiales.
    Muchas gracias por tu comentario.

  3. Me gustó el planteamiento y lo bien escrito de tu historia, pero también me deja insatisfecho su final. Tal vez hubiera sido bueno sugerir un poco más, aunque dejaras abierto el final. Me gustaría tu opinión de mi relato, es el 168. gracias

  4. HÓSKAR WILD

    Estupendas descripciones. Casi puede oirse el ruido del metal desgarrando la carne. Casi puede sentirse el olor de la sangre fresca. Casi puede verse la foto en rojo al fondo del pasillo. Muy bien escrito. Felicidades.

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