13-Caraguatay, destino final. Por Garcilaso de la Barca

No puedo decir que me obligaron a venir a Caraguatay. Tampoco que fue por decisión propia. Más bien acepté una sugerencia difícil de rechazar. Probablemente hasta tendría que agradecerle a McCornick por haberme traído. Algún día debería hacerlo. Después de todo, si seguía en libertad era por sus continuas intervenciones.
A McCornick lo conocí hace unos veinte años, una tarde calurosa al terminar mi turno en el hospital de Goldfield. El nombre del pueblo era sólo un eufemismo ante cualquiera de las acepciones que pueda darse a la palabra oro. Su único atributo era estar muy cerca de Las Vegas. Me habían aceptado como residente sin muchas preguntas ni exigencias y, para mí, representaba el final de una larga búsqueda. No había demasiadas ofertas para un pésimo estudiante de medicina que había obtenido su título casi por gracia divina.
Aquella tarde McCornick me ofreció media docena de ampollas de una nueva droga elaborada por el laboratorio que representaba. Según él, neutralizaba los efectos del alcohol y era completamente segura. Me proponía probarla en pacientes del hospital a cambio de diez mil dólares.
Me sentí profundamente ofendido. Lo insulté. Le dije que se había confundido. Que yo no era de esos.
Creo que esperaba mi reacción. Con una casi imperceptible sonrisa me extendió una tarjeta y dijo: «Doctor, la ética es una abstracción filosófica».
Con ese cartoncito blanco entre mis dedos, sin reacción alguna, observé cómo se alejaba lentamente en un Pontiac negro.
No podía olvidar el encuentro. Me costaba dormir. Pensaba y pensaba. Intentaba convencerme de que no había nada de malo en la propuesta. Necesitaba el dinero. El alquiler del departamento se lo llevaba casi todo.
Busqué la tarjeta y marqué el número. Apenas alcancé a decir mi nombre cuando, del otro lado, una voz que no reconocí, dijo: «Hoy a las cinco».
Allí estaba el Pontiac. Me acerqué. McCornick extendió el brazo entregándome un sobre marrón que tomé inmediatamente. «Lo llamaré». El automóvil se alejó lentamente por la solitaria Trade Street.
Ya en mi departamento abrí el sobre. Había seis pequeñas ampolletas, con un líquido transparente, identificadas con una minúscula etiqueta manuscrita: «SB 15».  Las acompañaba una hoja de papel doblada en cuatro. El texto mecanografiado explicaba: «Aplicar toda la dosis. Sólo para alcoholizados».
Entre los pacientes que llegaban a emergencias había muchos ebrios reincidentes. A algunos los conocía por sus nombres. Jimmy Rondstadt nos «visitaba» dos o tres veces por semana. A menos que tuviese alguna herida cortante, obtenida en sus habituales riñas, lo dejábamos dormir hasta la mañana siguiente. Despertaba y se iba tranquilamente con un «gracias, doc» como saludo.
Él fue el primero. A los cuarenta minutos de inyectarlo despertó. Me miró, recorrió la sala con sus ojos, se sentó en la camilla, se paró… «Gracias, doc». Se dirigió a la salida, abrió la puerta y, antes de cerrarla, me sonrió y levantó su mano en señal de saludo. No atiné a decirle nada. Estaba impresionado.
Lo mismo sucedió con Jeff, Charly, Wilbur, Ronnie y Richie. La droga era excelente y sentía que estaba haciendo algo bueno al ayudar a probarla. Además, disfrutaba del dinero que apareció en mi buzón del correo.
Pasaron dos semanas y en emergencias comenzamos a extrañar a nuestros habituales visitantes. Me preguntaba si la droga tendría efectos residuales evitando las borracheras, porque si de algo podía estar seguro era de que estos hombres jamás dejarían de beber.
El viernes por la noche lo trajeron por última vez a Jimmy. Estaba muerto. Los días siguientes, y en el mismo estado, a los otros.
Comencé a desesperarme. Sospecharían de mí. Fui el último en atenderlos. Enloquecido llamé a McCormick. Nadie respondía. Insistí una y otra  vez, decenas de veces.
Por fin, sonó el teléfono. «Hola, doctor». La voz no me dio tiempo a articular palabra. «Présteme atención. Todo está bajo control. No se preocupe por nada. Lo necesitamos. Empaque sus cosas. En el buzón encontrará un boleto de autobús y tres mil dólares para sus gastos. Lo esperamos mañana a las tres en Nogales. Que tenga buen viaje».
Jamás había oído sobre Nogales. Gracias a una guía que compré en la estación, ahora sabía que estaba en el Sur de Arizona, sobre la frontera con México. ¿Para qué me querían allí? No me importaba porque no me prestaría más a su juego.
McCornick me esperaba. Apenas lo vi me acerqué y comencé a gritarle. «Doctor, no llame la atención», me dijo con su voz imperturbable, pausada e inexpresiva. «Murieron seis personas», dije bajando el tono.
— Son riesgos que se corren; los resultados han sido muy buenos.
— Nada buenos. La droga los mató.
— Tal vez la dosis fue alta. Además, no deberían haber vuelto a beber.
— Usted no me dijo nada de eso.
— No lo sabíamos. Ahora lo estamos investigando.
— ¿Cómo lo investigan?
— ¡Doctor! Me sorprende. Las autopsias. ¿No creerá que trabaja solo?
Caminamos en silencio hasta la salida de la estación. Allí estaba el Pontiac. Se detuvo y me entregó un sobre: «Mañana lo esperan en el Memorial Hospital. Vaya a su departamento, creo que le gustará, lea atentamente su nuevo currículum, relájese y descanse. Lo llamaremos».
– No. Se acabó. No seguiré con esto.
– Mi querido doctor, los agentes del FBI tienen fama de obsesivos siguiendo pistas y, a veces, las encuentran con sorprendente facilidad.
Esta historia se reiteró casi idéntica muchas veces. En Nogales dejé siete cadáveres, ahora la droga era contra el cáncer. El reguero se extendió por la mitad del país, aunque a veces los pacientes no morían: quedaban hemipléjicos, ciegos o dementes. La variedad de patologías era casi infinita. Al principio sólo me proveían de antecedentes y diplomas falsos de diferentes universidades. Después, cambiaron también mi identidad. Con cada destino tenía nueva documentación. Mi fortuna se incrementaba continuamente, obviamente por no poder gastarla. Vivía aterrorizado, evitaba las amistades y mis relaciones amorosas duraban tanto como mi estadía en un lugar.
Mi único contacto con el laboratorio era McCornick, incluso después de dejar los Estados Unidos. Sí, comenzamos a recorrer Sudamérica. Experimentamos con pobladores de pequeñas localidades de Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú, Chile, Argentina y Uruguay. Ahora estamos en Paraguay.
En Caraguatay, al Norte del país, la mayor parte de la población es de origen guaraní, una raza que resultó indómita para los esforzados conquistadores españoles. Éste sería un típico pueblito subtropical con sus casas de adobe y caña y sus calles de tierra si no fuese por la base militar estadounidense, establecida varios años atrás, que tiene la supuesta misión de controlar el tráfico de armas y drogas y vigilar a potenciales terroristas en la triple frontera con Brasil y Argentina. Pero estamos muy lejos de allí, a más de 600 kilómetros. Los mismos militares montaron un hospital «humanitario», que es lo único dirigido por civiles. Todo lo demás –a excepción de los mosquitos–, lo controlan los militares, incluido el alcalde de la ciudad.
El hospital tiene el mejor equipamiento disponible. La investigación y la experimentación lo justifican. Hay varios grupos trabajando, algunos financiados por universidades, otros por laboratorios.
McCornick me visita una o dos veces por semana. Llega en helicóptero desde Asunción para llevarse mis informes y las muestras que obtengo. Asimismo, me provee de las drogas y de algunos artículos para uso personal como las cajas de «Johnny Walker» y «Lucky Strike».
Hace tiempo que el laboratorio obtuvo una vacuna contra el mal de Chagas, una enfermedad endémica en gran parte de América del Sur a la que ningún gobierno parece interesarle combatir. La produce el tripanosoma cruzi que utiliza como vector a un insecto nocturno que se alimenta de sangre y que los pobladores llaman vinchuca.
El laboratorio no la fabrica a gran escala porque las víctimas son siempre campesinos pobres y aborígenes. No hay un mercado interesante para el producto. El objetivo, entonces, es crear ese mercado.
El tripanosoma se caracteriza por generar graves patologías cardíacas y, en muchos casos, también la muerte. Los científicos del laboratorio están tratando de hacerlo más virulento y resistente para que pueda transmitirse por los más diversos medios: transfusiones, relaciones sexuales, agua potable… todo sirve. Europa sería el mejor destino porque allí es prácticamente desconocido, nadie lo buscaría en los exámenes de rutina. El impacto social sería enorme y los beneficios para el único laboratorio con la vacuna y el suero, incalculables.
En la cotidiana atención a los habitantes de Caraguatay tomo muestras de sangre para McCornick e inyecto las ampollas que me trae. No contienen la vacuna ni el suero para curar el mal, por el contrario, en cada nueva partida el tripanosoma es más virulento.
Para mi sorpresa, durante los primeros meses no hubo cambios en la salud de los inyectados. No enfermaban. Parecía que generaban anticuerpos que neutralizaban el preparado. Seguramente habían sufrido y superado la patología en el pasado, eran virtualmente inmunes. No podía saberlo, sólo adivinarlo; no me correspondía investigarlo, tampoco tenía los medios como para hacerlo. Mi equipamiento era el estrictamente necesario para mi trabajo: Extraer sangre y aplicar inyecciones.
Pero no fue siempre así. Comenzaron a aparecer los síntomas y varios murieron infartados.
Le comenté la novedad a McCornick: «Eso es bueno. La semana próxima traeré algo de suero y veremos cómo funciona».
Mis «voluntarios» comenzaron a disminuir rápidamente. Sospechaban que algo no estaba bien.
Esta tarde quise inyectar a un joven. Con un movimiento inesperado golpeó mi mano. La hipodérmica se clavó en mi pierna.
Hoy anocheció más temprano, todo está más oscuro. El canto de los grillos y el croar de las ranas se torna insoportable a pesar de las ventanas selladas, nunca lo había notado. Tengo frío pero no dejo de sudar. Me duele el pecho. El corazón late fuerte, lo siento hincharse, lo escucho, me aturde…

6 comentarios

  1. Interesante.

  2. Una historia densa y opresiva, a la que, quizás, la extensión del relato se le queda corta y que podría dar para una novela.

    Saludos y suerte.

  3. Un relato con un comienzo sugerente que se desploma poco a poco hasta llegar a un final estandarizado en muchos autores. La solución de matar al personaje me recuerda la forma de escribir de un antiguo amigo. Pero, claro, él era más convencional. Cuando no sabía qué hacer con la situación, le organizaba un ataque al corazón al personaje problemático y listo… Y luego a otra cosa, mariposa, que, creo, decía un refrán…

  4. Me ha gustado mucho. Creo que está muy bien contado y el interés no decae en ningún momento, a mayores de la denuncia social implícita.
    Suerte.

  5. Me gustó, es una historia negra, toda la primera parte es excelente, si le hubieras dado otro final, sin la muerte del protagonista, y hubieras dejado que este llegara a otro lugar a seguir experimentando, te hubiera quedado redondo el cuento. felicidades

  6. HÓSKAR WILD

    Desgraciadamente ésto ocurre con más freceuncia de la que sospechamos. Mucha suerte con tu denuncia y con tu relato.

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