Antes de ser un escritor famoso trabajé como paparazzi. Sé que esa profesión a un buitre o a una hiena de un mundo diseñado por Walt Disney y que muchos de los que lean esto me odiarán por haber ejercido ese empleo. Pero… hay que ser sincero en esta vida: lo pagaban bien y yo era joven. Además, de aquella época saqué la inspiración para muchas de las novelas que han copado los primeros puestos de ventas en las listas que los domingos salen en las secciones culturales de muchos periódicos.
El relato que les voy a contar a continuación ha estado escondido en los páramos más oscuros de mi mente durante años. No sé por qué no lo saqué a la luz antes ni sé por qué lo voy a contar ahora. Quizás por eso he cambiado los nombres de los protagonistas, para dotar de más libertad literaria a mis palabras.
Paula era una hermosa joven de piernas infinitas, belleza sin resquicios, melena ultrarrubia y pechos siliconados que había saltado a las portadas del papel cuché por su rollo de una noche con uno de los cantantes de moda. Paseó su escultural palmito por todos los platós del mundo rosa y se embolsó con ello un pingüe capital. Cuando su fama empezaba a decaer, anunció su boda con un rico magnate del mundo de la hostelería. Se trataba de un hombre poco conocido en la crónica social y a mí me “sugirieron” que sacase fotos de ambos en una playa cercana al Cabo de Gata (una de esas que están semiescondidas y que son famosas por sus aguas cristalinas). Supuse entonces que la propia Paula era quien había dado el chivatazo a la prensa del lugar en el que podría tomarse el catálogo de fotos robadas. Era algo a lo que ya se había acostumbrado mi conciencia, aunque he de reconocer que a día de hoy me siento muy mal por haber contribuido en esa cadena de montaje macabra que es el mundo del Corazón (sí, con mayúsculas, para remarcar más su horripilante majestuosidad).
Recuerdo que era un día hermoso, uno de esos en los que el sol dibuja una cortina sobre el horizonte y unas pocas nubes de estética impresionista se recortan contra el infinito. Alquilé una barca con el dinero que me había dado la revista y me fui a la distancia perfecta para tomar las instantáneas. Ellos no me verían y mi cámara captaría las caras con nitidez.
Se encontraban en una pequeña cala, los dos solos. Besos y arrumacos por todas partes, top-less, toallas de colores estridentes… formaban el perfecto cóctel que adornaría mis fotos. Ella era aún más hermosa que en las imágenes de televisión, ya que su mirada (de un color aguamarina infrecuente) evocaba el amanecer en las noches eternas del Ártico. La imagen de él me sorprendió. Era viejo. Su piel estaba cuarteada y las carnes se le empezaban a volver fofas. Era flaco de vientres; eso sí, había que reconocer que tenía un sonrisa de cinco mil vatios que desviaba la atención de muchos de sus defectos.
Las fotos no llegaron a la portada –Paula no era tan famosa como para estar allí-, pero sirvieron para ilustrar un reportaje a doble página. Una redactora recién licenciada les puso el pie y los comentarios, lo que las barnizó con un lustre aún más cutre de lo que yo me esperaba.
La boda fue por lo civil (el viejo estaba divorciado) y tuvo lugar en el Alcázar de los Reyes Cristianos de Córdoba. Él, con todo su dinero, había engalanado el lugar para la ocasión. A ella se la veía aún más radiante; ese día tenía una acumulación casi empalagosa de sex-appeal –no hay que olvidar que la sonrisa puede ser el más fuerte de los afrodisiacos-. Un rebaño de periodistas del mundo rosa y unos cuantos fotógrafos fuimos invitados al evento. No me extrañó que no vendiera la exclusiva, ya que él estaba tan forrado que la subsistencia de sus tataranietos estaba asegurada.
– ¿Lo estáis pasando bien? –nos dijo la novia, durante el banquete.
– Sí, todo muy bueno.
– Yo soy la mujer más feliz del mundo, he encontrado al hombre más guapo y más bueno que hay sobre la tierra.
Nos mirábamos los unos a los otros con ojos de complicidad. Nadie se atrevió a contradecirla.
– Siempre me han gustado los hombres mayores -prosiguió Paula, luciendo su vestido blanco-, quizás porque perdí a mi papá siendo muy joven. Pero es que he cazado al mejor. Me vuelven loca su pelo canoso y sus gafas de leer a punto de caérsele por la nariz.
En cuanto se fue todos comenzamos a cotillear:
– ¡Hay que ser jeta!
– Este tío tiene un maravilloso atractivo sexual en su cuenta bancaria.
– Seguro que está liada con su profesor de gimnasia personal.
– Si a ese maromo le falta poco para convertirse en una momia.
Yo no dije nada. Reconozco que pensaba lo mismo, pero me parecía mal hablar así de alguien que nos había invitado a arroz con bogavante y al solomillo de buey más sabroso que nunca haya comido (por no hablar del vino, la mezcla de vinos de Toro y Montillas era simplemente sublime).
Las fotos salieron en varias revistas y las imágenes de la pareja eran habituales en los programas del corazón, siempre adornadas con unos posos de sorna. Aprovechaban días escasos de noticias para verter comentarios acerca de la pérdida de pelo del viejo, o sobre el contraste entre los muslos pluscuamperfectos de ella y las piernas preñadas de varices de él, para decir que si cuando Paula iba al colegio su marido estaba a punto de jubilarse… perlas del mal gusto que no quiero pormenorizar aquí.
Dos meses después de la gran boda, cuando sus caras ya habían desaparecido totalmente de las noticias, él murió de un ataque al corazón. Como la había nombrado a ella heredera de una inmensa fortuna, las hienas volvieron a actuar. Yo ya había dejado ese mundo, pero reconozco que la historia me interesó. Aunque me había prometido no volver a comprar ninguna de las revistas que vivían de crear y destruir famosos, no dudé en informarme de los pormenores del caso. Todo indicaba –según los sabuesos del papel cuché- un sobreesfuerzo amoroso aliñado con viagra. Las lenguas más viperinas de la profesión sugirieron, sin explicitarlo, que ella había puesto una marcha de más en el carburador de las vísceras del viejo a sabiendas de que podría ser rica y viuda en lugar de rica y casada.
El traje negro y las lágrimas fueron motivo de mil comentarios, sobre todo alentados porque la prensa no había sido invitada al funeral.
– Queremos una ceremonia íntima y no un carnaval –soltó Paula con los ojos húmedos. Fue su única declaración tras el fallecimiento de su marido.
Hubo mil especulaciones acerca de la cuantía del dinero heredado, pero ninguna confirmación.
Después de aquel funeral los periodistas le perdieron la pista. Quizás ella estaba enfadada por el mal trato recibido desde las almenas más sucias del cuarto poder o quizás, simplemente, quiso alejarse de la vida pública para lavar su dolor.
Tres años después escuché su nombre en una conversación que dos desconocidos estaban teniendo en el acto de presentación de un libro. No pude evitar caer en la tentación y meterme en medio de sus palabras, como si fuera un cuchillo caliente en medio de un bloque de mantequilla.
– Perdonen que me inmiscuya, pero… ¿estaban ustedes hablando de Paula Cortés?
Se miraron entre sí antes de responderme.
– Sí, parece ser que se va a volver a casar.
– ¿Sí?
– Conoció a un salvadoreño del que se ha enamorado. Parece que es más pobre que las cucarachas, pero dicen que a ella le vuelve loca.
– Y…¿cómo es él? –pregunté, cada vez más intrigado.
– No lo sé. Me he enterado de esto porque el abogado de su difunto marido es amigo mío.
No me sorprendió el hecho de que me diera tanta información. A todos nos gusta podernos lucir ante los demás cuando el tema a tratar son los trapos sucios de alguien.
– ¿Dónde se casan?
– Ni idea.
Aquella noticia empezó a zumbarme en la cabeza desde el mismo momento en que entró en ella. Necesitaba ver al dichoso salvadoreño, al que imaginaba un hombre de belleza tribal, con cara de gilipollas de brillante armadura, ojos negros como gotas de petróleo, sonrisa golfa y torso tallado en músculo. Quizás el alma de paparazzi aún no había sido totalmente desplazada por el escritor en que me había convertido. Solo tuve claro que, si no veía cómo era él, no iba a poder volver a dormir ocho horas seguidas.
Puse a mis investigadores literarios a trabajar en el caso, haciéndoles que hurgasen donde fuera necesario. No consiguieron descubrir dónde era la boda (nadie tuvo fotos del evento ni hubo ningún eco en los noticiarios rosas), pero lograron la dirección del matrimonio en Miami (que es donde había vivido la dichosa Paula tras la muerte de su primer marido).
Pagué mi billete en clase business para cruzar el charco. Como supondrán, aproveché para ver algunos puntos importantes de los Estados Unidos, como Nueva York o el Gran Cañón, pero mi objetivo era otro.
Me aposté cerca de la casa de Paula Cortés y un guardia de seguridad con brazos como columnas griegas me echó de allí con la amenaza de avisar a la policía (y de ayudarles a que me dieran una soberana paliza).
Temí irme de Miami sin lograr mi gran objetivo, pero me la encontré de frente en un centro comercial (un mall, que llaman allí). En cuanto les vi juntos supe por qué se había enamorado de aquel salvadoreño. Le miraba con ojitos de gata y le besaba cada pocos segundos. Él parecía aún más feliz que la propia Paula. Aquello era amor. Nadie se fijaba en ellos salvo yo (tuve que dar gracias de que no se dieran cuenta de la cara de bobo que debía estar poniendo).
Me pareció increíble, y aún hoy me lo parece. Pero nunca antes había visto a dos personas tan parecidas como el primer y el segundo marido de Paula Cortés.
Acptable relato aun cuando el lenguaje en ocasiones se me antoja algo descuidado. Por lo demás, es una pintura bastante fiel de la idea que solemos tener de ciertos personajillos que inundan la prensa rosa.
Te deseo suerte en el certamen.
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